jueves, 6 de abril de 2017

DE LA MILI (III): SALIDAS DE PASEO










Así luzco en mi primer intento de salida de paseo, perfectamente pelado y uniformado a excepción de un detalle: me dieron una camisa de traje de paseo sin trabillas en los hombros. Tuve que agenciarme un par de ellas para, en un segundo intento, conseguir mi primer pase de salida del campamento









El casco antiguo de Cádiz --la Tacita de Plata--, bullía animado de gente aquella mañana de julio de mi primer domingo militar de paseo que ahora, en temporada alta de vacaciones de verano, habían colonizado residentes y advenedizos; llenando aquel ámbito de reconocibles y agradables sonidos --que había empezado a olvidar-- y de colorido: calles, aceras, tabernas, cafés, restaurantes...; los mismos que a la tarde colmatarían terrazas, paseos, cines, discotecas... divirtiéndose como sólo saben hacerlo los del sur: sin esperar a mañana; puede ser demasiado tarde; como si al día siguiente se acabara el mundo. Y en verdad que se acababa. Esa era la sensación real que me atenazaba conforme iba gastando las horas en libertad y se acercaba el momento de regresar a tiempo al toque de retreta . Sentimiento agravado al final de aquel día por la impresión, aunque solo fuera mía, de que todo el mundo me había estado observando con conmiseración durante la excursión festiva en mi condición de uniformado, de recluido al que habían perdonado la vida por un día.

En el reflejo, cual espejo, de las lunas de cristal de las tiendecitas que se prodigaban por las estrechas calles --al tiempo que escrutaba el interior de sus escaparates, repletos de objetos-- descubrí aquel día al extraño en el que me habían convertido; del que hasta aquel momento no era consciente: vestido de quinto con ese eterna estampa que siempre había observado durante mi adolescencia en los militares de reemplazo paseándose por Granada, con un uniforme cuyo diseño había quedado anclado en épocas muy atrás. Sus reconocibles gestos de unos rostros, por lo general, de contenida resignación a la reclusión, a la obediencia ciega, a la abstinencia de todo tipo. La imagen de continuo deambular el enclaustrado deseo sexual por los solitarios jardines, como escondiéndose, atentos al disparo del piropo soez-cuartelero al paso de cualquier chica que se cruzaba. La misma viñeta exhibiendo por toda la ciudad --entonces un mar de dibujos y colores en las vestimentas-- unas ropas que remarcaban reclusión y aburrimiento. Me observaba extrañado en el reflejo del cristal creyendo que aquella imagen era la de otra persona. Me costó reconocerme fuera del ambiente del campamento durante aquellas primeras salidas que agotaron los fines de semana del mes de julio.

Cansado de que me uniformaran en los internamientos forzosos, como si fuera un número y no una persona, y llegado este momento de mi vida no estaba dispuesto a exhibirme más veces vestido de pistolo por la ciudad en los siguientes domingos pendientes de disfrutar de mi ocio en libertad. Vino en auxilio de tan venerable propósito el conocimiento de la existencia de una casita --a mitad de camino entre san Fernando y Cádiz capital-- donde por un módico precio cambiaba mi vestimenta: del apagado traje caqui a los vaqueros y camisas de colores.

El negocio lo regentaba una señora que por la edad podía ser la madre de cualquiera de los reclutas que la visitábamos: de estatura baja; siempre risueña; muy amable y simpática; con ese deje en el habla, mezcla de la conocida zalamería y chirigota de las gentes de Cádiz; exhibía en sus comentarios y ademanes, además de la gracia gaditana, la seguridad de que aquello si no era legal, según las ordenanzas militares, al menos su práctica era costumbre tolerada y ya afianzada en el tiempo de existencia del propio campamento; dándonos a entender que aquel medio de vida era de dominio público, y, por toda lógica, de la propia policía militar. Seguramente los sabuesos de cascos, polainas, y guantes blancos --distintivos con los que se identificaban los policías militares-- participaran económicamente de lo que era más que un medio de vida: un gran negocio.

Un negocio más de los que proliferaban en los entornos de los campamentos y cuarteles, con una clientela segura que se iba relevando con cada uno de los reemplazos de llamamiento a filas, y que a buen seguro generaban unos buenos ingresos, según inicial impresión de aquella actividad, a la vista de la aglomeración de reclutas que observé en mi primer día de trasgresor de las normas militares, ya en agosto, apelotonados en la entrada de la reconocible casita aislada en el paisaje que me habían indicado. Ni en los días libres estábamos a salvo de las colas que había que hacer siempre para cualquier cosa en el campamento.

El abono del servicio te daba derecho a guardar la ropa militar en una taquilla personal de la que conservabas la chapa numerada durante tu ausencia, a fin de que al recogerla no hubiera equívocos o posibles desapariciones de ésta. Posibilidad impensable y no deseable por sus funestas consecuencias. Era preferible que te robaran la cartera al uniforme. No viví ninguna de estas situaciones: la mercancía guardada estaba perfectamente vigilada, pues de lo contrario hubiera sido nefasto para el negocio. El peligro residía en otra situación adversa distinta, de la que no fui advertido al principio y de la que vine en conocimiento más tarde.

Me vestí con la ropa de paisano que guardaba en el petate, con la lógica prisa de desprenderme cuanto antes del uniforme, y la satisfacción de reconocerme en el instante retroactivo de mi ingreso en el centro de instrucción; ansioso por salir afuera con mi nueva indumentaria; pues cerca de allí --en corto viaje en autobús-- me esperaba un día de relajo reposando sobre la arena fina y dorada de  la playa de la Victoria, pegada literalmente al caso viejo de Cádiz, y que descubrí aquel domingo de agosto, mezclado entre la gente solazándose al sol, para despintar a los policías militares que intermitentemente hacían rondas de vigilancia; y así no descubrir mi condición de ilegal civil.

Cada domingo de agosto y principios de septiembre cumplí el mismo deseado ritual: un transformismo más mental que físico en la solitaria casita de blancos encalados a las afueras de san Fernando. Era en las primeras horas de esos días un hervidero de reclutas que entraban y salían, sin solución de continuidad. Lo que se repetía a última hora de la tarde cuando nos recogíamos para llegar a tiempo al campamento. Pero un día el momento del retorno fue el elegido por la policía militar para hacer una redada; y esa fecha no era casual como después comprobé.

Sucedió el domingo anterior a la jura de bandera. Regresaba de la playa confiado en la suerte de que cada vez estaba más próximo el final de los días de instrucción militar --aunque cualquier arresto siempre pendía sobre nuestras cabezas-- y que en un corto plazo de tiempo estaría fuera de allí. Lo estaba deseando. Retornaba tranquilo, como de costumbre, andando desde la parada en la que me dejó el autobús procedente de Cádiz; atravesando --a la par que otros colegas del campamento-- el descampado donde ya visualizaba al fondo la casita que se distinguía blanca azulada en sus encalados por el reflejo del sol ya poniente que caía casi apagándose hacia la línea del horizonte. Todo me resultaba familiar, aunque desde lejos se percibía algo extraño: raramente no se observaba movimiento alguno de reclutas ni de otras personas en la inmediaciones de la casa salvo el de una persona joven que corría hacia nosotros, y que al acercarse lo pude reconocer: era uno de los hijos de la señora. Nos gritaba haciendo aspavientos con las manos mientras se acercaba a nosotros, jadeando, casi sin aliento, advirtiéndonos de algo: ¡Atrás!, ¡atrás!... ¡cuidado no os acerquéis a la casa!... ¡hay redada! Lo que hicimos escondiéndonos en los matorrales del descampado hasta el momento de ver marchar el jeep militar gris con el rótulo en grandes letras blancas: PM, y que visualizamos a rebosar de reclutas vestidos de paisano, cogidos in fraganti; siendo conducidos por la policía militar con destino hacia dependencias policiales.

Apostada la policía en el lugar, en la fachada opuesta a la de acceso a la casa, donde se habían emboscado, fueron sorprendiendo a los que iban llegando hasta que el vehículo militar estuvo lleno y acabó la operación jaula. Objetivo logrado. Posiblemente fuera aquel el cupo de arrestados por infringir las ordenanzas militares de uniformidad correspondiente al reemplazo de reclutas del llamamiento del mes de julio de mil novecientos setenta y cinco.

Me salvé como vulgarmente se dice : por los pelos, de un seguro arresto o de algo peor: la repetición del período de instrucción con el consiguiente aplazamiento de tres meses de la jura de bandera que ponía fin a aquellos días, y que ya estaba muy próxima.



FranciscoMolinaGómez
(continuará)