domingo, 10 de diciembre de 2017

EL DÍA DE LA LOTERÍA DE NAVIDAD












En aquellas navidades de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, los hogares que esos días eran el centro de las reuniones familiares adquirían un cierto encanto (como baluartes de la tradición) y sus moradores abrían las puertas de par en par a familiares, amigos y vecinos a los que era costumbre invitar a degustar alguno de aquellos auténticos dulces de mantecado al que había que ayudar a bajar hasta el estómago con una copita de un anís tan fuerte que cortaba el hipo, y a admirar la destreza de los anfitriones en montar el popular belén, práctica muy extendida en la población, como la de apostar a la “suerte” el día de la lotería.










En el orfanato el día de la lotería de navidad era uno de esos días para la esperanza o el desconsuelo... quizás aquella navidad algún familiar se acordara de mí. En el salón del pabellón la televisión se ha encendido a primeras horas de la mañana con motivo de la retransmisión del sorteo de la lotería. Nuestro ánimo --el de todos los acogidos-- está más atento a otros acontecimientos: sobre la monótona y repetitiva letanía de los niños de San Ildefonso se alza intermitente la voz de la llamada a otra suerte más importante: alguien corea de viva voz el nombre del afortunado que pasará la navidad en su casa: Arréglate que te está esperando tu madre en la portería. A medida que transcurre la mañana se ha ido llamando a los chicos conforme llegaban sus familiares. Siempre éramos los mismos los que preguntábamos:¿Te vas? Y los de siempre contestaban aquello que algunos hubiéramos querido decir, aunque fuera solo en aquella ocasión: Sí, han venido a sacarme.

El día de la lotería de navidad era uno de esos días de ansiosa espera, de expectación a ser llamado en cualquier momento, de ilusión de oír tu nombre por encima del jaleo que en el salón se ha formado ya a media mañana. Luego, conforme transcurría ésta, la necesidad de seguir acostumbrándose, aunque costara mucho, a no figurar en tan venturosa lista; de desear intensamente la alegría de los que se marchaban.

El día de la lotería de navidad... ¡qué envidia! … ¿porqué no nos tocaba en suerte alguno de aquellos hogares?, aunque fuera una sola vez; suspirábamos, año tras año, los pocos que quedábamos en el orfanato por Navidad. Nos apretujábamos, rellenando el vacío de los que se iban de vacaciones a casa de sus familias, acercándonos más que de costumbre en las distancias: de la fila, del asiento del comedor, del banco en el salón, de la cama en el dormitorio; nos mirábamos ya muy de cerca y nos reconocíamos en los mismos sentimientos de abandono y de desamparo; en los mismos gestos de desconsuelo dibujados en las caras, las mismas de siempre, las de toda una vida.

Soledad que suplíamos en la improvisada proximidad entre nosotros –los más desabrigados entre los desabrigados— casi tocando piel con piel para darnos calor en un sentimiento de amistad nuevo, distinto al del resto del año que sólo duraría aquellos días; hermanados, estrechando lazos en la desventura que para algunos duraba ya mucho tiempo; parapetados en nuestro infortunio de niños sin besos, anhelando la suerte de “los otros”, los mismos de siempre que ansiosos en las tardes de los primeros domingos de cada mes esperaban sin vacilación la visita de sus familiares.

Cuán triste era observar –mes tras mes y año tras año-- aquella alegría de la fiesta a la que no estabas invitado, desde la lejanía, desde un lugar escondido, para no tener que sufrir aquella humillación; ni siquiera estabas en el grupo de los dudosos: éramos directamente en el inconsciente colectivo de “los otros”: aquellos que no tenían besos por olvido de sus familiares, y habían, aún peor, aquellos que, además, éstas carencias las sufrían con el estigma de ser niños de nadie; nunca habían conocido familia alguna. Aquel pesar se agudizaba cuando llegaban las fiestas de Navidad. Hasta los veinte años no perdí la esperanza, deseando que llegara el día de la lotería. ¿Quién sabe ...?

 El día de la lotería de navidad... remediábamos como podíamos el eterno olvido --realidad a la que ya estábamos habituados en el acontecer de cada segundo de nuestras tempranas existencias--, y nos afanábamos aquellos días en arrebatarle al frío, aposentado a perpetuidad entre los gruesos y fríos muros, algo de calor de hogar, decorando con murales de felicitaciones navideñas las paredes y con farolillos de colores las lámparas de los pocos espacios que quedaban abiertos del pabellón.         

Del más del centenar y medio de niños internos apenas quedábamos una veintena. Los que ahora nos reconocíamos en las mismas carencias afectivas como grupo familiar. Esto, unido al relajo en la disciplina de la vigilancia de los celadores --aflorando su desconocida cara más humana; si acaso alguno la tuvieron-- hacía que brotara y fluyera en el ambiente, si no el auténtico espíritu de las Fiestas, si un sucedáneo aceptable que hacía más llevaderos esos días; conformándonos con la suerte de ser los protagonistas en aquel placebo hogar. 

Nos conformábamos con muy poco --¡qué remedio!--, intentando disfrutar de las escasas diversiones que nos ofrecían, entre las que descollaba la posibilidad de ver mucho cine en la televisión, donde se prodigaban entonces las proyecciones americanas más clásicas del cine en blanco y negro en un especial de Navidad. En la cerrazón del espacio cerrado la televisión era nuestra única ventana al exterior, aunque aquel día de la lotería le prestáramos más atención a otras cosas.

El día día de la lotería de navidad... me afanaba en la artística tarea de montar el belén. En la televisión que ocupa en alto una repisa de madera en una esquina del salón, y al final de la mañana, gentes de todo tipo y lugares celebran muy excitados ser los afortunados portadores de los billetes de algunos de los premios importantes del sorteo. Los enseñan eufóricos de alegría a las cámaras, muy cerca de la cara del locutor, el que evitando que el festivo ambiente haga mella en su seria expresión de reportero, dice con voz de profesional de los medios lo que era una frase que se repetía todos los años: La suerte ha estado muy repartida entre la gente necesitada.

Mientras, voy dando forma a una topografía inventada que va surgiendo en mi mente, por momentos, de las tierras de Belén. Imagino altas montañas con el efecto rugoso de los troncos de olivo que recogíamos de la leñera de la cocina; profundos barrancos donde, en realidad, debieran ser extensas llanuras de desérticas arenas; un río que aflora hondo y caudaloso en tan accidentado terreno, cruzando muy visible en diagonal el paisaje fantaseado... en fin todo incongruente en la representación de aquellos territorios... así era por tradición. Todo era anacrónico: la húmeda naturaleza del tapizado verde del césped que arrancábamos de la tierra en los alrededores del lavadero, y que generosamente extendíamos por todo el nacimiento; las viviendas de corte occidental para una zona de oriente; el molino de viento; las escenas de las figuras... pero el resultado --esperado todo el año-- era de una intensa emoción. Así lo habíamos vivido siempre desde que éramos muy niños.




Escenas de Belén; del aurtor del blog


Al final del día de la lotería de navidad... mi gran premio no era económico sino emotivo, con el disfrute de la colocación de las figuras --santos-- con las que el paisaje artificial iba cobrando vida; mostrando en el reducido espacio con fondo de estrellas en un cielo de tela, la escenificación del nacimiento de Cristo... no faltaba nadie... estaban todos los personajes en una escena de acción general extrañamente quieta; inmovilizada durante esos días en los que sólo cambiaba la ubicación de los reyes magos que los íbamos acercando al portal de Belén conforme iban transcurriendo los días de vacaciones, a fin de que llegaran a tiempo, antes de que acabaran éstos, para ofrecer sus presentes al Niño Dios, coincidiendo con el mágico día de Reyes, y siempre guiados por la estrella polar que ya lucía brillante encima del portal. ¡Ah!, no se me olvidada colocar una pequeña bandeja a fin de que los visitantes externos al orfanato dejaran la voluntad con la que poder adquirir nuevas figuras. Apenas se recogía para ir reponiendo las que se rompían.  

El día día de la lotería de navidad... sólo me tenía a mí.



FranciscoMolinaGómez
(En esta Navidad´2017/18: Paz y ventura para todos, en especial a los que, a su pesar y a temprana edad durante muchos años, se acostumbraron a no figurar en la gozosa lista de los afortunados a disfrutar la Fiesta de la Navidad)

viernes, 17 de noviembre de 2017

¿DÓNDE ESTÁ EL OTRO?





























¡Adónde diantre van los calcetines que se pierden?



Hace ya bastante tiempo que no consigo enfundarme los pies con dos calcetines iguales. Todas las mañanas extraigo el par del cajón del armario-vestidor de mi dormitorio, muy entrelazados, raramente unidos en un apretado abrazo, como dos amantes a los que hubieran forzado a permanecer juntos sin reconocerse, apercibiéndose uno que el otro no es el mismo que siempre le había acompañado, sino un extraño, un desafortunado al igual que él, al que su pareja abandonó en una viaje a través del hueco del tambor de la lavadora --creo que este es el agujero por el que mudan a ese otro espacio-temporal--, en cuya vorágine del centrifugado se perdió sin que después se supiera más del desaparecido…; sin dejar rastro alguno. Desconcierto que también es mío, en la necesidad de llevar calcetines parejos.

Con paciente temple vengo reclamando a mi mujer –en su elección de las tareas repartidas-- me solucione aquel despropósito en las urgencias del vestir para poder incorporarme a tiempo a las obligadas labores cotidianas; sin conseguir me solucione el desaguisado: No, no sé lo que ha hecho la lavadora con tu calcetín, ¿por qué me lo preguntas?, me dice. Al final me marcho de casa con calcetines distintos… bueno aparentemente iguales. Y no es que haya en ella aviesa intención de que alguien en la calle me descubra aquella rareza, calificándola seguramente de una excentricidad por mi parte; es que se reconoce impotente por obtener una explicación racional a la constante desaparición de los calcetines.

Ella tiene una teoría que en principio pudiera parecer descabellada: piensa que la fuerza centrífuga del aparato, en sus progresivas y aceleradas revoluciones, pudiera aperturar un misterioso e invisible agujero negro por donde se fugan las prendas; lo que ante la reiterada constatación de la desmaterialización --da igual el tipo de fibra-- pienso que tal vez pudiera tener visos de que sea real. Sobretodo en la comprobación infructuosa después de una minuciosa inspección de los filtros y elementos de desagüe del artilugio mecánico --en donde en principio se pudieran haber quedado enganchados los calcetines-- de que nunca hallamos rastros de ellos. Misteriosa desaparición que a priori debiera tener una explicación.

En su investigación del asunto ha probado lavar sólo los calcetines desparejados, comprobando que estos nunca desaparecen. Todos están presentes en la colada: ni una aventurada fuga en busca de su pareja. Es como si no quisieran marcharse del lugar que fue común a ambos, el único sitio de posible encuentro si el otro regresara. El amante que permanece en la continua incertidumbre del paradero de su mitad, sin querer moverse de los recuerdos de cuando caminaban juntos, a la par; resistiéndose a su pérdida, sin comprender el momento de la huida, queriendo creer que ésta no fue tal aprovechando el otro la confusión, camuflado entre las ropas mojadas dando vertiginosas vueltas en el ciclón de agua y detergente, parapetado en su espuma; sino un accidente siendo éste arrastrado… ¿hacia dónde?... ¿adónde van los calcetines perdidos? …¿quizás al país de los calcetines perdidos?...; y si no fuera así y se marcharan de propia voluntad: ¿en busca de qué?... a lo mejor es que, al igual que sucede con las personas, existen los calcetines infieles.

También los calcetines tienen derecho a desligarse de la cadena que les une eternamente a su pareja. Puede que, al igual que algunos humanos, se cansen de estar siempre con el mismo. Nosotros los humanos que somos seres sentimentales y optimistas en bastantes ocasiones, guardamos el desparejado esperando que algún día, por mor de la magia, vuelvan a unirse para enfundar nuevos pasos. Pero esto no ocurre nunca. Bueno no es exactamente así porque en ocasiones y agazapados en la goma de la puerta de la lavadora –punto de salida a calcedonia-- aparecen engurruñidos y al cabo del tiempo algún que otro calcetín; son los arrepentidos de última hora caídos in extremis en la trampa, justo en el límite de entre dos mundos, por su indecisión de último momento de no irse y permanecer en el mismo sitio ante el miedo a lo desconocido; sin saber bien en el fortuito hallazgo si han querido o no irse. Tienen su parejo en los humanos indecisos, los que titubean constantemente, los que vacilan siempre ante cualquier situación, los extremadamente inseguros, los demasiado previsores, y como no: los oportunistas.

Hay quien dice, haciendo un símil con la vida de las personas, que algunos calcetines nunca llegan a viejos en pares, pues antes de que ceda la goma que mantiene su boca apretada; antes de que el desgaste de su piel les aperture una ventana al exterior haciéndolos inservibles, uno de los dos se pierde... se va... no importa los anteriores miles de abrazos fundidos por un fuerte nudo; un nudo que hasta ese momento los había hecho únicos, que los había diferenciado de los otros; un nudo que en el universo de los demás les hacía reconocerse en su propia personalidad; su particular idiosincrasia: su aterciopelada suavidad o, por qué no, su rugosa aspereza. Puede que al final siempre acabemos solos. En esta reflexión sobre la soledad persistente del ser humano he leído en algún escrito que quizás tengamos que aprender de los calcetines de que en esta vida, poco a poco, nos vamos quedando solos; de que en este mundo y en este tiempo es muy difícil llegar a viejo en pareja porque a uno siempre lo están abandonando, porque en ideales y locuras se van perdiendo las compañías, porque tal vez a nadie le interese nadie, porque la vida es un constante dejar ir … ¿pero eso es realmente siempre así?... me cuesta creerlo pues detrás de la huida quedan los recuerdos felices, los momentos vividos en los afectos, las experiencias compartidas en un bagaje existencial que suma más que resta; y por delante las nuevas oportunidades de sentirse vivo, de querer compartir nuevos sentimientos con otros..., como alivio de la soledad del abandono sentida por los que se quedan.

Los que se quedan saben que no van a desaparecer; que van a ser fieles, aunque de momento sufran por la desaparición del otro. Puedo imaginar el primer instante de desconcierto de la deserción: colgado boca abajo, prendido el calcetín de lana con una pinza en la cuerda del tendedero, junto a otro de algodón como nueva pareja, al que no le une ni siquiera el mismo desgaste, por no hablar de parecido o similar color de piel, envidiando a aquellos otros que distendidos retozan muy juntos con sus pares, acariciados por el aire en el secado natural. ¿Que será de nosotros, a partir de ahora?, seguro se preguntarán los abandonados imaginando un destierro de olvido en algún cajón, junto con otros desparejados a la espera de encontrarles un similar al que, más tarde, quedarán extrañamente unidos... o no.

No siempre el infortunio se ceba con todos los calcetines desparejados. En aras a remediar el despropósito que habito en mi empeño por vestir los pies, mi mujer ha encontrado una ingeniosa solución de orden: los muy diferentes han ido a anidar su tristeza desparejada de por vida al fondo del cajón en una orgía de calcetines abandonados. Delante al inicio del cajón ha acoplado los poquitos que tienen pareja reconocida. De entremedias ha colocado convenientemente entrelazados por un fuerte nudo los demás desparejados por categorías de uso: los que son casi iguales por su textura; los que presentan dibujos algo parecidos, aunque sea remotamente... o los complementarios en razón de colores... y ya en el caso más extremo la solución más general: por razón exclusiva de su tamaño aunque no se parezcan en nada...; a simple vista  la más disparatada.

Este último era el caso de la pareja de nailon y algodón que habitaban su anidada soledad a la mitad del cajón, olvidados durante mucho tiempo hasta que una mañana muy temprano se me pegaron literalmente a la mano, nada más introducir ésta en el cajón de calcetines en busca de una pareja reconocida, valiéndose ambos para su estratagema de mi persistente somnolencia a horas tan intempestivas. Los sacudí con cabreo intentando desprenderme de su inutilidad pero no hubo forma de deshacerme de ellos pues se habían aferrado fuertemente a mis dedos en un desesperado intento por ser útiles; y en el apremio por no llegar tarde a una importante prueba de examen, no me quedó más remedio que adoptarles para mis pies aunque fuera sólo para aquella urgente ocasión. De todas formas, y a simple vista en la semioscuridad de la habitación, parecían tener parecida medida y color.

Apreciación de la que salí de dudas con asombro, a media mañana, al tibio sol de una terraza-bar celebrando el éxito de la prueba de examen. Del asombro pasé a la más sonora carcajada que puso en alerta a un par de clientes del bar: ambos calcetines no se parecían en nada, ni en la textura, ni en el color, ni en el tamaño... aún así no me desagradó la escena cuando me vi los pies: me pareció ridícula y a la vez graciosa. No sé si aquello actuó como amuleto para salir airoso ante el tribunal que juzgaba mi trabajo, el caso es que me sentí muy cómodo contestando, y bien, a todas las preguntas de tan doctos profesores. No lo sé. Después, y por si acaso fuera así, me he puesto calcetines diferentes cada vez que tengo una cita importante. Ahora los calcetines que habitan la mitad de mi cajón están encantados con sus nuevas parejas, sabedores que el otro nunca se irá, que nunca le abandonará. Será que, como sucede en los humanos, el amor, la lealtad y la fidelidad fluya más y mejor entre los diversos, los dispares, los desiguales..., los complementarios, que entre los que se parecen en todo.

Es la pugna de los diferentes, de los considerados distintos, de los que esgrimen con orgullo ser singulares...; de los sin pares. Tantas soledades juntas, tanta dejación, tanta renuncia soportada, tanto desistimiento en un mundo de calcetines abandonados nos deben llevar a aprender juntos a andar solos, a caminar por nosotros mismos. No esperaremos a que nos rescaten, escaparemos del cajón para forjar un destino en pos de seguir persiguiendo los sueños, una meta enfundando nuevos pasos. No buscaremos pares, buscaremos vida... y acompañadas soledades.



FranciscoMolinaGómez


























domingo, 8 de octubre de 2017

A LOS QUE HERÍA EL POP










En el salón de estar de mi casa The Beatles --clásicos del siglo XX-- acompañan a los clásicos de todos los tiempos, los grandes maestros de la música: Beethoven, Mozart, Bach, Schuman, Brahms, Mendelson, Wagner, Chopin, Tchaikovsky... Mi particular homenaje a los chicos de Liverpool


































Desde la azotea el operador encendió su cámara, se asomó al borde, y empezó a grabar. Abajo, en la neblina, la calle bullía en los ecos apagados de su actividad cotidiana y en los más ostensibles del tráfico rodado y de los viandantes que la transitaban; sonidos habituales que marcaban la pausa cotidiana de aquella mañana --como otra cualquiera de un día laborable--, cuando súbitamente todo el ámbito se agitó en la vibración fuerte y al unísono de las cuerdas metálicas; sobrevolando con sonidos pop-rock sobre el gélido murmullo de aquel día gris de enero londinense y después el cielo, todo, bramó al ritmo de guitarras eléctricas y redobles de percusión… luego sus inconfundibles voces se esparcieron por la tranquila calle de los sastres --Saville Row-- y la vida se relentizó… ¡¡¡eran ellos!!!: John, Paul, George y Ringo… pero ¿donde?... se pregunta la atractiva joven de abrigo rojo, contenida en su marcha y en su sorpresa, mirando hacia arriba… a la que parece contestar en su desconcierto un caballero, algo menos joven, de aspecto más informal, señalando con el dedo de la mano extendida hacia el terrado del número tres --sede de Apple Records--…: ¡Es allí!, ¡es allí!...
En las tomas se aprecia mucho revuelo en la calle: la gente se arremolina parada en la acera, agrupadas en corrillos donde algunos apuntan hacia la terraza del edificio, intentando todos descifrar la reconocible música que les llega ahogada por el intermitente ruido de los claxons de los coches que circulan ajenos a la curiosidad de los transeúntes…
El operador enfoca su equipo a las fachadas de los edificios próximos y va recorriendo las innumerables ventanas, cerradas al frío, tras cuyos cristales se van dibujando imprecisas las figuras de los costureros y costureras; que fisgonean extrañados --haciendo una pausa en su actividad con el paño inglés--, el ambiente de la calle, no ajenos a lo que sucede, también, en la cubierta del edificio, enfrente…
Ahora el afortunado notario gráfico capta en planos generales el final acordado por los cuatro, el broche a lo beatle, a su particular manera --en una idea original compartida de un improvisado concierto en directo en sitio tan singular-- de la experiencia más trepidante de cuatro jóvenes de Liverpool que se agruparon para hacer música de su tiempo, por eso no les arredra el frío viento, que, en la altura del tejado, les entumece los músculos y agita sus melenas, herederas de los ya lejanos cabellos con flequillo…
Al realizador le va interesando, también, los planos cortos… es en estas tomas, muy cerca, en forzada postura --a veces casi desde el suelo--, donde los dioses muestran su lado humano y el atrevido ojo inmortaliza el gesto (el bamboleo de Paul, la postura encorvada de George, el cabeceo de Ringo y el desgarro en la voz de John); gestos que son más evidentes en los pequeños detalles; los que capta subliminalmente la cámara con Paul McCarneyt en el ensayo previo del Get Back, en el lapsus en la letra del Dont Let Me Down de John Lenon, en el extraño mutismo de George Harrison durante todo el concierto que rompe en I´ve a Got A Feling, y en el falso comienzo de Ringo en Dig A Pony… guiños que dan pistas de la frescura de aquel instante, que a su vez no deja se ser su canto de cisne… saben que aquello es el final, y no se resisten… solo se divierten…
Las escenas del rodaje se desplazan hacia las azoteas de los edificios vecinos, con imágenes insólitas de entusiastas espectadores que saltan de un terrado a otro… en la más sorprendente un hierático caballero inglés fumando en pipa, con perceptible flema y con toda la parafernalia británica, bombín, paraguas y abrigo, sube lentamente por una escaleras de patés que salva el desnivel de dos cubiertas, hasta aproximarse a otras personas que ya aplauden --algunas subidas a los muretes de las chimeneas-- agradeciendo aquel regalo… ahora podrán decir que ellos estuvieron allí…
¡Sorpresa!, la cámara enfoca a la pequeña puerta de acceso a la azotea, donde inesperadamente han aparecido dos policías, con sus uniformes azul marino, sus peraltados cascos con aparatoso escudo-emblema plateado y sus imperturbables gestos de seriedad de bobys, pidiendo el final del concierto, por denuncia de uno de los laneros: “Esto es una vergüenza absoluta, exijo el fin de este maldito ruido”… y en Inglaterra la ley, ya se sabe…
Y así, tras cuarenta y dos minutos de manifiesto pop, John Lennon --entre risas de los asistentes, excepto los policías-- ponía el epílogo, no sin ironía: “Me gustaría decir gracias en nombre del grupo y espero que hayamos superado la audición”… aunque fuera Ringo Starr el que quedó algo decepcionado de aquel imprevisible final; lo contó algún tiempo después: “Si me decepcionó la policía con algo fue el que no nos arrestaran. Hubiera sido genial terminar el concierto de la azotea con un titular: Beatles acaban concierto en la cárcel”… eran los Beatles… genio y figura…

(Del libro: Curso´63, del Bachiller en los tiempos del pop, del autor del blog)













Fue aquel año de segundo de bachiller, en mil novecientos sesenta y cuatro, cuando Agustín –compañero de orfanato y de estudios-- y yo, nos iniciamos en la búsqueda de los nuevos sonidos que provenían de allende nuestras fronteras, concretamente de la “pérfida albión”, y que alcanzarían su esplendor y ocaso en apenas ocho años –1962/1969-- con el grupo músico vocal The Beatles. La beatelmanía empezaba tímidamente a ser una realidad en España, pese a la animadversión hacia aquella música de la adoctrinada prensa del Movimiento y de la partidista televisión de la dictadura. Aquél grupo ya tenía un fervoroso fans entre los compañeros de curso. Se ubicaba en la primera fila de bancas, al fondo de la clase junto a la única ventana. García Marín era un caso agudo de pasión, rayando en la histeria, por el sonido de los chicos de Liverpool: The Beatles, cuarteto vocal instrumental que se publicitaba con estética Shadows y detalle denominación de origen: abundante cabellera en casco, rematada por flequillo hacia la frente, cubriéndola. Peinado que Marín intentaba imitar descaradamente y a cuya moda se opuso fervientemente nuestro peluquero del orfanato, como si en ello le fuera la vida. El momento beatle era su instante glorioso del día. Repentinamente, poseído por una invisible energía corporal, asociada a rítmicos movimientos de cabeza --como tics nerviosos--, y acompañando al gesto de rasgar unas cuerdas de guitarra --por supuesto eléctrica--, se desgañitaba gritando más que cantando el pegadizo estribillo:¡¡Silaiú yé-yé-yé!!, ¡¡silaiú yé-yé-yé!!, ¡¡silaiú yé-yé-yé!!.., versión libre de la famosa canción de The Beatle: She Loves You. Y así todos los días, de lunes a viernes.

En la búsqueda de la modernidad, Agustín y yo no permanecimos ajenos, por la proximidad con el abducido García Marín, a la vorágine del sonido beat, referencias que seguían proviniendo del otro lado de las bancas, junto a la ventana, donde el chavea del Zaidin-City --García Marín--, había sustituido los ritmos del She Loves You, del curso anterior, por los no menos movidos del Love me Do o los electrificantes del ¡A Hard Day´s Night!, sublimados por la beatelmanía del momento.

El intento de Agustín de imitar al fans de los chicos de Liverpool, se quedaba corto, no sólo en los gestos, sino en la apariencia (los dos lucíamos un esplendoroso casi rapado de cabellera) y sobre todo en la voz (la tenía poco educada para el canto). Mi caso era distinto en cuanto a la voz, ya que la templaza de mis cuerdas vocales fue parte de mi formación como cantor, aunque fuera hasta el hartazgo, en su vertiente de canciones religiosas. Así, en interminables sesiones de ensayos, las celestiales interpretaciones con música de armonio y letra rara –latín--, fueron conformando mi voz y las de los demás niños del coro; la que , por entonces, sonaba nítida en los tiempos de silencios de la misa.

Sentirnos ambos fascinados por los nuevos sonidos y comprobar su inaccesibilidad por lo raído de nuestros bolsillos, eran acontecimientos que transitaban cogidos de la mano: ni una mísera radio que llevarse al oído. Pero todo no estaba perdido. Lo supimos cuando alguien de nuestro entorno de bancas, visiblemente emocionado, nos contaba la experiencia: ¡Macho, que canción el Blaquiblá; es acojonante!. Y además los que la tocan, son españoles...: Sí, la cantan los Bravos, dijo otro que escuchaba...: Me hubiera quedado toda la mañana ahí; pegado a la máquina de discos del bar Zeluán. Ya lo teníamos: bar Zeluán y máquina de discos. Ahora solo faltaba reunir el dinero --dos pesetas con cincuenta céntimos--, que nos daba derecho a la audición y aprovechar un descanso entre clases. Lozano y yo conseguimos reunir en poco tiempo tamaño capital.

Al fondo de la calle de san Juan de Dios de Granada, el Zeluán lucía su pedigrí de bar de copas del barrio, lugar de encuentro de vecinos, a los que la instalación del llamativo y raro aparato musical --una moderna sinfonola--, constituía toda una afrenta por parte de su dueño hacia su varonil clientela, ya que aquel artefacto --cajón con urna de cristal y botones luminosos--, acosado permanentemente por jóvenes, profería tal cantidad de ruido que hacía imposible sus tertulias de muy alto interés, que por lo extenso de las materias a tratar, habían reducido a dos temas solamente: el fútbol y los toros. La verdad es que comentar las jugadas del partido del domingo con semejante coreografía de fondo: la máquina a toda pastilla, con los jóvenes melenudos alrededor retorciéndose entre alaridos y chillidos, era de todo punto intolerable; de ahí las protestas de la clientela hacia el propietario: ¡Que juventud!...: ¡Yo los cogía y los pelaba a rape...¡a todos!...: Esto de la moda yé-yé; no lo entiendo...: Toda la culpa la tiene éste --señalando al cantinero-- que ha puesto aquí esta máquina. ¡Llévatela por ahí!, joder.

Nuestro corte de pelo casi al cero, hizo que en principio pasáramos inadvertidos entre aquella tropa de irredentos devotos del vino peleón de bodegas Espinosa, Espadafor y otras; los que, cual nave enemiga, tenían tomada al abordaje la larga barra repleta de vasos de vino con sus correspondientes tapas y la que cumplía dos misiones claramente reconocibles: como barrera para separar al bodeguero de los parroquianos pesados y la de punto de apoyo cuando éstos, visiblemente inestables, intentaban pasar de la alegría al cante: fase aguda que se cursa con desorientación y cambio del color natural de la cara a rojizo.

Localizar la máquina fue tan fácil como buscar un árbol de navidad encendido en plena oscuridad; ponerla en marcha, tarea de bobos, pero lo que no encontrábamos a pesar de leer y releer varias veces la lista de discos, era el dichoso Blaquiblá. Probamos con lo más parecido, que casualmente también era de Los Bravos, aunque estaba en inglés, algo así como: Black Is Black, y aquello fue la repolla. Quedamos tan subyugados que apenas oímos la protesta de uno de los tertulianos: Ya estamos otra vez con la misma cancioncita. ¡Metérosla por los cojones!

La insuperable introducción de guitarra baja, teclados y batería, sobre los que destacaba el punteo eléctrico de la guitarra solista en un ritmo endiablado de sonidos amplificados por la electrónica y lo que siguió después con la voz metálica de su cantante, nos envolvió de tal manera y con tal fuerza que nos hizo levitar. Repetimos otro día, y otro, y otro…, sin cansarnos nunca. Era el eslabón; aquello que andábamos buscando. Por fin entendíamos el proceso, aunque siempre nos fallaron los recursos. A partir de entonces nada fue igual; la clientela de toda la vida del bar Zeluán, fue desistiendo de su local habitual de manera individualizada y progresiva: según el aguante de cada uno al número de repeticiones del Black Is Black. Desierta la plaza, fue punto de encuentro de jóvenes yeyés.

No pasó mucho tiempo –cuatro años--, cuando sorpresivamente -por inusual en la época--, fue nuestro joven profesor de historia del arte el que consagró definitivamente la música de nuestro tiempo cuando a dos años vista de la disolución de The Beatles y con la beatelmanía aposentada en el panorama musical mundial, refirió cierta influencia en la conjunción de sus voces con algunas composiciones de la música clásica. ¿Una exageración quizás? La enunciación de tal reconocimiento no era lo más importante pues el pop había entrado ya a formar parte de la historia de la música. Lo trascendental e inaudito era que tal aseveración provenía de una persona que representaba a un respetado estamento: el profesorado. Hasta entonces aquel sonido procedente del country y del rhythm & blues americanos a través del rock and roll con el que se identificó una generación nueva; distinta; la nuestra, fue catalogado de subversivo por una sociedad de mayores, con dirigentes anclados en el pasado y que no dudaron en aplicar la temible censura a fin de lograr la tranquilidad institucional académica y el mantenimiento de las buenas costumbres amenazadas por agentes melenudos portando peligrosas armas: sus guitarras eléctricas y sus canciones.

Así es como pensaban la inmensa mayoría del claustro de profesores, mientras entre el alumnado progresaba su adscripción a grupos musico-vocales, a imitación de los chicos de Liverpool. El pop con sus sencillas letras y mensajes directos, que hablaban de amistad, de amor y de paz, nos estimulaba a soñar con un mundo diferente, mejor, aunque fuera solo de una manera subliminal, sin que casi nos apercibiéramos. En todo el país bullía la fiebre de los conjuntos musicales: de un pop a la española, descafeinado, siendo Granada uno de los lugares donde proliferaron estos grupos.

Recuerdo que durante el curso de tercero de bachiller hacía furor una canción de The Beatles, el tema central de su película ¡Help!; single cuya portada con unos Beatles con indumentaria negra y mostrando un extraño lenguaje gestual de movimiento de brazos sobre fondo claro, presidía el escaparate de la tienda de discos que se ubicaba en la calle Zacatín --junto a la plaza Bib-Rambla--, a donde, a falta de referentes, peregrinábamos para estar al día de los últimos lanzamientos musicales. Por primera vez una composición de los Beatles no era patrimonio del chavea del Zaidin-City, sino de todo un colectivo que cantábamos al unísono aprovechando cualquier descanso entre clases. El pop nos había conquistado y no había vuelta atrás. Cualquier momento era bueno para contagiarnos de la frescura musical de los nuevos ritmos y de sus letras: ¡Help!, amigos míos / ¡Help!, venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más / ¡Heeeeeeeeelp!... De repente y utilizando como instrumento de percusión la cajonera de la banca, inundábamos el aula de sonidos y voces con el claro mensaje, los que traspasando la entreabierta puerta se perdían hacia el patio noble: Cuando era pequeño solía decir / nunca os pediré / sacadme de aquíEntre redobles de la cajonera y forzando nuestras cambiantes --por adolescentes--, voces con progresivo calentamiento de las cuerdas vocales, chillábamos más que cantar. Ahora toda la clase era una auténtica fiesta, donde los secos golpes en la madera marcaban los rítmicos movimientos del cuerpo en especial de la cabeza intentando desmelenar los ya notables flequillos de algunos. Desde el patio otras voces contagiadas por la euforia del momento nos acompañaban en el estribillo: Por favor te pido ayúdame / necesito un amigo de verdad / Por favor repito auxíliame / y venid ¡a mí!, ¡a mí!, ¡a mí!...

Pero hubo un momento inoportuno y un profesor que siempre vigilaba. A las tres de la tarde, una hora antes que el resto de la academia, don Francisco Puertas profesor de Matemáticas del curso de cuarto intentaba diariamente congraciar el universo del álgebra con el interés de sus alumnos. Aquella enorme cabeza calva con recortado bigotito en la cara observando el patio por el cristal de la puerta del aula, enfrentada a la nuestra a través del noble espacio abierto, nos atemorizaba. Le antecedía cierta fama de mala leche. A cada instante y detrás del vidrio escudriñaba el patio cual imagen fotográfica impresa en el cristal, en una obsesiva tarea de guardián. Bastaba su amenazante mirada para que lo abandonáramos, convirtiéndose éste y durante una hora solo en un lugar de tránsito. No se nos hubiera ocurrido, ni siquiera imaginado, emitir cualquier ruido que pudiera importunar tan temprana clase con tan respetable profesor.

Tanto llegamos a acostumbrarnos a la coactiva visión que, inconscientemente, acabamos ignorándola. Así un día de forma casual y sin apenas apercibirnos que el hombre de gran cabeza impartía sus clases con la puerta abierta, alguien que tarareaba el famoso ¡Help! nos contagió al resto de alumnos --grupo de catetos entre los que nos encontrábamos Agustín y yo-- que en aquel momento ocupábamos el aula, pasando de los redobles de cajonera al grito de ¡socorro! más famoso de la historia en apenas unos segundos, y que por lo visto trascendió hasta la vecina clase: ¡Help!, amigos míos / ¡Help! venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más / ¡Heeeeeeeeelp!...

De repente todos callamos ante la aparición de la siniestra silueta del cabeza buque, que se dibujaba ostentosamente en el trasluz de la puerta del aula, con cara de pocos amigos. Su vidriosa mirada nos anunciaba cierta inminente tempestad, acojonándonos: Yo os voy a dar socorro. Ir pasando de uno en uno, nos ordenó el cabreado profesor, sin entrever por sus palabras la violenta sorpresa que nos deparaba. Subido en la tarima y dibujando mentalmente una diana en nuestros respetables traseros fue haciendo plenos con su pié derecho como si chutara un balón hacia la portería, con cada uno de nosotros. Hubo quién ágilmente evitó el puntapié, pero no el golpe en la cabeza que recibió por detrás al arquear el cuerpo. De esta manera pudimos comprobar que de tres a cuatro de la tarde las patadas en el culo duelen un montón. Una vez en el otro patio y con los glúteos calientes nos preocupaba nuestro futuro: sabíamos que el ágil pateador sería nuestro profesor de matemáticas el año siguiente. Esperábamos y deseábamos que no se hubiera quedado con nuestros caretos y que aquel incidente no empañara nuestra relación con nuestro futuro enseñante del curso de cuarto.

Siempre mantuvimos un escrupuloso o, mejor dicho, un atemorizado respeto hacía aquella joya del Jurásico..., quizás le privamos conscientemente de una…, siquiera…, eventual proximidad; pero era tan difícil imaginar que alguna vez hubiera sido también joven como nosotros y…, por si acaso como prevención, ya que a corta distancia podíamos ser vulnerables a que nos siguiera pateando el culo.

A lo largo de mi adolescencia y después en mi madurez –de otra forma-- identifiqué y reconocí aquel gesto violento en numerosas ocasiones y situaciones: esa retorcida idea de hacer daño de la manera más despectiva, más humillante y siempre practicado, hasta el delirio, por las mismas personas; malas copias de aprendices de dictadores a los que, era evidente: no les gustaba los frescos soplos de libertad que llegaban con el inicio de la década, ni la ropa informal; abominaban de los libres pensantes, de los nuevos métodos de enseñanza, de las nuevas canciones, de los Beatles, de la ruidosa amistad en los patios a las tres de la tarde, de la amistad simplemente, de los gritos de ¡socorro! en inglés y en español, de los jóvenes con flequillo largo, de los jóvenes sin flequillo, de los jóvenes en general, del pop…Los cabeza buque se prodigaban por doquier, en cualquier esquina de nuestra existencia, al amparo de una juventud que aguantábamos, sin quejarnos de las injusticias, sin reclamar reparaciones; censurados hasta en nuestros pensamientos.

En este orden de cosas, ¿dónde se ubicaban los padres? Desgraciadamente aquel Sistema les colocó en la encrucijada. Aunque sufridores en algunas ocasiones, la ambivalencia en la que le situaron los acontecimientos de la década, les marcó también su lado contrario, el represor. Hay que decir que no solo los profesores estaban disconformes con el leve soplo de aire fresco que empezábamos a respirar, también los queridos padres libraban con los hijos sus particulares batallas, producto del cambio de pensamiento y de costumbres que se estaba operando en estos, ante el desconcierto y el miedo de los progenitores que comprobaban, con estupor, como en muy poco tiempo se desmoronaban años de represiva educación: la suya; ¡pobres!, no habían conocido otra. Se les rompieron los esquemas sin saber que estaba pasando. No en vano la década de los sesenta fue la del conflicto generacional. Se abrió una brecha ideológica que acabaría con la asunción por parte de los jóvenes de una nueva escala de valores contra una sociedad que entendían caduca y sin imaginación. Muchos padres lo entendieron, otros perdieron el tiempo en continuas luchas contra contubernios judeos-masónicos que se les habían colado en forma de pelos largos, minifaldas y guitarras eléctricas, hasta el propio vestíbulo de sus casas.

Pero, pese al empeño inquisidor que pusieron unos y otros, que fue mucho, aquello era imparable y ni don Francisco Puertas, ni toda una legión de pateadores de culos nos harían callar. Teníamos como aliado el pop y sus nuevas canciones. Si el ¡Help! había sonado fuerte en el patio, el nuevo himno adolescente de los Beatles, Yellow Submarine rugiendo en nuestras gargantas hicieron vibrar, por reverberación de los alaridos, hasta las viguetas de madera del techo del aula. Aún recuerdo la portada del single: un animado submarino de formas redondeadas sumergido en un iluso mar de colores.

El pop con sus coloraciones brillantes nos saturaron de optimismo y casi sin proponérnoslo contagiamos nuestra alegría a los que nos rodeaban. Así y a pesar de todo lo narrado, años después, cursando sexto de bachiller, creímos apreciar un esbozo de amable sonrisa en la boca de don Francisco Puertas, entonces nuestro profesor de Física; sólo sonrisa que ya era mucho viniendo de tan polémico personaje. Era suficiente. ¿Magia del pop?... o tal vez ilusión colectiva de querer cambiar el mundo a través del arte, de la música, de las flores, de los ilusos colores, de las canciones de amor, de las guitarras eléctricas, del pop, del rock. Por primera vez las gentes de todas partes oían la misma música, cantaban las mismas canciones y se vestían de la misma forma; si aquello no era revolución que viniera Dios y lo viera.





FranciscoMolinaGómez
(Lo descubrí más tarde. “En el Camino” (libro de cabecera de la generación beat), de Jack Kerouac, entre sus páginas, he hallado los antecedentes de aquel espíritu de la época que cambió la manera de ver el mundo de los jóvenes: su pertinaz inconformismo, su escaso apego a los bienes materiales, su vocación de desarraigo de los lugares conocidos y de la comodidad de la familia proclamando un mundo libre donde vagabundeaban por eternas carreteras hacia destinos improvisados y desconocidos; sobreviviendo con trabajos temporales, cambiando siempre de sitio repitiendo el mismo gesto en la cuneta (el del dedo pulgar extendido) para poder viajar sin apenas recursos económicos. Después una nueva experiencia en cualquier remoto lugar y el enaltecimiento de la amistad del nuevo compañero de viaje. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta la locura beat ya había contagiado a toda una generación cuyo exponente diferencial, poco tiempo después, fue el movimiento hippie que muchos jóvenes abrazaron, y que alcanzó su fulgor y ocaso en mil novecientos sesenta y siete durante los días del Verano del Amor. Catarsis colectiva…. )























miércoles, 9 de agosto de 2017

DE LA MILI (IV): LA INSTRUCCIÓN










Equipado y preparado para la instrucción







Poco tiempo tardamos en fotografiarnos todos juntos. Y ahí estamos todos, la Doce Compañía en pleno, más de doscientas almas en cascada, ocupando el espacio escalonado de la tribuna para las paradas militares y los actos de jura de bandera; con la pose uniformada como las ropas de faena que todos vestiamos, de tela áspera de color tierra; el mismo pantalón con bolsillos bajos a los lados; la misma camisa con solapas abiertas; las mismas botas pesadas; el mismo correaje negro, dispuesto a modo de tirantes, atravesando las trabillas de los hombros y sujetos al cinturón de hebilla dorada; el mismo gorro alargado cubriendo las cabezas rapadas…; y ahí seguimos todos con la expresión uniformada en más de doscientas caras como si fuera una sola,…, donde reconozco… no sé… ¡ah, sí!: el T´ópolla, el L´óa (era de Loja), el Valenciá, el Conguito, el Extremeño…, y yo, como siempre, en uno de los bordes, sin querer significarme dentro del montón --actitud de supervivencia: una leyenda más: ¿a quién no le habían recomendado hacerse invisible entre el colectivo, como pasaporte de una mili más llevadera?--

Todos arropando a esa otra tropa, la que nos mandaba: un barrigudo teniente de complemento que en ausencia del capitán de la Compañía --éste nunca se presentó-- regía temporalmente nuestras vidas y que por las tardes --después de la siesta--, nos instruía en los secretos del funcionamiento de los mecanismos de las armas --llegamos a desmontar y montar el fusil casi con los ojos cerrados y en un plazo breve de tiempo--, y en las enseñanzas del catecismo militar, condensado en un librito que comenzaba con aquella cuestión que Pichardo, un labriego analfabeto, de facciones rudas --reclutado del lugar más remoto de la Andalucía occidental--, y el que al desatino de sus raros apellidos --Pichardo Bizcocho-- agregaba un extenso muestrario de toscas maneras de comportamiento, nunca lograba responder: A ver un voluntario; tú mismo Pichardo ponte de pie y responde: ¿cuáles son los elementos del combate?...”, le preguntaba el teniente repitiendo el mismo protocolo en todos los inicios de las clases teóricas y el que tras el acostumbrado minuto de silencio que se mascaba tensado como un arco entre los hombros encogidos y la mirada suplicante del recluta, le increpaba a voces lo de siempre: ¡¡¡Son tres: el hombre, el armamento y el terreno!!!... ¡¡¡y las letrinas que ahora mismo vas a ir a limpiar!!!... ¡¡¡cabeza de chorlito!!!...”; y avergonzado, resonando de fondo algunas risas que escondían en los que las proferían la misma inseguridad y el mismo miedo a la burla pública escenificada, Pichardo Bizcocho marchaba con los bártulos de limpieza hasta el pequeño barracón en un extremo del campamento, al que se identificaba antes de llegar por el hedor insoportable que se escapaba por sus huecos y que emanaba de los agujeros repletos de heces de las tazas turcas instaladas en unas cabinas sin puertas; abiertas al escarnio de la nula privacidad en su uso, intentando mantener el equilibrio en el aire con los pantalones bajados en patética postura de acuclillados cuerpos en un ejercicio gimnástico de doble esfuerzo: el de presión sobre el esfínter anal y el de evitar con el peso del cuerpo hacia delante el desplazamiento del centro de gravedad, y así no caer de culo hacia atrás.

Experiencia que largamente vivimos --recuerdas Agustín-- en nuestra infancia de orfanato cuando nos agachábamos con la misma turbadora postura en aquellas infames y malolientes letrinas de patio de recreo adosadas a la tapia. Junto al barracón de letrinas se hallaba el de las duchas, al que nos llevaban sólo un día a la semana, atravesando el descampado en bolas; por toda vestimenta sólo el calzado y una toalla. El agua escaseaba, así que había que circular rápido, sin pararse, mientras los chorros de agua se proyectaban por todos lados... arriba... abajo... a derecha...a izquierda... en diagonal... como si atravesáramos un túnel de lavado

En la foto colectiva que sigo observando, a la izquierda del teniente barrigudo; un sargento joven de cara angulosa, exageradamente pulcro en su uniformidad de faena y excesivamente rígido en los ademanes --como si se hubiese formado en la escuela militar prusiana de principios del siglo pasado--, mira a la cámara con un autocomplaciente gesto de dominio sobre el personal del que está acostumbrado a que cumplan inmediatamente --y sin rechistar-- sus órdenes.

Proveniente de la exigente escuela de suboficiales de el Talar de Gerona, desde el primer día de instrucción se conjuró en hacer de aquel numeroso grupo de mostrencos civiles la tropa más envidiada de todo el campamento, aunque para ello nos hiciera tragar el polvo que levantábamos en cada golpe de las pesadas botas sobre la tierra, marcando el paso con el fusil al hombro en el campo de armas, en maratonianas jornadas de instrucción, bajo un ardiente sol abrasador y una desagradable sensación de picazón por todo el cuerpo, producto del roce de la rígida tela del uniforme nuevo con la piel sudorosa.

Todas las mañanas después del desayuno, los instructores auxiliares --cabos primeros, cabos y soldados, de tropa de reemplazo destinados en la compañía-- nos ordenaban formar frente al edificio, en cuatro filas por estaturas, de menor a mayor --según el puesto ya asignado en la primera formación--, dirigiéndonos, para ello, todo tipo de amenazas; metiéndonos bulla, golpeando las puertas metálicas de las taquillas del dormitorio que sonaban a cañonazos: ¡Bichos!, a los tres últimos en formar les meto un puro que se van a cagar….; empujándonos mientras terminábamos de colocarnos los correajes y recogíamos los cetmes --fusiles de asalto a los que en aquel tiempo ya no se les proveía de bayoneta y al que, en el argot militar, referíamos como chopo--. Si los suboficiales chusqueros eran los más temidos por la tropa, éstos instructores, surgidos de la misma tropa, eran los más despreciables por su arrogancia…; me recordaban aquellos guardas del orfanato. En su actitud con los superiores sobrepasaban la obligada disciplina militar con ciertas señas del más soez servilismo:  A sus órdenes mi sargento, sin novedad en la formación.

Desde ese momento éramos la materia a moldear por el severo instructor militar de facciones angulosas y gestos duros: Con el fusil al hombro derecho, firmes, media vuelta a la derecha ¡ar!, de frente ¡ar!...; y entonces sonaba en la recia voz del emulador de oficial prusiano la cacareada letanía: ¡Un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!..., de la que nos saciaríamos hasta llegar a ignorarla cuando, con el tiempo, ya marcábamos el paso de forma automática, como si tuviéramos un chip programado en el cerebro, sin atender a aquellas imperativas y raras interjecciones: ¡Un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!; ¡un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!; ¡un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!..., pero cumpliéndolas a rajatabla. Éramos para el inflexible sargento en aquellos primeros días de instrucción carne sufridora de todo tipo de improperios y escarnios en aras a salvar su reputación de domador de reclutas: Venga mariposones que estáis agilipollados… Vamos, más brío que parecéis maricones… Con fuerza: ¡tiene que retumbar el suelo!, y yo no lo oigo…; sufriendo todo tipo de zarandeos y empellones en especial los que perdían el paso al iniciar la marcha con el pie derecho, en vez del izquierdo; los que giraban en sentido contrario al de la orden; los que marchaban encorvados, sin la marcialidad requerida; los que no mantenían la distancia reglamentaria con el compañero de delante; los que no asían correctamente el fusil; los que no movían el brazo izquierdo en sincronía con los pasos; los que se salían de sus filas, rompiendo la formación; los que se aturullaban sin atinar a rectificar el paso cambiado; y no solo en la instrucción, aquella violencia se prolongaba también a los torpes en la pista americana de ejercicios; a los azorados tiradores que se giraban a preguntar al instructor con el fusil en la mano en los ejercicios de tiro; a los que no lanzaban lejos las bombas de mano, sobrecogidos por el pánico…

Después cuando aquello empezó a parecerse a una disciplinada y hasta vistosa formación militar el sargento puso en práctica la segunda fase del plan para conseguir su ansiado objetivo: la de las arengas emotivas: ¡Vamos¡ todos a la par, que ya somos los mejores…; y nos veníamos arriba, imbuidos de una gallardía que hasta ahora no habíamos experimentado, mezcla de autocomplaciente satisfacción y de euforia de competición con las otras compañías, extrañados de haber dejado atrás, tan prontamente, la insufrible penosidad del calor, de los insultos, de los empujones, del irritante escozor del roce del uniforme, del miedo al arresto; ahora todos rectos con la mirada alta, marchando al unísono y marcando el paso con un único golpe de sonido sobre la árida tierra: ¡¿Cuál es la compañía más rápida?!... ¡¡la doce!!... ¡¿Cuál es la compañía más temida?!.. ¡¡la doce!!... ¡¿ Cómo nos llaman?!... ¡¡¡la turbo!!!...” y con la satisfacción de reconocernos en un mismo grupo al que ya se le había inoculado por efecto del prolongado internamiento y del adoctrinamiento militar cierto patriotismo que iba creciendo conforme nos acercábamos a la fecha de la jura de bandera.

Con el recluta veterano --abanderado de la unidad-- encabezando la formación portando el banderín, nos recogíamos marchando hacia la compañía, cantando con voz recia y acordes nuestra canción; aquella entresacada de la música de una película del primer cinemascope nacional de principios de los sesenta, cuya letra glosaba las peripecias amorosas de un soldado y una chica cañón del calibre ciento ochenta y tres –Margarita--, y que acababa: “… / Doce compañía / tercer batallón / si preguntas en San Fernando / te dirán que es la mejor”.



FranciscoMolinaGómez
(continuará)











miércoles, 5 de julio de 2017

CASTIGO EJEMPLAR










Verano de 1969. Un año antes de los acontecimientos, el autor del blog --tercero por la izquierda-- poso distendido con mis tres compañeros estudiantes: Agustín --segundo por la izquierda--, Miguel --cuarto por la derecha--, y Antonio --tercero por la derecha--, en la colonia marítima de Almuñécar  (Granada)  junto al avieso y retorcido guardián del orfanato: señor Cristóbal --primero por la derecha--, un taimado y marrullero personaje, que en sus orígenes fue también niño hospiciano; el culpable de los sucesos que me provocaron aquel castigo ejemplar. 



Fueron aquellos últimos años, antes de mi expulsión del orfanato, un tiempo en el que castigaron sin descanso mi natural disconformidad de tardoadolescente; ni siquiera apunto rebeldía, en todo caso lo era sólo por omisión. No soportaba especialmente en aquellos momentos los personajillos que dirigían mi existencia desde la tiranía; los que ejercían su poder desde la ignorancia consentida, y los que nos mandaban instalados en la estupidez, e hice oídos sordos a las órdenes que querían regir mi vida sin mi consentimiento, a sabiendas de que esta actitud es la que más irrita al tirano. Pero no me apercibí de que el ser abyecto ejecuta sus actos con premeditada intimidación del colectivo y, así, degradando mi condición de recién graduado en bachiller superior, se escarmentaba por parte de guardianes y director del centro a los demás internos.
A juzgar por las actitudes represivas --generalizadas hacia mi persona-- de los que me gobernaban, debí de ser un elemento muy peligroso; alguien a quién había que dar un buen escarmiento. Todavía no entiendo porqué. Lo cierto era que yo no me reconocía --ni aún me reconozco-- en esas equivocadas apreciaciones: ni era un rebelde, ni nunca lo pretendí. Era de los cuatro estudiantes el que, ante mi absoluto abandono, estaba en situación más desfavorable en caso de expulsión. También es verdad que tampoco gasté ni una caloría de energía en blindarme con mis guardianes: abominaba --y todavía lo hago-- del repugnante y baboso servilismo. No lo soporto. 

  






 La ignominiosa información –más bien desinformación-- al director del orfanato –don José Capilla-- de una malintencionada actitud de supuesta chulería por mi parte, según el avieso inquisidor señor Cristóbal, no tuvo opción a la defensa, ni apelación a la compasión de imparcial juez, a pesar de apellidarse  de primero Capilla. Aunque de todo aquel episodio hubiera algo de razón en una cosa: siempre procuraba ir a mi bola, vamos lo que se conoce como hacer la guerra aparte, no fue aquél caso.

El que procurara hacer, en la medida que pudiera, la guerra aparte tenía que ver más con la idea obsesiva de sobrevivir con dignidad que con mi proclamado desapego hacia mis guardianes. Ni siquiera la resistencia pasiva, que reconozco voluntaria contra alguno en especial, el apodado el Rana, tuvo razón de ser en aquel suceso, que derivó en un castigo ejemplar; y, así, para no perder la costumbre sufrí en propias carnes  --todavía no adivino porqué siempre llevaba todas las papeletas en aquellas suertes-- uno de los acontecimientos más injustos y denigrantes de mi tardoadolescencia en un rápido e improvisado juicio, apenas unos segundos, en la escalinata de acceso al salón de actos, en el patio junto al camión donde en aquel momento algunos compañeros –Antonio, Miguel y otros estudiantes-- cargaban los bultos con destino a la colonia marítima, que luego precisaríamos para tareas de adecentamiento necesarias a realizar aquel día en el recinto veraniego, previas a la inauguración de la temporada de verano de aquel año. Acabado el curso escolar y a fin de que no cayéramos en la holganza, nos habían preparado a los estudiantes un pormenorizado listado de labores de mantenimiento en la colonia marítima de Almuñécar. Trabajos de peonaje a cuya convocatoria --advertida el día anterior sin más detalles-- había llegado algo retrasado en la ya frenética actividad de mis compañeros cuando apenas clareaba --nos habían levantado muy temprano-- aquel día de vacaciones de principios de verano de mil novecientos setenta...; momento fugaz  que tengo grabado en la memoria, al igual que aquellos gestos --unos hostiles y otros en interrogante-- de los intervinientes...; las partes de aquel injusto acto.               

Todavía me subleva la marrullera intención que descubrí nada más llegar al lugar de la convocatoria en la mirada del señor Cristóbal --el fiscal acusador-- que barruntaba tormenta; la que desató a continuación sobre mí, el director-administrador. ¿Qué le había contado?; no lo supe –aunque algo oí después--, pero puedo adivinar, casi sin equivocarme, el perverso énfasis, aprovechando mi despiste, en su respuesta a la extrañeza de don José Capilla de que no estuviera allí: ¡A pesar de que le he avisado, no ha querido venir!... ¡éste tío nunca hace caso; siempre hace  lo que le sale de los cojones!

Siempre constaté que el más tortuoso –a veces también perverso-- vigilante que nos podían endosar a los internos, era un guardián hospiciano. Chico de la casa, aún de mayor no había resuelto su conflicto interno de niño expósito del orfanato, al que se vinculó patológicamente y con el que todavía no había cortado el cordón umbilical afectivo: teníamos permanentemente el enemigo dentro. Desde hacía un tiempo venía recelando de él, por parecerme persona taimada. En aquel momento disimulaba la autoría de su infamia, pidiendo más bulla en las faenas de la carga del camión.  

Ahora los que me escrutaban de cerca, sin compasión, eran unos ojos pequeños y vivos que acentuaban el rictus de seriedad permanente que él --don José Capilla-- siempre forzaba; atento a su mentón entrante que profería a   su boca  una   expresión   característica    --consecuencia   de  unos  labios delgados-- que dominaba a todas sus facciones: bastaba verla para adivinar lo que me iba a decir;  nada bueno.  

Referir que mudábamos el color del semblante nada más ver al administrador, es quedarse corto, si además te miraba con cara de perro, era para echarse a temblar.  No me preguntó nada una vez delante de él --si podía evitarlo jamás se rebajaba a hablar con nosotros--, adivinando en  la adustez de su singular gesto su poca amistosa intención: la agria bronca que de repente, sin muchos aspavientos --era extremadamente inexpresivo sin despojarse nunca de la formalidad de la que creía estar investido-- me sobrevino con retahílas de falsas suposiciones, descalificaciones, y otras lindezas con las que me obsequió casi de sopetón, sin entender muy bien sus motivos, cuya gravedad no justificaba el pequeño retraso --no intencional--, que, entre los insultos, intenté esclarecer: Me estaba aseando; nadie me había dicho...; cortando mis explicaciones con cajas destempladas,  forzando un tenso silencio en el que sólo se percibían los golpes de los materiales al caer sobre el suelo de  la caja del camión y las órdenes del guardián hospiciano. Eran los sonidos del miedo instalados en el cuerpo de mis compañeros, porqué yo el mío ya me lo notaba y aquel juez severo e inflexible dictó inmediata sentencia; como siempre una ejemplar para que los demás tomaran nota.

Del silencio y la ausencia de complicidad de mis compañeros  --¿cómo a nadie se le ocurrió avisarme de mi despiste?, si se puede llamar despiste a hacer lo que cotidianamente hacía nada más levantarme: asearme-- no me extrañé… también de su falta de compañerismo. Entendía perfectamente que nadie de ellos  me defendiera. Éramos esclavos del miedo y, seguramente, yo hubiera hecho lo mismo. Antonio y Miguel me miraban con el alivio de no estar en mi pellejo y alguno de los otros con el disimulado agrado  de que el pellejo fuera el mío, los había ¡muy lacayos!

Así había sido siempre. Navegábamos en el mismo barco, pero cada uno con el salvavidas puesto; y ¿el que no tuviera?... ¡ah!... como en el Titanic: ¡Sálvese el que pueda!... ¿y los músicos?... ¡no!; ¡los músicos, seguid tocando!...; pero treinta y dos años después: ¡oh!, ¡sorpresa!... la carta con la invitación para el reencuentro de antiguos internos adjuntaba un recorte de prensa local con una extraña  sinopsis de quienes fuimos, en cuya exaltada hermandad no me reconocía; tampoco el lugar ni la época:  “Sus compañeros son su únicos hermanos” / “El amor lo recibían de las monjas y de sus compañeros” / “Lo poco que tenían lo compartían entre todos” / “Cuando alguien se marchaban, todos iban a la portería a despedirle”…; ¿qué “privilegiado” acogido en el orfanato había informado al periódico?; ¿creería realmente sus afirmaciones?…; desde entonces vivo en una duda: ¿puede ser que yo nunca hubiera estado en aquel orfanato y ahora esté recordando mi infancia y adolescencia, evocando un lugar que no me corresponde?

Y se me condenó durante un día al entonces más vilipendiado y despreciado de los oficios: recoger la basura del orfanato, mientras el resto de lo que en su día fue un grupo y otros estudiantes, como improvisado público de aquel juicio se marcharon todos, por un día, a Almuñécar junto con el administrador y el avieso empleado. Tengo que reconocer que se me proporcionó un estupendo carro de mano para tan vilipendiada misión y que, además del uso propio del que pretendían mis castigadores, yo empleé, a ratos, como soporte elevado para sentarme a descansar  frente  a  la  patera –estanque de agua--,  escondido  entre  el  follaje de los jardines de la entrada al orfanato. Pena de degradación que se prolongó  durante las horas de una jornada laboral. 

Suspiré aliviado cuando comprobé que el celador de guardia aquella mañana no era el Rana, pero tampoco me alegré mucho cuando vi aparecer por la esquina del pabellón al señor López. Tan nefasta era en nuestras vidas  la perversidad de aquél, como la vileza de éste. Incorporado a las tareas de vigilancia, ya algo mayor, mostraba en una eterna expresión de cansancio su hartazgo de tener que aguantarnos, como lo había hecho con la “bellaca” clientela en sus  muchos años de dependiente de tienda, sin que durante ese tiempo fuese capaz de desprenderse del servilismo, producto del miedo al jefe. El administrador me había dejado con un leal custodio.

Yo le esperaba ya con el carrito. Caminó hacia mí, como siempre, escorado a un lado pues tenía cierta dificultad al andar y me dejó muy claro que no iba a jugarse su plaza de vigilante por hacerme un favor: Me ha dicho don José Capilla que te vigile de cerca…, y como comprenderás, no quiero problemas…, así que conforme vas llenando el carro y antes de llevarlo al vertedero te pasas por aquí que yo lo vea; ¡y que te vean todos!… Estaba claro que aquel era un castigo para herirme en la humillación…, pero nos habían herido tanto que ya estábamos vacunados.

Salvo la zona de jardines con abundante broza y hojas secas, el resto del recinto presentaba un estado de limpieza aceptable, habida cuenta de que en aquel lugar, apartado de los circuitos del vacuo consumo --todo servía--, nada se tiraba, así que decidí hacer una somera limpieza de los jardines del destete, llenando el carro de retama seca como primera muestra a presentar  --carrito en mano ante la mirada atónita de los internos que no entendían el voluntario ejercicio-- a mi eficaz guardián, dándome el visto bueno, con la pertinente anotación en un papel, a aquella primera vez y después a la segunda --no sé porqué establecí un lapso de una hora entre muestras--;  pero no a la tercera: Ésta es la misma basura... ¡a mi no me engañas!...; razón que le negué aunque la llevara; efectivamente era la misma del primer carro: ¡No ves que es basura vegeta!, y como bien sabes todas las plantas se parecen!; y que no coló: seguro que la anotó con algún arterisco: ¡No, no!... quiero ver basura variada;  y hete aquí que me tuve que aplicar en la sinrazón de la razón: para proveerme de la basura deseada iba a la escombrera vertedero de residuos  que había donde estaban los eucaliptos, en la zona del lavadero, donde cargaba una muestra diversa de lo que se depositaba allí: papel, cartón, latas,   ascuas apagadas de carbón… que presentaba al agrado del señor López, para después volver absurdamente a depositarlas en su lugar de procedencia, en donde las iba apartando por lotes para no repetirla.

Y entre muestra y muestra un merecido descanso sentado en el carrito aparcado en los jardines de la Patera; reflexionando, quizás, en mi buena suerte de que el castigo no hubiera sido más excesivo… o poniendo en duda el convencimiento de que alguna vez,  tarde o temprano, se acabarían aquellas continuas ignominias… o prometiendo a mi mancillada justicia, más que a mi herido ego, repararla cuando lo narrara alguna vez…, no sé…; y entre reflexión y reflexión, iba superando los controles, hasta llegar a  la última prueba   superada  en  presencia  del  relevo:  a  la  tarde  se  hacía  cargo del gobierno del pabellón el señor Manuel, más conocido entre nosotros como Manolillo. Ahora si que suspiré desahogadamente.  

No creo que el señor Manuel se enterara mucho de aquella historia que me vinculaba al carrito de mano y que le contaba el señor López, y mucho menos de la advertencia de que se aplicara con severidad hacia mi persona como mandato del jefe supremo… no, no creo; era tal la confusión que el alcohol --del que su dependencia era patológica-- le provocaba en la mente, que más que vigilarnos  a nosotros, teníamos que hacer lo contrario: vigilarle a él.  Además de esta nefasta adición, añadía a su mermada autoridad el complejo de inferioridad en sus carencias intelectuales que mostraba cuando trataba con nosotros: los estudiantes.

Último en incorporarse a aquel ¡¡¡especializado!!! plantel de cuidadores de adolescentes; ya en la cincuentena, algo marginado por el resto de celadores, necesitaba constantemente hablar con alguien, confesarse al oído de quién quisiéramos escucharle, aunque en esa distancia corta nos tirara para atrás el fuerte olor de la resaca de alcohol de todo tipo que profería su boca. Nos producía cierto desconcierto aquel insinuado desvalimiento, sobre todo viniendo de un vigilante, y que en nuestra necesidad de desahogar tanta afrenta del colectivo al que representaba, derivaba en comedido recochineo hacia él… intentando no herirle; siempre con imaginación.

No teníamos especiales cuitas entre nosotros dos, así que sin más protocolos, considerándome más un compañero de fatigas que un subordinado en aquel momento, se sentó conmigo al borde delantero del carro --donde la rueda-- para no volcarlo y empezó a largar todo aquello que la razón trastocada por la química del alcohol barato no controla, mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro, sin parar. El tabaco negro hizo aún más explosivo el olor de la voz. Me habló mucho de su padre, un antiguo empleado administrativo del centro,  ya jubilado, que medió para su incorporación a la plantilla de celadores del orfanato; un tal Pablo Rodríguez de oscuro pasado por su militancia falangista en episodios cruentos en Granada durante la guerra civil. De pequeños lo distinguíamos perfectamente en la lejanía algunas mañanas, cerca de la oficina del centro, por su complexión fuerte y su elevada estatura no usual en la época: ¡Mira!, aquél es Pablo, ¡el falangista!, dicen que durante la guerra…?  Alguien fuera de aquel recinto y que conocía la historia me contó alguna vez que era muy conocida en Granada su estampa de implacable vengador de larga barba, mientras paseaba  exhibiendo su crueldad montado a caballo, por las calles de la ciudad. ¿Cuáles eran aquellos callados temores?... desconozco la historia… Y de aquellos servicios, estas recompensas laborales.

La diputación de Granada –nuestra mentora-- era un nido de falangistas. Y ahora el hijo del más temido, me revelaba su cara más vulnerable: la defensa de lo indefendible, justificando a su padre negando las oscuras leyendas… al igual que negaba torpemente la suya: pude descubrir en las negras sombras de la mirada de unos brillantes ojos pequeños la severa disciplina del padre autoritario y dictador, el culpable de su desvarío hacia el pozo del alcohol al que se estaba llevando consigo --no para olvidarlas sino para borrarlas definitivamente-- su desgraciada infancia, su reprimida adolescencia, y hasta el vacío de adulto que sentía;  y al final en su deriva sólo pedía un poco de atención, aunque fuera la de un desahuciado  del  Sistema,  al  que  se  le  había  confiado  en custodia; la que relajó sin entender muy bien las razones de por qué otros de los suyos se empeñaban en que limpiara todo aquello…, me consideraba buena gente. 

En confusa razón, todavía, y antes que su atrevimiento quedara paralizado por el bajón de la euforia que antecede al sopor después del exceso, y, seguramente, para agradecer mi paciencia y el tiempo que le había dedicado, fue anotando por anticipado en el papel que le entregara el señor López todos los controles de la tarde, con sus horarios correspondientes, que le fui dictando. Sonrió --su perfecta dentadura postiza destacaba sobremanera sobre la oscura tez-- con la complicidad del niño  trasgresor y después se quedó un rato en silencio, insondable, mirando de perfil hacia el infinito --el que quedó perfectamente indicado en la dirección que apuntaba su notable nariz aguileña--, del que le hice volver, correspondiendo a su franqueza con una sorprendente revelación por mi parte: No te lo podrás creer señor Manuel, pero después de todo un día al lado de este carrito de mano he acabado cogiéndole afecto; ¡vamos!, que lo siento como si fuera algo mío; franqueza que le sorprendía ya en las brumas silenciosas de la modorra que prosiguió a su febril verborrea, y de la que le desperté momentáneamente  con mi segunda coña marinera: Me gustaría tenerlo toda la vida, ¿no habría alguna forma de que me lo pueda quedar?, provocándole un último segundo de cordura: ¡Ni se te ocurra!, ¡entrégalo!, ya se hace tarde, antes de recogerse en la pequeña habitación de descanso para celadores, a dormir la mona, mientras los internos asistían  a las  clases de verano.

Ni que decir tiene que inmediatamente dejé el dichoso carrito de mano  y demás útiles de limpieza en el lugar donde los cogí. El último chirriar de su rueda antes de pararse me recordó el gemido lastimero de un animal: ¿me habría tomado cariño, de verdad, aquel artefacto y no quería que le abandonara?  Libre de condena, me perdí en mis divagaciones el resto de la tarde.

Cuando a la noche me reintegré con mis compañeros a su vuelta de Almuñécar, ni me preguntaron, ni yo les conté.



FranciscoMolinaGómez