miércoles, 2 de noviembre de 2016

DE LA MILI (I): LA LLEGADA










Vista aérea de los edificios-pabellones del campamento militar de Campo Soto en San Fernando, provincia de Cádiz. Ha sido emocionante poder ubicarme de nuevo en formación frente al edificio de cubierta plana: Doce Compañía --de los tres el más próximo al bosque de eucaliptos que se orillaba con la marisma gaditana--. Un lujo a la vista de los degradados barracones de otras Compañías


En la tibia mañana del otoño de mil novecientos setenta y cuatro --domingo--, deambulaba por la zona de Legazpi en Madrid, sin más intención que la de ir descubriendo esta metrópolis a la que había llegado un mes antes, justo cuando se estremeció con el último atentado terrorista en la calle Correo --explosión que oí al hallarme muy cerca del lugar--, y que empezaba a mostrar, en el latir normal de sus habitantes, cierta preocupación por el incierto futuro de un Régimen que apuntaba el declive y una crisis económica que empezaba a minar los años del desarrollismo; imaginando que de golpe y porrazo me iba a topar con Agustín, un antiguo compañero de orfanato que andaba por allí; y aunque aquel suceso suponía una probabilidad remotísima seguía persistiendo en mi premonición, observando con atención la gente transeúnte, cuando en la acera de enfrente me pareció descubrirle, al principio dudando: Parece Agustín; y después, confirmando el reconocimiento crucé rápidamente la calle a fin de no perderle de vista. Efectivamente era él. Nos saludamos efusivamente, y yo le referí sorprendido hecho tan casual.
Irremediablemente estábamos destinados a encontrarnos cíclicamente cada cierto tiempo. Para no dejar al azar los próximos encuentros le di la dirección de la pensión donde me hospedaba, a donde tres meses después acudió a despedirse para incorporarse al servicio militar.
Bajamos a la calle e inmediatamente el intenso frío de enero nos invadió hasta adherirse en los abrigos y pertrechos que nos protegían de los rigores de la noche, durante el trayecto hasta alcanzar el suburbano en la glorieta de Bilbao, en uno de cuyos frentes ocupado por el café Comercial --de gran solera hasta hace poco tiempo en Madrid-- aún nos permitimos el lujo de hacer una parada para tomar un delicioso torrefacto, sentados amigablemente en uno de los antiguos veladores de mármol, servidos por añejos camareros de pajarita negra y delantal blanco; a pesar de horas tan intempestivas, donde en la conversación, entre otras cosas, me refirió su destino: Me ha tocado el campamento de Campo Soto; mañana marchó para allá.
Se nos hacía muy tarde y le acompañé hasta el Metropolitano en cuya boca del túnel le despedí: ¡Suerte en la mili! 
El denso vaho de vapor blanco se mantuvo en cada respiración de mi aliento de vuelta a la pensión. La segunda  mitad de la década de los setenta se había iniciado con un duro invierno y yo estaba sólo, desubicado, perdido en una inmensa ciudad a la que apenas había comenzado a conocer, pero que ya me fascinaba.
Poco tiempo después emprendí el mismo viaje, con el mismo destino, acordándome de él.  










Seis meses más tarde del encuentro, otra sensación de desubicación: la de una nueva etapa, en una ciudad conocida y con fondo de un estupendo día de principios de verano, me embargaba recorriendo en irreconocible pelotón, todavía vestidos de paisano pero ya regidos por las ordenanzas militares, de las que algunos artículos --los que nos afectaban directamente-- nos había leído en el patio del Ayuntamiento de Granada, y en alta voz, un joven teniente del ejército de tierra, que de riguroso uniforme, con todos sus aditamentos de guerra, comandaba ahora el conato de formación: jóvenes de la capital y de los pueblos de la provincia de distinta formación y procedencia social apurando los últimos momentos en semilibertad, contándonos --sin haber sido presentados-- chascarrillos que habíamos oído sobre la mili; oteando entre la heterogénea masa humana por si reconocíamos alguna cara conocida, deseando que así fuera; escondiendo en las bromas improvisadas los primeros miedos de la nueva situación: la incertidumbre del futuro más inmediato que se nos reflejaba en la cara, y que nos descubrían con sus irónicas sonrisas algunos transeúntes con los que nos cruzamos, petates al hombro, en el itinerario por el centro urbano desde la plaza del Carmen hasta la estación de trenes de Renfe en la avenida de Calvo Sotelo (hoy de la Constitución).
 
Después de una larga espera llegó nuestro tren del que bajaron varios policías militares. Fuimos ocupando los vagones que se habían habilitado al efecto para nuestro traslado hasta el Centro de Instrucción de reclutas número Dieciséis en Campo Soto --nuestros destinos se cruzaban de nuevo, querido Agustín--, previo listado de los nombres con los que aún nos reconocíamos; antes de ser un número, perteneciente a una compañía, encuadrada en un batallón; a cuya llamada del mando militar respondíamos torpemente, intentando vanamente que se oyera grave el ¡¡presente!!, y saliendo de la formación para incorporarnos a los vagones que eran diferentes del resto del convoy: aparatosos armatostes metálicos de un gris verdoso oscuro.
 
A partir de entonces todos nuestros actos estuvieron presididos por la misma formalidad, el siempre repetido e insoportable rito de alinearse con los demás antes de comenzar cualquier actividad durante los dieciséis meses que duró el servicio militar; sentimientos que algunos estaban próximos a experimentar por primera vez. Otros nos habíamos doctorado en esta materia en los internados --¡¡¡A cubrirse... firmes!!!--, en donde ya desde muy pequeños nos impusieron cierta disciplina parecida; ¿verdad amigo Agustín?
 
La prueba del nueve de que habíamos perdido nuestra condición de civil; de negársenos la suerte de ser tratados como ciudadanos normales, a los que se les suponían unos derechos cuando viajaban, era evidente con la constatación de que los vehículos tenían más aforo que el permitido. Saturación de materia humana que ocupábamos --la mitad de pie y la otra mitad sentados-- aquellos vagones de tercera. Era una señal más de la dureza de la vida que nos esperaba; aún cuando, no queriendo ser consciente de ello, persistíamos en nuestras ruidosas conversaciones y exageradas risas en los corrillos de los chistosos; momentos álgidos de decibelios que intentaba apaciguar el teniente --se había quedado en el mismo vagón en el que viajaba yo-- que mostraba una jerarquizada distancia hacia nosotros sin querer empatizar con la futura tropa; revelando, en sus gestos de hartazgo, cierta ansiedad por acabar sin novedad, y cuanto antes, su misión de trasladar sana y salva aquella masa humana de la que era responsable hasta el final marcado en su ruta.
 
Pero aquel día fue muy largo pues transcurrió lento, lentísimo como la marcha del tren, que discurría por la línea férrea del interior de la región, dejando atrás las primeras estaciones de Loja y Antequera, en una mañana aún soportable pero que ya apuntaba un día caluroso, con destino hacia tierras sevillanas --aún lejanas-- en donde desviaríamos hasta San Fernando en Cádiz. Desde el asiento que en suerte me había correspondido --ajeno al ruidoso ambiente-- con el fondo del paisaje de la sierra antequerana, me complacía en reconfortantes pensamientos: el haber llegado a aquel crítico momento con los deberes hechos --a muchos les supuso una brusca ruptura, dejando temporalmente en el tintero objetivos de vida--: tenía un trabajo que retomaría a mi vuelta de la mili, y una novia que me estaba esperando en Salobreña (localidad de la costa granadina) en el todavía lejano permiso de la jura de bandera.
 
Absorto durante horas en aquel estado de ensoñación de venturado futuro, como si el niño y el adolescente --más bien prematuro adulto-- que llevaba dentro despertaran aliviados de una pesadilla; alegrándose ambos de que el pasado hubiera sido un mal sueño que se diluía en el vasto espacio del campo abierto, sin ser consciente del paso de las horas, ni del abrupto cambio del paisaje, pues seguí abandonándome al monótono traqueteo de las ruedas metálicas sobre las vías; perdida la mirada, ahora, en el desolador horizonte que se prodigaba de reseca retama en la que había mutado el verde panorama de las últimas estribaciones de la sierra malagueña.
 
El agudo chirriar del frenado de las ruedas, me hizo volver a la realidad menos halagüeña. El tren se había detenido. A los vaivenes acompañados de ruidos metálicos --como de golpes en el desenganche del vagón--, siguió una extraña quietud, y a ésta un profundo silencio sobre el que destacó la voz del teniente advirtiendo de que nadie bajara del tren. No dijo nada más, dejándonos en la incertidumbre de lo que debiera acontecer a partir de entonces, permaneciendo parados a merced de la hostilidad del lugar y de la climatología.
 
Las condiciones adversas del éxodo forzoso eran todo un despropósito propio de aquella dictadura militar que, si bien en los estertores de su final --o quizás por eso--, aún mantenía intacta, sin que los cambios fueran claramente perceptibles, todos los ritos, ceremonias, costumbres, y rutinas --prácticas siempre plagadas de abusos de autoridad-- que el mundo castrense había acumulado a lo largo de muchas generaciones de mozos, que desde el final de la guerra hasta aquellos días habían sido llamados a filas; y eran ahora obligado referente para los que nos incorporábamos en ese momento; en el ecuador de la década de los setenta. Eran las leyendas de la mili: ¿quién no había oído hablar de los traslados de reclutas hacinados como si fuese ganado?
 
La odisea de aquel viaje tuvo su punto culminante más disparatado en el preciso instante, apartados los vagones en un apeadero del camino de hierro que discurría por la seca estepa sevillana --con los rayos de sol asolando de calor un terreno que era ya una continua flama-- con los vagones desenganchados, dejándonos varados a nuestra suerte y desguarnecidos del inclemente astro que brillaba con un fuego, jamás visto, que hizo de las chapas de los coches detenidos auténticas planchas solares, reverberando el insoportable calor hacia el interior durante varias horas, las más implacables de aquel día de julio: las del mediodía y siguientes, con la radiación solar cayendo plomiza sobre el desierto páramo. Ello no fue óbice para que al poco tiempo, y por el lado en el que los vehículos proyectaban su ardiente sombra, aparecieran --como surgidos de la nada-- toda una legión de proveedores de víveres y bebidas; perfectamente organizados, dispuestos a vendernos todas las existencias, en dura pugna entre nosotros por acaparar el máximo de comestibles y de líquidos refrescantes, sobre todo agua, la que no sólo ingeríamos sino, también, derramamos sobre nuestras férvidas cabezas, escurriendo sobre los torsos desnudos (últimas voluntades de condenados que nos concedió el teniente en un rasgo de humanidad), aliviando el insoportable calor. Gracia que no pudo aplicarse a sí mismo, pues embutido en el rígido uniforme --con la gorra de plato en la mano como único desahogo-- era una fábrica de producir sudor que le brotaba por la frente y le rezumaba por el cuello. 
 
Empezaba a declinar la tarde cuando nos engancharon de nuevo a la máquina, agradeciendo el golpe de aire --menos caliente-- que entraba en el vagón debido a la marcha. No recuerdo la llegada a la estación de San Fernando, ni el medio de transporte (autobús, camiones militares, o marchando a pie) que nos llevó hasta la garita de control y la puerta de entrada del centro de instrucción; único hueco que rompía la continuidad de la alta tapia que, a intervalos, pintaba de un blanco sucio en los puntos en los que los focos de luz la iluminaban en la noche. Estábamos en el límite de otro mundo, y que nos cambiaría la vida por un tiempo, próximos a ingresar. Otra vez, amigo Agustín --pensé--, repetíamos la historia.

No sé si tú, querido compañero, sentiste lo mismo que yo al franquear las puertas del mismo recinto a donde nos llevaron a los dos, pues en cuanto puse el pie en el campamento descubrí en aquel nuevo internamiento algo de similitud con el lejano día que me ingresaron en el orfanato; si bien aquí la conciencia de la reclusión era una reflexión matizada por las experiencias vividas, y el adulto en que me había convertido. Palpé en mi ánimo de novato el miedo y la resignación que había visto, durante muchos años, en las caras de los nuevos huérfanos que ingresaban en los pabellones, sometidos a las contingencias adversas de las bromas y escarnios de los internos más antiguos; como los que nos zaherían ahora los soldados veteranos destinados en el campamento desde que franqueamos la barrera de entrada: ¡¡Bichos!!..., sois la última mierda de este campamento..., ¡¡billejos!!!, os queda más mili que al palo de la bandera...

Inmediatamente sin esperar al día, bajo la luz amarillenta de los focos que iluminaba la escena en la noche, nos asignaron compañía. Rápidamente formé con la mía: la Doce..., y empezaron los primeros gritos hacia el grupo, las primeras órdenes a voces, los primeros empujones, las primeras descalificaciones colectivas e individuales: ¡¡A cubrirse!!..., ¡¡firmes!!..., todos a la vez ¡coño!..., es que estáis apollardados, ¡o que os pasa!..., tú, ¡tontoelculo! a ver si te enteras..., tú ¡pedazo manteca!, si tú el gordo, o espabilas o te vas a quedar aquí toda la vida. Más tarde, sin perder el orden de la formación por compañías, ingerimos la primera incomestible cena en el amplio comedor en donde rápidamente nos impregnamos del olor a rancho cuartelero del que sólo nos sacudimos cuando tres meses después abandonamos el establecimiento militar. Y algo después la misma visión de antaño en la primera noche en la compañía, otra vez la reconocible secuencia de literas-camas, ocupando el alargado dormitorio; unas muy juntas a las otras, sin intimidad --el pudor, el recato y la vergüenza era, según los que ahora regían nuestra vida, mojigatería de maricones, y había que aparcarlos fuera del campamento--, dejándonos caer literalmente sobre el colchón, aún sin sábanas; extenuados pero en duermevela pendientes de las novatadas de los veteranos, rindiendo al cansancio un sueño sobresaltado muy de madrugada con el primer toque de diana.

Aún cuando me costaba aceptar que me habían encerrado allí en contra de mi voluntad, no por ello dejé de congraciarme desde el primer momento --¡qué remedio!-- con aquel entorno, con su ambiente militar, y con aquellos nuevos compañeros de viaje, que sin haberlo pedido --al igual que me sucediera en el orfanato--, se cruzaban ahora por mi vida.


FranciscoMolinaGómez
(continuará)