lunes, 2 de abril de 2018

LA ABUELA QUE VIAJÓ MÁS ALLÁ DE LA LUNA












Verano de 1969:
Fue aquél un verano expectante, lleno de acontecimientos. Vivía complacido en el gozo de imborrables momentos de éxito por la superación de los estudios de bachillerato que, pensaba, me iba a cambiar favorablemente el futuro, cuando el mes de julio de ese mismo verano fui unos más de los millones de telespectadores que asistimos atónitos con las imágenes del final del viaje más extraordinario que ser humano alguno hubiera hecho a lo largo de la historia de la humanidad. Con su narración lenta retando con la mirada y el gesto grave en una cara ligeramente girada a la cámara que retransmite, el joven corresponsal de televisión española ha ido desgranando día a día el discurrir de la epopeya que había comenzado en Cabo Cañaveral, en los Estados Unidos, a las diez horas y treinta y dos minutos del día dieciséis de julio, con el lanzamiento de la nave espacial Apolo Once en dirección a la órbita de nuestro satélite y con la misión de posar en su suelo el módulo lunar Eagle con los astronautas norteamericanos Armstrong y Aldrin a bordo, los que tras cinco días de vuelo y multitud de vicisitudes, a las veinte horas y diecisiete minutos del día veinte de julio mandan a la central de seguimiento un mensaje tranquilizador: ”Houston… aquí la base de la Tranquilidad, el Águila ha alunizado”, mientras un tercer astronauta –Michael Collins-- orbita con el módulo de mando alrededor de la luna. Con la voz impostada, podando el idioma, y la expresión pausada ralentizando el relato, sin la grandilocuencia de otros locutores, el nuevo corresponsal nos ha ido relatando con cada retransmisión y durante estos días todos los detalles de la travesía, esos que por parecer menores no dejan de ser importantes.
Ahora enfrentaba el instante más emocionante esperado por millones de telespectadores; su reto más importante como periodista: contar en tiempo real al país aquel hito de la humanidad que iba a suceder en breves momentos. ¿Quién hubiera imaginado que el chaval con boina y gabardina que algunos años atrás había llegado a Madrid desde su Huelva natal a buscarse la vida, estaría ahora, en el día decisivo, con un micrófono en Houston, aventurándonos lo que podía sentir un hombre al alunizar por primera vez?: ”Buenas... noches... España... para... televisión... española... les habla.... Jesús Hermida… Estamos... a... la espera… hoy... ya... veintiuno... de... julio... de... mil ...novecientos.... sesenta... y nueve…”
Hablaba cada palabra como forzando una conversación entrecortada por intermitentes pautas, dando la impresión de que cada cosa que iba a contar venía envuelta en misterio, dilatando las frases entre silencios, cuando inesperadamente exclamó sin sobresaltarse: “Son... las dos horas... y cincuenta... y seis minutos... y.... me... comunican... que... ya... tenemos... señal”…, en el instante en que en la pantalla del televisor; que regía en alto en el rincón del salón del pabellón de mayores del orfanato y de la que estábamos pendientes algunos pocos internos, dispensados de no estar durmiendo a horas tan intempestivas, venciendo el sueño a una plácida noche de verano; vimos aparecer una imagen rara y desenfocada.
Era una escena cabeza abajo, cegadora por el contraste; después señales de reajustes y movimientos en la imagen; una enorme nube negra que acabó concretándose en la forma de un ser extraño que descendía por la escala de lo que parecía una máquina; confusión de objetos; vaga e informe visión del ser extraño con una tremenda giba en la espalda; oímos una difusa y entrecortada señal de comunicaciones con conversaciones en inglés sobre un sonido de fondo ensordecedor, y de repente otra vez el ser extraño ahora erguido sobre una superficie brillante: “La emoción... que... se... ha... vivido... en ...esta... sala... de seguimiento... ha sido... indescriptible… todo... el auditorio... ha ...prorrumpido... en... aplausos... cuando... Neil Armstrong... ha... puesto... su... pie izquierdo... sobre... el polvo lunar... al tiempo... que... pronunciaba... para... la historia: Este... es... un... pequeño... paso... para... un hombre ..., pero... una... zancada gigantesca... para... la humanidad”.
Continuaba relatando el comunicador español, con la misma expresión de sucesivas pausas en repetitivos silencios entre palabras y frases el instante vivido, el del primer paso de un hombre en la luna, que, ciertamente nunca vimos, pues las imágenes seguían siendo maravillosamente abstractas, como las de esas ecografías en las que hay que ir adivinando las formas, y que desciframos en la pantalla del televisor como las de una futurista estructura con largas patas metálicas que destacaban sobre un fondo gris algo brillante, un paisaje desértico conformado con lo que parecían ser dunas de arenas y el que identificamos como la superficie de la luna. Al poco rato eran dos los seres extraños, enfundados en trajes hinchables que remataban con aparatoso casco y que se movían a saltos, como jugando, cerca del artefacto en unas imágenes aún muy borrosas: ¡Jóder!, eran ellos: ¡los astronautas!... ¿entonces?... ¡¡¡era verdad que habíamos llegado a la luna!!!














Ahora cada noche mirábamos al astro esperando algo extraordinario, tal vez algún cambio en nuestras vidas, no sé; lo cierto era que una semana después del alunizaje --sábado-- la vida proseguía igual en el orfanato, y, como no, en la rutina de los ensayos del grupo de cantores del coro. Bueno no del todo igual. La noche apacible y quieta tenía un brillo de luna como nunca lo habíamos percibido, una luminosidad explosiva que diluía cualquier atisbo de sombra --sentimiento de saturación de luz explicado, quizás, por la insistencia en observar ahora el disco brillante con más interés--, cuando para ir al ensayo abandonamos el pabellón de mayores en dirección a la iglesia.

Al llegar a la escalinata de piedra de acceso al templo por la puerta de la comunidad de monjas, la intensa luz pintaba de un blanco pulido las dos caras que nos recibían en lo alto de la gradería: sor Josefa la Chica, encargada del coro, nos esperaba en el descanso de la pronunciada escalera, mirando con descaro al satélite aprovechando la altura de aquella atalaya; maravillada, proclamando ininterrumpidas alabanzas hacia el creador de aquel fenómeno que nos iluminaba como si fuera de día: Pues grande sólo es Dios; y al que ahora, habían llegado los hombres, a los que refería, quizás, en la letra de la canción de misa que canturreaba. 

Dándonos el tono cogimos los primeros compases, sin música, sentados en los escalones: Cuando contemplo el cielo / obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado / ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? / el ser humano, para darle poder..., y a cuyos sones no dejaba de reír aquella otra cara de cera, plagada de surcos --como ríos de luna-- de la abuela Rafaela que sentaba su vejez de muchos años como madre de crianza de niños cuneros, ajena a tan importante acontecimiento, a la vera de la misma puerta en una silla baja de anea, disfrutando oír cantar a sus niños.

Para la abuela Rafaela las noches de verano era su momento de conexión con el mundo exterior. Su único mundo conocido. Toda una vida entre las cuatro paredes del pabellón de la Casa Cuna donde se criaban los bebés y niños pequeñitos del orfanato. A ellos se dedicó en cuerpo y alma desde sus inicios, muy joven, como ama de cría; sin dar tregua al cansancio, al sueño, al agotamiento de noches en vela en lucha contra la enfermedad, la fiebre, el malestar infantil..., aliviando, en lo posible, con su cariño y delicado trato -- A la nanita nana / nanita ¡ea! / mi niño tiene sueño / bendito sea...--, las terribles consecuencias de las virulentas infecciones víricas de fácil contagio en colectivo tan frágil y desprotegido, expuestos continuamente a los estragos de enfermedades como la poliomielitis, viruela, tuberculosis..., en una época con un índice notable de mortalidad infantil que se prolongó hasta los últimos años de posguerra, donde ya se dispuso de los socorridos antibióticos y de las benditas vacunas. 

Aquellos, a los que había velado sus sueños sin cansarse; a los que en la desazón de sus sollozos había apretado contra su cuerpo para darles tranquilidad y seguridad; a los que en infinidad de ocasiones había calmado sus llantos arrancándoles una sonrisa; a esos otros a los que a su pesar no logró borrar su tristeza, o a los que no consiguió que con su compañía se sintieran menos solos..., y que tan injustamente se fueron para siempre o sufrieron graves secuelas como las de no poder caminar de por vida, apenaron para siempre el corazón de la abuela Rafaela.

Pero siempre se sobrepuso. Había tanta necesidad de afecto en materia tan delicada que esta grave carencia no le daba ocasión a que en su corazón anidara la pena; sino, al contrario, aflorara la esperanza de sacar adelante la crianza de sus niños, aunque siempre al final de la crianza otra vez el desgarro cuando sus tesoros pasaban de la Casa Cuna al pabellón del Destete, sin que tampoco se diera oportunidad a la tristeza pues otros bracitos le esperaban reclamando su atención. Todos eran sus hijos, queriendo abrazarlos a la vez, sufriendo por no poder atenderlos en la inmediatez de sus reclamos. Eran tantos. Los reconocía en sus gimoteos, en sus gemidos, en sus lloriqueos... y como no en sus risas. 

No había renunciado a tener hijos, sino al contrario quiso tener más que nadie, por hornadas, sin dar ocasión al desaliento, contribuyendo a proyectos de vida conformando materia tan delicada: la humana. No extrañó los suyos propios pues nos consideró siempre como si en realidad hubiéramos salido de sus entrañas. Era tanto su cariño que, al parecer, había dado sus apellidos a varios bebes sin padres reconocidos. Su calidad humana hizo que los regidores del centro, comprobada la importancia de su labor en la mejora de la salud afectiva de los chiquillos, la hicieran empleada fija de la Casa Cuna, y referente del trato amable y paciente para las otras amas de cría, cuidando del orden entre ellas. Nunca se marchó. Muchos años de dura pero congratulante siembra que había dado su cosecha: el cariño y reconocimiento de sus niños cuando se hacían algo más mayores.

Ahora con más de ochenta años se resguardaba durante el día dentro del edificio, de la cegadora luz del sol sureño, protegiendo así sus delicados ojos, rojos, muy irritados por tantas horas de vigilia robadas al sueño; esperando que llegara la noche para, con su andar lento y torpe al que le había sometido la mala circulación sanguínea de las piernas, después de toda una vida sin tregua al descanso; arrastrar una silla de anea tan pequeña como su encogido cuerpo y salir a tientas, agradecida y sonriente, a la puerta del pabellón a disfrutar de una refrescante y apacible noche en el ecuador del verano. Allí se quedaba quieta, expectante, como una mancha negra sobre el fondo ocre de ladrillo de la fachada, con sus lentes oscuras para que ningún atisbo de luz le hiriera los delicados y velados ojos, agudizando los únicos sentidos que habían resistido algo las enfermedades y el paso del tiempo.

Le gustaba arraigarse en el sitio, marcar mentalmente los límites de lo que siempre había sido su hogar, y para ello se servía de los reconocibles sonidos de esas noches de estío: de fondo el impresionante y profundo silencio que gravitaba en el ambiente envolviéndola, desde el que podía oír nitidamente el chirriar de los grillos entre los matojos, y a lo lejos en las albercas el croar de las ranas; también, y más cerca, el susurro que la brisa nocturna producía, conforme avanzaba la noche, al agitar suavemente las hojas de las moreras esparcidas por todo el recinto, llevándole a su ánimo paz y tranquilidad; también sosiego al mezclarse el susurro del aire con el continuo murmullo del fluir del agua de los surtidores del estanque que presidía los jardines de la entrada, enfrente; de vez en cuando el silencio era inoportunamente roto por un ruido de afuera de su mundo: el del motor de una moto, amortiguado su repiqueteo mecánico por la lejanía de la carretera en dirección a la costa, y que se iba diluyendo en la medida en que se alejaba en la distancia, imaginando, quizás, un fugitivo huyendo apresuradamente de sus fantasmas, como ahora ella de los suyos... o ¿quién sabe? quizás todo lo contrario: atrayéndolos con sus recuerdos.

Pero el sonido que más le gustaba escuchar era el saludo de sus niños cuando casualmente nos encontrábamos con ella; y en esta oportunidad los cantores del coro teníamos más probabilidad de hacerlo que los demás niños cuando, renunciando a regañadientes del recreo de la noche, los sábados nos requerían para los ensayos de la misa del domingo. Aprovechando los minutos previos al ensayo nos arremolinábamos sentados o agachados alrededor de ella: ¡Hola! abuela Rafaela..., y enseguida nos echaba los brazos sin parar de sonreír, regalándonos cariño a raudales, complaciéndonos en los elogios que nadie nos decía. Quizás la necesitáramos nosotros más a ella, que al contrario. Necesitábamos como el respirar sentirnos queridos por alguien al que identificábamos como ese familiar próximo al que se quiere. Todos la adoptamos como si realmente fuera nuestra abuela, incluso los que --como fue mi caso-- no tuvimos que pasar por el pabellón de la Casa Cuna. Era igual. Era nuestra abuela.

Y a la par para ella todos éramos sus hijos cuneros; los que aquella noche en corro cercando la silla baja le hablábamos sin parar, queriendo que nos oyera a todos a la vez; aunque ahora, con evidente pérdida de audición en ambos oídos, le costaba escucharnos: ¡Abuela!, ¡¡¡hemos llegado a la luna!!!” , le dijo uno de nosotros levantando la voz, a lo que respondió: ¡Ah, sí!, sí, a ti te tuve en la cuna…, percibiéndonos como sombras en la poca visión que ya poseía, tocándonos la cara para asegurarse de nuestra presencia con esas manos agarrotadas por la artrosis, ya torpes: Y a ti también te tuve…, y a ti…; las mismas que aún en la enfermedad pretendía que todavía nos fueran útiles, ofreciéndose en algunas labores menores en la cocina, como la de pelar patatas. Bueno, más que pelar patatas, la abuela Rafaela hacía dodecaedros --¡qué gracia!--, vamos que con la piel se quedaba la mayor parte de la carne del tubérculo; ante la exasperación de sor Dolores la Mayor, encargada de las comidas, que le amenazaba con desterrarla definitivamente de los dominios de sus fogones, a lo que ella respondía con una aparatosa risa de dentadura postiza: Mañana será otro día.

Día tras día, aquellos que duró el acontecimiento que cambiaría el curso de los viajes espaciales, como si no hubiese otra noticia en el orbe, se rigieron por las informaciones que nos llegaban del otro lado del Atlántico, en los Estados Unidos de Norteamérica, desde donde técnicos y científicos americanos, tras los primeros momentos de euforia y celebración, seguían segundo a segundo la evolución de los movimientos de los dos astronautas en sus misiones de reconocimiento del territorio; con imágenes, a ratos, recorriendo la superficie lunar; como, en otros instantes de la retransmisión, recogiendo rocas y minerales que, después, al final de la corta misión --apenas dos horas-- traerían consigo a la tierra. Desde allí se emitía a todas las televisiones del mundo: Buenos... días... España... desde... esta... Base... de... Seguimiento..., en... Houston..., Texas... les habla... Jesús Hermida...

Ahora las imágenes emitidas, que ilustraban la pantalla del televisor, eran de mejor resolución que el primer día, pues se apreciaban mejor los detalles del paisaje lunar en el entorno del módulo, y de la vestimenta de sus exploradores que les había permitido salir sin riesgo de él: los del instrumental de control en los aparatosos trajes hinchables; los de la voluminosa mochila con los tubos para el oxigeno; o los del casco cuyo cristal hacía de espejo de otras imágenes que no se veían: las del compañero que le grababa junto al módulo lunar y la bandera muy pequeñita, al fondo, quieta, hincada sobre una superficie brillante en donde habían quedado perfectamente impresas las huellas del calzado de los astronautas al caminar a saltos, dificultados los pasos por la débil gravedad del satélite. 

Lo que más impresionaba es que el horizonte era una línea que parecía cercana, y detrás sorprendía un abismo de intensa negrura por el que, daba la impresión, podían precipitarse en cualquier momento; oscuridad que aún acentuaba más nuestro viejo aparato de televisión en blanco y negro: Siguiendo... el plan ...previsto... por... la NASA... el módulo... lunar... Eagle... ha... alunizado... al... sur... del... mar... de... la Tranquilidad... que... es... la zona... que... observan... en... las imágenes... de... sus... pantallas..., continuaba su crónica el corresponsal de televisión española con su peculiar y enigmática narración de los hechos de aquella gesta.

La epopeya retransmitida absorbía nuestra atención en las horas de los telediarios que nos dispensaba de la siesta y del principio del sueño de la noche, desconectando mentalmente, por unas horas, de nuestra normalizada cotidianidad. Ver la llegada del hombre a la luna que estaba tan lejos era un prodigio inimaginable unos años atrás; además el asombro de la cercanía en la visualización, como si aquello estuviera sucediendo en el patio del orfanato, a un tiro de piedra, nos hacia alucinar..., ¡no acabábamos de creerlo! 

Casi podíamos tocar aquella resplandeciente superficie de la luna, que Jesús Hermida ahora nos ilustraba repetidamente con sus nombres científicos. Supimos entonces que había una cara oculta que era más montañosa y escarpada, motivo por el que los ingenieros directores del proyecto habían descartado para el alunizaje, en favor de la otra cara, la que siempre se observa del astro, por abundar en su superficie extensas zonas llanas, a las que dieron nombres de mares: el de la Serenidad, el de las Lluvias...; aunque a nosotros el que mas nos interesaba ahora era el de la Tranquilidad. 

Con el cielo estrellado, mirando fijamente hacia el astro, seguíamos frustrados en la imposibilidad de localizarlo en la enorme distancia: Allí hay ahora mismo dos personas; qué fuerte. Por toda respuesta: un disco brillante salpicado de manchas que acababa de perder su virginidad:  la aureola romántica que cantaran los poetas --"Por eso luna / ¡luna dormida! / vas protestando / seca de brisas..."--, o la otra mágica de las canciones infantiles –"Quisiera ser tan alto / como la luna / ¡ay!, ¡ay! / como la luna / como la lunaaaaaa..."--; en donde, aparentemente, nada se movía, y cuya luminosidad desaparecía al llegar el día: Mañana será otro día, le había dicho otra vez la abuela Rafaela a sor Dolores la mayor en cuanto percibió que ésta le torcía el gesto.

Y al día le sucedía la noche. Una más como aquella en la que, ajena por completo a proeza tan importante para la humanidad, había salido a sentarse a la puerta, a tomar el fresco, serena, con su cuidado moño plateado, su tez pálida, su figura pequeñita, encorvada; con unos ojos rojizos muy abiertos, curiosamente sin sus lentes oscuras como otras veces, buscándonos acertadamente con los brazos, como si en el resplandor de la extraña luz, que no hubiera conocido hasta entonces, pudiera captar nuestras siluetas. No era una noche más. ¿Qué extraño placer no mundano, le invadía? Lo que emanaba de su expresión de cara era puro misticismo pues ya en la explanada nos miraba como sobrevolando por encima de todo su mundo que le anclaba a la silla. A partir de entonces la buscaba y la deseaba.

Aún pervivía en la necesidad del trance que, desde aquella noche, le seguía provocando un inmenso estado de bienestar, cuando al poco tiempo ya se le hizo del todo imposible caminar; ni siquiera un andar lento y torpe. Fue cuando la ingresaron en una residencia de ancianos que se ubicaba muy cerca del orfanato; circunstancia de proximidad que propició --para alegría de la abuela Rafaela-- que, aunque fuera en ocasiones muy esporádicas, pudiéramos verla, cuando los chicos componentes del coro íbamos a cantar los tiempos de la misa en la festividad de la Milagrosa, patrona de la residencia de ancianos: ¡Hola!, abuela..., y ella como tantas otras veces nos echaba los brazos felicitándonos ahora por alegrarle con nuestras canciones: Gracias, habéis cantado como los ángeles..., y su rutinaria soledad de final de una vida, de la que acusaba ya el cansancio, y que ahora transcurría postrada en una silla de ruedas. 

Una grave gangrena –causa que motivó la amputación de ambas piernas-- remató tantas vigilias sin descanso y tantas noches en vela. Aún así su ánimo siguió alegre, agradecida a todos los que la cuidaban…, serena como si ya estuviera levitando hacia aquel halo de luz que le obsesionaba. No tardó mucho en ir definitivamente en busca de aquella luminosidad que le llamaba, quizás como fondo de túnel en el que al final reconociera las caras de los inocentes que se fueron; como angelitos.

Esa misma luz que la noche del encuentro con sus niños --cuando ya el módulo de mando Columbia con los tres astronautas a bordo había amerizado en el océano Pacífico de vuelta a la Tierra-- se reflejara refulgente en su cara, adquiriendo ésta una suave y arrugada palidez, en actitud alegre, regalándonos cariño con generosidad, profundamente feliz, infundiéndonos a todos los que la rodeábamos, en momentos tan trascendentes para la historia de la humanidad, más confianza que esos grandes exploradores del espacio que tras algunos días de cuarentena serían ensalzados como héroes en todo el mundo. Al contrario que ella: allí, sin fanfarria, modesta, pidiendo perdón por tanta dicha; antihéroe por antonomasia sin embargo había llegado más lejos: había viajado al fondo de nuestros corazones, descubriendo lo hondo de la materia humana: su fundamento. Los otros, viajeros de enormes distancias a velocidades astronómicas --moradores ya del Olimpo Moderno-- sólo habían llegado a la superficie de otra materia menos importante por inerte, que no latía; ni un atisbo de vida: sólo una magnífica desolación.


FranciscoMolinaGómez
(La abuela Rafaela pertenece ya a ese innumerable grupo de héroes anónimos, cuyas hazañas no refieren los libros, ni son portada de los periódicos, ni abren las informaciones de las televisiones del mundo... ni siquiera una mera mención en la memoria colectiva –sirva esta entrada en el blog para ello--; como si no existiesen o no hubiesen existido. A ese batallón humano en las sombras, antihéroes por naturaleza: Perdón por tanta desmemoria)























3 comentarios:

  1. Estoy intentando contactar para una cuestión relativa a la Academia Isidorian de Granada pero no sé cómo.

    Mi email es ignacio.molina@uam.es

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