sábado, 12 de mayo de 2018

DE LA MILI (V): JURA DE BANDERA










La compañía completa --justo en el borde a la derecha el autor del blog--  posamos encaramados en la tribuna del campo de instrucciñon donde tres meses después de nuestro ingreso en el campamento militar, escenificaríamos el trascendental acto de la jura de bandera 



Durante mi estancia en el campamento militar de Camposoto, el mismo lugar por el que tú, unos meses antes, habías pasado, me estuve acordando de ti, querido Agustín –amigo y compañero de orfanato--. Posiblemente tuvimos las mismas experiencias: la llegada entre improperios, aquellos extraños primeros días, la penosa instrucción, los socorridos descansos en camaradería con los compañeros reclutas contemplando las marismas..., pero no sé si el día de la jura de bandera, padeciste, al igual que yo, ese sentimiento de soledad, olvidado por todos, que siempre nos había perseguido.











El día de la jura de bandera desfilamos todas las compañías juntas, con uniforme de paseo y guantes blancos, en el campo de armas en donde vibraba la música en los altavoces distribuidos por el perímetro del recinto, y vibraban vistosos y coloridos de domingo de finales de septiembre: familiares, novias y amigos dándonos vivas y saludándonos desde la tribuna y los alrededores del campo; y vibramos también nosotros, con un grito unánime, al paso por la tribuna desde donde erguido como un poste saludaba la autoridad militar: ¡Atenta compañía!, saludo…, mientras el aire se impregnaba de emotividad con los sones de las marchas militares a flor de piel, erizándonos el vello, sacándonos por primera vez el soldado escondido del que nos imbuyeron desde muy pequeños en un país que era un inmenso cuartel --rememoración de los desfiles y exhibiciones artísticas de tablas de gimnasia, ensayadas hasta el hastío en nuestra pubertad del orfanato, como recordarás amigo Agustín--- y para el que debíamos un servicio de armas.


Incomprensiblemente nos habíamos contagiado de una irracional histeria colectivo-patriótica. Nada se podía hacer contra aquella ofensiva de himnos, de cánticos con proclamas hasta la saciedad del honor, de la patria, del valor –todo ello sublimado por la trascendencia de más de dos mil voces de hombres, perfectamente sincronizadas como las notas de los instrumentos de una orquesta musical--; del sacrificio hasta la muerte en el homenaje a los caídos, ---rompiendo graves la emoción--, ahora las voces calladas en un silencio sepulcral, en simultaneidad con los movimientos de las marchas lentas de los que rendían honores, y los tiempos de la música que nos cortó el aliento: el toque de oración. En aquel instante aún no era consciente del compromiso de sacrificio de todo aquel rito. Se nos pasaba inadvertido --en cualquier caso actitud comprensible pues el haber llegado hasta aquel momento vital no era un acto de libre decisión-- que allí se pudiera estar escenificando nuestro propio funeral.

Después de momento tan reflexivo y entre redobles de tambores y sonar de los instrumentos de viento de la banda de música desfilamos para besar la bandera nacional después del juramento de fidelidad y vuelta a la formación para entonar el himno de infantería (nuestro himno de arma de tierra), casi al final del acto con la sensibilidad aflorando a todos los poros de la piel y arrebolados por el mensaje de su letra que ya sabíamos de memoria: “ Ardor guerrero / vibra en nuestras voces / y de amor patrio henchido el corazón / entonemos el himno sacrosanto / del deber, de la patria y del honor / ¡honooooooor!,….”, aprendida por mor de la continuada repetición en los días anteriores a la jura de bandera, sin detenerme en su lectura hasta aquel momento en el que me di cuenta real de la trascendencia del acto extraordinario del que, tanto yo como mis compañeros de armas, habíamos sido los protagonistas; entonces aquel arrebato inicial de euforia patriótica, en mi caso, fue decayendo abrumado por la incierta futura penosidad conforme desgranaba las letras de las estrofas del himno apercibiendo, ahora, en su mensaje el supremo adeudo que habíamos firmado con la patria en el instante del beso a la bandera, y del que al parecer eran ajenos mis compañeros más próximos, pues apreciando el ¿fervor? con el que cantaban: “… y por verte temida y honrada / contentos tus hijos irán a la muerte / Si al caer en lucha fiera / ver flotar victoriosa la bandera / ante esa visión postrera / orgullosos morirán / Y la patria / a quién su vida le entregó / en la frente dolorida / le devuelve agradecida / el beso que recibió…”, no percibía que se dieran cuenta de la realidad: que estaban –estábamos-- ofreciendo la vida en aras de salvar a la nación de cualquier enemigo, y además teníamos que hacerlo no sólo desinteresadamente sino con orgullo, superando el dolor en un gesto de épica gloriosa y muriendo dulcemente, sin proferir siquiera un leve ¡ay!, en el regazo consolador y el venturado beso de esa otra madre: la patria.

Ya no había escapatoria alguna, ¿pero quienes ¡diantre! --me preguntaba-- habían escrito y puesto música a esto de banderas que flotan mientras la estás palmando? Hay que joderse, con un par de tiros en el vientre --me decía para mí-- ni ves bandera alguna flotando, ni nadie viene a darte besitos en la frente dolorida. Con las manos taponando la sangrante herida no está uno para exaltaciones místicas, ¡pardiez!..., y así, terminada la canción aún continué con mis reflexiones sobre la gravedad de aquel compromiso para con mi país, hasta que en el ¡rompan filas! del final del acto, tras la felicitación del general de turno al haber alcanzado todos el grado de soldado, desperté de mi preocupante ensoñamiento por el rugido, acompañado de gorras al viento, de un grito ensordecedor de liberación: ¡¡¡Aire!!! A lo hecho, pecho, me dije. Con las vivencias de la mili, al igual que con el orfanato o con mi ciudad sigo manteniendo una extraña actitud contradictoria de amor-odio.

Inmediatamente el campo donde minutos antes se había escenificado el orden más escrupuloso, era ahora un caos de efusividad de soldados y familiares reencontrándose por primera vez después de tres meses; un repertorio infinito de sonrisas dando la enhorabuena y de otras recibiendo los parabienes; una retahíla interminable de presentaciones a los compañeros: de aquellos padres que orgullosos saludaban desde la tribuna; de sus novias de las que, seguramente, habían compartido alguna confidencia; de los amigos del barrio de los que conocían parte de sus aventuras; una inmensa fiesta desbordada de risas, de abrazos, de besos de cariño, de besos de amor…; era, en definitiva, aquel desorden, la felicidad de contar en día tan señalado con la gente querida y de la que todos participábamos…; o casi todos, pues aquellos agridulces momentos, negándoseme la posibilidad de la felicitación de un amigo, del abrazo de la escasa familia o del beso de mi novia --nadie acudió--, me retrotrajeron a la misma soledad de todos los momentos importantes que en mi vida hasta entonces habían sido.

En el comedor donde la inmensa mayoría de compañeros soldados, disfrutaban en animadas conversaciones con sus familias del menú especial de fiesta, el T´ópolla, también sólo, y yo nos consolábamos excusando la ausencia de nuestras novias a algún imponderable de último momento que les había impedido viajar y deseando ya, al término de la comida, partir al reencuentro con ellas en un viaje con preceptiva compañía: la del enorme muñeco que le llevábamos de regalo y que adquirimos en la cantina donde en la zona que era bazar estaban expuestos vistiendo el uniforme completo de soldado y luciendo la banda distintiva con la leyenda del campamento: Cir 16 Campo Soto. Nos quedamos a un paso de la tecnología pues, al parecer según nos dijeron, la siguiente remesa incorporaba en el muñeco un dispositivo de audición que al accionarlo se oía, como si el monigote cantara, el himno del CIR; aunque mejor así pues no me imaginaba a Amelia escuchando una y otra vez el tema central, aquello de: “Cir Dieciséis / donde se une España entera / en santo beso / que se posa en la bandera…”, vamos, como que no.

No éramos los únicos marginados de la fiesta­­, había otros soldados --no muchos-- desperdigados entre las mesas del amplio comedor, con los que nos cruzábamos las esquivas miradas que me retrotraían --salvando las distancias del tiempo y del lugar-- a la de los huérfanos dando cuenta, sin entusiasmo por la fiesta, del menú de nochebuena en el desangelado y frío comedor del orfanato mientras la inmensa mayoría de internos se habían ido con sus familias de vacaciones de navidad; tristes instantes, amigo Agustín, que también tú recordarás y que sufrimos personalmente todos los inviernos de nuestra infancia y parte de nuestra adolescencia.

La historia, en mi caso, se repetía; no sé en el tuyo en aquel mismo lugar.



FranciscoMolinaGómez
(continuará)