martes, 2 de enero de 2018

LOS DESHEREDADOS DE AHÍ ABAJO












"¿Saben lo que me hacía feliz en el tiempo de clase con sor Gloria? Pues que cada mañana volaban sobre el Orfelinato los avioncitos llamados vulgarmente “cazas”, con base en el campo de Armilla, a unos quinientos o mil metros del colegio (...) Su ruido estruendoso detenía por un momento la actividad escolar para llenarnos de algo que venía de los aires. Aunque el constante pasar y volar sobre nosotros nos desbordaba la imaginación hasta creer que quien pilotaba el avioncito dichoso era yo u otro de los compañeros, huyendo del presente tal vez angustioso de la escuela, para transportarnos a otro mundo...; y creo que es el único ruido que menos me desagrada: el de los aviones (...) Un día vimos estrellarse un “caza” pequeño cerca del lavadero quedando enramado entre los altos eucaliptos que rodeaban el colegio... ignoro si hubo muertos.”
( Extraído del libro: En aquel tiempo –1950/1963--, y en este lugar --el de la foto--..., del acogido en el orfanato de Armilla en Granada: Manuel Jiménez Estévez)










El ruido del motor reverberaba en el ámbito aséptico de la escuela. Desde el aire los pilotos de la avioneta-caza de la guerra civil que atravesaba con ronco sonido el recinto del orfanato— observaban sin mucho interés, como una imagen más de la rutinaria ruta en los ejercicios de adiestramiento aéreo, los tejados en sucesión de alargados pabellones entre patios, cercado todo por continuas tapias, en una decidida disposición como de establecimiento militar; que no les era ajena.

Descuidadamente, como acto involuntario, miraban hacia abajo descubriendo algunos puntos negros que se movían de manera desordenada entre los edificios, acordándose de sus hijos, tan diferentes de aquellos huérfanos que ahora salían en bandada por la pequeña puerta de uno de los pabellones, colmatando de manera caótica el patio anejo. Se autocomplacían en su suerte: la de oficiales de aviación; un trabajo profesional, bien remunerado --y mejor considerado socialmente en un país sujeto a una dictadura militar-- que les permitía una vida holgada y una familia estupenda, en un hogar digno con unos hijos más libres; no como los desafortunados de ahí abajo que correteaban atrapados entre los muros de cal, vigilados por la monja que desde el aire se distinguía perfectamente por las alas blancas de la toca que lucía en la cabeza, exculpando --como mandos de personas también-- al sacrificio de su vocación religiosa, la abnegada y ardua labor de vigilancia, sin reparar en la diferencia de tropa: Anda que la tarea de las pobres hermanas, para controlar a tanto niño…, ellos se les ve de acá para allá…, no paran; mientras, saliendo de aquel ámbito traspasadas las tapias, atravesaban el barrio de Corea para girar cerca del campo del cuartel de aviación de los Llanos; una vuelta más, en el sobrevuelo constante durante la mañana, del continuo aprendizaje para el manejo de aquella pieza de museo con sonido bronco de motor de mecánica antigua.

En el patio de juegos, tumbados de espaldas sobre el pedregoso terreno, Alifa, Pepito Gordo, Soto y otros huérfanos, codo con codo y apercibidos de la amenaza por alto de sus cabezas, formando cuadrilla antiaérea emulando a Johnny Comando, Gorila, Bolita y demás soldados americanos en viñeta de tebeo de Hazañas Bélicas— les alcanzaban de pleno al avión con la imaginaria munición que disparaban los alargados palos de madera --como ametralladoras antiaéreas--, con los que apuntaban insistentemente al viejo caza durante su peligroso recorrido: “Rá tá tá tá… rá tá tá tá… rá tá tá tá...”, sobrevolando sobre sus extendidos cuerpos, en inminente ataque a sus posiciones defensivas; descargando el aparato, por toda respuesta a la rúbrica de un imaginario espeso reguero de humo negro que le habían inferido y que todos imaginaban se proyectaba por la panza de la avioneta militar--un ensordecedor ruido de motor de vieja avioneta de guerra, tan escandaloso por unos instantes, que les zahería los oídos, los que aliviaron cuando el estridente sonido se fue diluyendo en la distancia del vasto espacio azul de la mañana, en la medida que el biplano de único motor de hélice se alejaba: ¡Huye!, ¡hurra!, ¡hurra!..., le hemos dado, pasando ahora por encima de las chabolas que había por detrás de las tapias, plagadas de chaveas sucios y semidesnudos los “coreanos” cómo les llamaban-- que deambulaban libremente por la única calle terrosa, por entre el saneamiento descubierto de las aguas fecales: Esos no son huérfanos, pero viven más miserablemente, apuntaba el joven teniente al tiempo que la avioneta dejando atrás las infraviviendas y la pequeña caseta de la parada del tranvía, se perdía por la espaciosa llanura que se extendía a los pies de la ciudad, la que se visualizaba desde el aparato abigarrada, eclosionando en magnífica fortaleza en su colina más alta.

Para los niños desheredados de ambos lados de las tapias aquel familiar ruido formaba ya parte de la banda sonora de sus vidas. Se había impreso en sus cerebros de tal suerte que no concebían el tiempo de su corta existencia sin las pautas diarias del zumbido lejano que, al principio, se iba acrecentando conforme se acercaba a ellos hasta hacerse ensordecedor al cruzar la aeronave encima mismo de sus cabezas para, luego, ir amortiguándose a medida que se alejaba hasta convertirse en un susurro en la lejanía, pero sin dejar de apagarse del todo. Sabían que seguiría allí toda la mañana sobrevolándoles.

El registro sonoro de aquel ruido, quedó presente de por vida en los recuerdos de infancia de Alifa, Pepito Gordo, Soto y del resto de compañeros de orfanato, de un lado, y de los niños gitanos, en especial del gitano Medrano y de su madre, del otro. Ruido que entraba impertinente, sin poderse evitar, por las ventanas de la escuela y las puertas abiertas de las chabolas...; superponiéndose a la baraúnda de todos los días de los chiquillos, aunque en realidad sin conseguir anular sus gritos en las alegrías, sus agudas voces en los cánticos, sus particulares ecos en los juegos, sus quejidos en los llantos, sus singulares resonancias de sus complicadas vidas… sus miedos... el del gitano Medrano contagiado por el de su madre cada vez que la avioneta le sobrevolaba, no en vano ésta había perdido una pierna durante un bombardeo en la guerra civil.

Los dos pilotos ajenos a la congoja de todos aquellos desheredados --oculta a la vista tras los gruesos muros de ladrillo y las enlatadas cubiertas--, se paseaban en alto ufanos participando del aparente buen funcionamiento de la máquina, y también de la institución pública de beneficencia allá abajo, paradigma del orden que imperaba en el país a cuya defensa contribuían entrenándose en el aire todas las mañanas: Ahora están todos en clase; que gran labor de las hermanas, haciendo hombres de provecho, para gloria de esta nación... al contrario de aquellos otros, como salvajes sin escolarizar... holgazaneando en la calle, alabando aquella escuela rígida y disciplinaria pero con sus hijos a salvo de la sinrazón de la letra con sangre entra, del temor en la mirada con las manos extendidas, del dolor del chasquido en la carne, del moratón en la piel, del sentimiento de culpabilidad, del grito enmudecido por el dolor y de la lágrima contenida.

En el exitoso ataque, Alifa, Pepito Gordo, y Soto convinieron con gran alegría que aquel día, por fin, el antiguo caza de guerra que siempre les amenazaba, herido por la metralla, caería irremediablemente cerca del lavadero donde los altos eucaliptos, sobre el barrio de Corea en el cierre norte del Orfanato, allende las tapias que articulaban, con su prolongado trazado de muro blanco la única calle, sin nombre, que desmañadamente alineaba una agrupación de infraviviendas habitadas por gente muy pobre sobreviviendo inmersas en la miseria al amparo de la muralla encalada. Eran en su mayoría de raza desconocida, no gitanos como se decía sino, posiblemente, coreanos cómo los del último comic de hazañas bélicas que habían leído, --pensaban los tres huérfanos durante aquella batida--, al tiempo que una tropa de chaveas sucios, de sospechosos y escamados ojos rasgados que les seguían, correteando su semidesnudez envuelta en desagradable olor al que, inevitablemente, sus tiernas pituitarias se habían acostumbrado, ahora les retaban en la pelea cuando los internos la atravesaron en formación de fila de dos, comandada por la monja de toca alada, en uno de aquellos infantiles paseos dominicales, que en realidad encubría una dificultosa misión secreta –peligrosa incursión en territorio enemigo- que se les había encomendado a los tres, agrupados en comando de combate y cuya acción desconocían el resto de huérfanos e incluso la generala de gorro raro: liberar a sus compañeros del peligro amarillo, aunque aquellos enemigos tuvieran la piel oscura.

Ellos sólo recibían órdenes del mayor Mortimer; órdenes en clave que hallaban en las leyendas de los cómics con escenas de guerra en Indochina, que les incitaba a la lucha. Y a buen seguro que se hubiesen enzarzado en la pelea de no ser por la súbita “aparición”, cuando enfrentaron la rústica fachada con sólo dos huecos: una destartalada ventana cuyos ciegos postigos cerraban los misterios del interior a cal y canto, y una descuadrada puerta por donde salió, comenzando a avanzar hacia ellos, arrastrando torpemente la única pierna visible --pues la otra sólo era un muñón-- amenazando con las muletas, como arietes, defender su territorio y a los chaveas gitanos de la calle que comandados por su hijo Medrano le seguían detrás: ¡Cuidado!, ya está otra vez la bruja..., advirtieron los tres a fin de evitar que les hiciesen prisioneros, en actitud beligerante, girados hacia ellos, protegiendo el final de la formación de la fila de dos.

Una vuelta más. Después de tantas jornadas de vuelo, los pilotos habían impreso en sus mentes el recorrido: la base aérea; los llanos que era terreno militar, en donde, desperdigadas como pequeñitas cajitas— visualizaban las viviendas unifamiliares de algunos mandos del acuartelamiento: Pasa por encima de la casa del coronel --le indicaba el capitán instructor al joven teniente-- y después gira antes del comienzo de los terrenos escarpados, donde acaban las huertas; franqueando tranquilos en la confianza de la técnica y de su pericia los campos de frutales bañados por el templado sol mañanero, y en cuestión de minutos estaban otra vez sobrevolando el patio, ahora casi vacío, en vuelo tan bajo que el artefacto volador proyectaba nítidamente sobre la tierra su alargada sombra con hechuras de enorme insecto, tan bajo que el estruendo habitual sonó como trueno muy cercano que hizo vibrar de forma ostensible los cristales de las clases con gran sobresalto de los internos escolares... después un insólito ruido fuerte y seco... y a renglón seguido el silencio más absoluto.

Un extraño silencio muy prolongado cubrió todo aquel ámbito. ¡Qué raro!... se miraban estupefactos los pocos chicos mayores que habitaban el patio a esas horas; sobresaltados, sin esconder cierta inquietud en sus miradas por la extrañeza de señal tan estruendosa, que presentían que algo muy pesado había impactado contra los árboles cerca de allí... quizás fuera la avioneta que unos segundos antes les sobrevolaba tan bajo... sólo lo presumían. Muy cerca el gitano Medrano enfrente de su casa, de pie, rígido por el susto, paralizado de cuerpo entero, casi sin respirar mientras su corazón le latía aceleradamente observaba estupefacto la mole de acero que colgaba de las ramas de los árboles, por entre las que se colaba un humo gris que salía del aparato, ocultando en parte la espesura de las hojas de los eucaliptos.

Nunca supo cuanto tiempo permaneció inmovilizado por el terror observando ¿aquello? Para cuando quiso darse cuenta de que estaba vivo ya era consciente del apretado abrazo que le unía a su madre, la que permanecía temblando, como ausente, erguida en el ámbito semioscuro del interior de la viviendasólo mantenida en pie gracias al auxilio de unas adelantadas muletas que parecían pegadas a su cuerpo como alas de madera abatidas; dos miembros extraños que le brotaban de las axilas a las que las unían unas desgastadas y mugrientas almohadillas de telay a las que también se aferraban, como tenazas, las manos de su hijo... ambos rezando... ambos esperando una señal... no sabían muy bien qué... quizás el desplome del enorme artefacto sobre la frágil casa... al final, al cabo de un corto tiempo que les pareció eterno, sólo el punzante sonido de las sirenas de emergencia.

En el rezo de noche en formación de filas en el sótano del orfanato la monja hacía repaso --como todas las noches-- de las faltas en que hubieran incurrido los internos durante el día, ahondando en aquellas graves a las que llamaban pecados, avisando de sus terribles consecuencias si éstos les sorprendían en un renuncio de la vida, como pudo pasar a los pilotos que se habían estrellado cerca del lavadero, pensaban algunos chicos durante el rezo, sin saber si habían sobrevivido al accidente. En caso de haber muerto, a saber si estaban o no en gracia de Dios..., pero de haber sobrevivido que duda cabe que se les habían dado una nueva oportunidad... no siempre sucede así con tiempo para ponerte a bien con Dios... cavilaban los muchachos siguiendo el hilo del sermón de la monja, mientras todos a coro entonaban el rezo... ese mismo rezo que a menudo les acababa infligiendo en sus ánimos el desasosiego, la inquietud, el temor que siempre se apoderaba de ellos a esas oscuras horas cuando se iban a dormir: Yo he de morir más no sé cuándo / yo he de morir más no sé cómo / yo he de morir más no sé dónde / lo único que sé es que si muero en pecado mortal me condenaré para siempre. Una vez en la cama Alifa, Pepe Gordo, Soto y otros entraron en pánico por si no despertaban, a sabiendas de que sus conciencias no estaban limpias. No pudieron conciliar el sueño, pues habían deseado de "pensamiento e intención" el derribo de la avioneta y ahora ya no había tiempo para confesarse, revolviéndose en la cama de un lado a otro hasta bien entrada la madrugada. 

El gitano Medrano tuvo pesadillas arrebujado en el camastro contra el cuerpo de su madre que continuaba con un leve temblor. Cuando despertaron, todos se alegraron enormemente de la oportunidad que les concedía la luz del día.

Ese mismo día los desheredados de ahí abajo oyeron de nuevo, a primeras horas de la mañana, el acostumbrado ruido en el aire que provenía de otro caza que les sobrevolaba, como era habitual. La vida proseguía, pese a todo.




FranciscoMolinaGómez
(Ahora mientras escribo compruebo que lo que ha registrado la banda sonora de mi vida  no son simplemente sonidos, sino que, asociados a ellos, hay un universo de sensaciones: de fantasías en pos de lo posible, aunque en realidad no lo fuera; de desbordada imaginación idealizando los sueños; de deseos optimistas avezando en la doliente vigilia, un porvenir mejor; de viajes fuera de la realidad, en continuas alucinaciones, al reino del ensueño... todo ello sobrevolando todavía los recuerdos; pues como ya dijo el poeta: "Es en el plano del ensueño, y no en el plano de los hechos, donde la infancia sigue en nosotros viva y poéticamente útil")