miércoles, 1 de febrero de 2017

DE LA MILI (II): LOS PRIMEROS DÍAS










Tardes de descanso, después de las clases teóricas compartiendo con los recién conocidos compañeros las primeras impresiones de todo aquello que nos era tan nuevo, tan raro; intentando asimilarlo con un buen trago de cerveza y alguna tapa enlatada de conserva en uno de los reservados que se prodigaban en el bosque de eucaliptos y pinos, dejando que el día se fuera apagando entre amigables conversaciones hasta la hora de la cena. De izquierda a derecha: el autor del blog, un catalán del que no recuerdo el nombre, y Juan el T´ópolla




En la formación del primer día frente a la compañía, aún cuando la vaga luz de la amanecida difuminaba las edificaciones del entorno, me congratulé por la suerte de lo que veía enfrente y a mi alrededor: me habían destinado a uno de los edificios de nueva construcción: recio, con cerramiento de ladrillo visto y cubierta plana, que contrastaba visiblemente con las antiguas naves-barracones de delgados muros, degradados revocos de un color claro turbio y cubierta a dos aguas de placas de fibrocemento, que recogían mayoritariamente la población del resto de compañías. Además el moderno edificio asignado proyectaba visualmente los huecos de las ventanas sobre un agradecido bosque de eucaliptos que bordeaban la marisma gaditana en cuyas aguas --como si de un espejo se tratara-- se miraba el sol a la caída de la tarde, dibujando un ocaso de intensos colores desde el amarillo chillón al violeta e incendiando de misteriosa luz el horizonte del otro lado --el de la libertad-- del que nos separaba una alambrada de puntiagudas púas de acero que quedaban perfectamente delineadas en la claridad del fondo.

Aquél hábitat de vegetación y agua lo agradecimos sobremanera más adelante: en las deseadas jornadas de descanso que regía en todo el campamento --a media tarde-- después de las clases de teórica, disfrutando gran número de reclutas de una cerveza y un sabroso bocadillo de los que vendían en la cantina, contemplando maravillados las puestas de sol, sentados en grupos diseminadas a la sombra de los eucaliptos que esparcían por todo el ámbito ese olor terapéutico característico, agradeciendo la brisa que provenía de los humedales. A veces el generoso viento nos regalaba, aparte del frescor, inoportunos intrusos: unos molestos mosquitos, como aviones. Era el único espectáculo que se nos ofrecía en aquel espacio cerrado.

Durante unos días vagamos de paisano por todo el recinto, esperando a los rezagados de otros sitios del territorio nacional, cuya demora nos concedía un pequeño respiro que algunos avispados veteranos aprovechaban para hacer caja. Distribuidos en varios puntos del campamento se publicitaban como expertos peluqueros dispuestos a salvarnos del arresto en la primera revista de tropa, si accedíamos a su virtuoso corte de pelo. Dicho virtuosismo llevaba aparejado un artístico resultado: un extraño dibujo en puzle de líneas que se entrecruzaban distribuido por todo el cráneo, que ahora hubiera hecho las delicias de los modernos. Lo más sorprendente era que esos dibujos a base de trasquilones de la cabellera, reducida ahora a su mínima presencia, lo realizaban en un tiempo récord y con sólo una modesta maquinilla manual como único instrumento. La única pega, aparte del intrusismo profesional, era que aquellos antiquísimos artefactos, heredados de otros veteranos ya licenciados, fallaban más que las carabinas de tiro de las casetas de feria. Se auxiliaban para su labor de un paño que hacía tiempo no había visto el detergente y una vieja silla. Cuando me tocó mí y me vi aquella ignominia grabada en mi cráneo, eché de menos al viejo y gruñón barbero del orfanato que en el pelado a rape conseguía un corte parejo en toda la mollera, aunque nos atizara continuamente con la propia maquinilla en la cocorota, cada vez que movíamos la cabeza.

Muchos a la vista del artístico resultado acabaron afeitándose la testa. Una obra de arte en uno de ellos que era de mi compañía, y que en la formación provocó tal admiración del compañero que le antecedía, el que girándose para contemplar de frente aquella magnífica protuberancia lisa que asemejaba las formas redondeadas de un glande, con tal parecido que no pudo reprimirse, le espetó en alta voz, para que el resto nos apercibiéramos, glosando en andaluz y en tres palabras tal maravilla: ¡¡¡H´ío éreh t´ópolla!!!, y así entre las risas de los demás quedó irremediablemente bautizado. A partir de entonces era el T´ópolla, por más señas granadino de nacimiento --como el que le rebautizó-- pero residente en Barcelona. Fue uno de los reclutas con el que mantuve bastante confianza, quizás compadecido hacia él por cierto aire de desvalimiento que mostraba, hasta tal punto que fui su confidente de una extravagante experiencia íntima: una noche en su litera, no pudiendo aguantar más la abstinencia sexual, sintió la perentoria necesidad de masturbarse, eyaculando en el interior de un sobre de carta: Para no manchar --me dijo--; el que después cerró con una nota dentro y lo envío por correo a la casa de su novia en Barcelona. Para muchos el prolongado encierro empezaba a ser preocupante.

La incesante actividad de las hormonas en ebullición de tanto cuerpo joven era motivo de preocupación de los mandos militares. Otra de las leyendas de la mili: ¿quién no había oído hablar del famoso bromuro que le echaban en el café que ingeríamos en el desayuno, para que se nos bajara la libido durante todo el día? No sabíamos si era cierto. El que si tenía información al respecto era el cocinero: un civil con una obesidad mórbida que debía rondar los doscientos kilos brutos que retaban, todos los días, el aguante de su pequeño coche en las entradas y salidas del campamento.

Desde el primer día hubo mucha curiosidad por saber como se resolvía aquella desproporción de escalas: el enorme cocinero conducía un pequeño utilitario: un Seat-600. Si era todo un espectáculo verlo salir del vehículo cuando llegaba al campamento; el retorno a su casa era apoteósico, intentando acoplarse a las formas rígidas del interior del auto: asombroso milagro de acoplamiento. Tal suceso conseguía congregar alrededor del coche gran número de tropa que al final aplaudíamos al "Seíllas" que a duras penas --con el chasis rozando el suelo por efecto del enorme peso de su dueño-- conseguía rodar por aquellos caminos terrosos hasta la salida del campamento.

Un día, alguien, quizás preocupado por los desconocidos efectos del brebaje que el "perverso" cocinero añadía al café --decían que producía impotencia crónica-- o, tal vez, cansado del exceso de condimentos artificiales para disfrazar el sabor de la bazofia que nos daba, aprovechando el exceso de confianza del gordo restaurador que no cerraba con llave el Seat-600, le manipuló el asiento del conductor desplazándolo hacia delante, momentos antes del final de la jornada laboral de éste.

Paco --creo se llamaba el cocinero-- que no entendía porqué su cuerpo era rechazado al intentar penetrar en el vehículo, hizo un esfuerzo supremo de presión de todo el magma de su organismo contra los obstáculos del exiguo espacio que le impedían acomodarse en el asiento como de costumbre, distribuyendo dicho magma de carne adiposa por todos los huecos disponibles, consiguiendo entrar aunque a costa de quedar irreversiblemente bloqueado entre el asiento y el volante, sin posibilidad de movimiento alguno; y, por tanto, de poder desencajarse de aquella trampa mortal. Empezó a hacer aspavientos con los brazos, únicas partes del cuerpo que podía mover, y a dar voces pidiendo ayuda. Después transcurrieron momentos de descojono e incertidumbre en el que los ahogos del cocinero, previos a un colapso respiratorio, se mezclaron con la euforia en los gritos de victoria de los reclutas: ¡¡El cocinero ha quedado atrapado!!, ¡¡El cocinero ha quedado atrapado!!... Tras complicadas maniobras pudo ser extraído del vehículo. Nunca supe si realmente allí hubo una conspiración de parte de reclutas para confinar a perpetuidad en su coche a nuestro cocinero, y así poder deshacerse de él y, por ende, del bromuro y del repelente guisote. Supongo que su vejado amor propio, una vez liberado,  juró vengarse de toda la tropa, sin distinción de la canalla, pues las comidas pasaron de incomestibles a vomitivas, aunque no había que esmerarse mucho para empeorar el bodrio que nos había estado endilgando durante todo este tiempo.

Poco tiempo tardó en aflorar el tórrido submundo de la "chusquería"; una más de las leyendas de la mili . En lo que a mí afectó: un brigada chusquero. Eran estos mandos intermedios --suboficiales-- provenientes de los infinitos enganches desde que ingresaran en el ejército por el escalón más bajo, los más temidos por la tropa, a la que trataban humillantemente para desahogar la frustración de su procedencia y la escasa y tardía promoción dentro del escalón militar --el que tenían limitado--, y a cuyos puestos más altos permitidos llegaban casi a la edad de la jubilación; sentimientos adversos que ya pude observar en su cara de perro, muy próxima a la mía, en la revista de tropa previa a la primera salida de fin de semana.

Presentarse correctamente en formación de firmes: rígidos como un palo, con la mirada al frente y el pecho alto manteniendo la inspiración de aire, casi sin respirar; convenientemente pelado, y debidamente uniformado de paseo, sin presentar ninguna incorrección en el vestir, era la prueba a superar para poder salir fuera del campamento. Me miraba con el desdén acumulado de las infinitas revistas de tropa a lo largo de su carrera profesional, escudriñándome de arriba a abajo, de adelante a atrás, de izquierda a derecha... a lo que siguió una sonrisa de sabueso al haberme descubierto una falta en la uniformidad: ´¿¿¿Dónde están las trabillas de su camisa!!!, me espetaba con desdén mientras me asía fuertemente el hombro con su mano derecha a la que le faltaba dos dedos (según referían algunos veteranos se volatilizaron en un accidente con una granada de mano) para apartarme de la formación, al tiempo que me defendía: Perdón mi brigada, no las tengo puestas porque no me las han dado con el uniforme. Creí hallar en la verdadera respuesta la justificación de una situación que no dependía de mi voluntad; ¡incauto de mí!, estaba en la mili y yo era el único culpable de todo lo que me pasara: ¡¡¡Pues si no las tienes, las pintas!!!; y dicho aquello me arrastró fuera de la formación a la monotonía del encierro del fin de semana.

La siguiente vez que noté muy de cerca su agrio aliento, mezcla de tabaco y alcohol, lucía en mí camisa de paseo unas trabillas impecables, con un lustre y color que no desmerecían el del estrenado uniforme. Posiblemente fueran las originales de la camisa, sustraídas antes del reparto de la ropa por el propio cabo furriel (encargado de la intendencia de la compañía, y por tanto de la vestimenta) que luego me vendió haciéndome un gran favor, según me dijo. 

En la garita de control mostré mi identificación militar y un segundo después --¡¡¡libre!!!-- saturaba mis pulmones de ese aire que en la mañana de mi primer domingo de paseo provenía de las marismas, percibiendo la humedad que hasta allí traía el viento --mientras me alejaba de las tapias del campamento-- empujándome con su fuerza invisible fuera del descampado hasta el deseado territorio liberado de la chusca uniformidad y de la inaguantable disciplina militar: un viaje en autobús hasta Cádiz, ciudad.


FranciscoMolinaGómez
(continuará)