jueves, 1 de septiembre de 2016

A PROPÓSITO DE ARQUITECTURA. V: LA UTOPÍA MODERNA











1.968: Escuela de Maestría Industrial de Granada (hoy Instituto Politécnico Hermenegildo Lanz). Fotografía publicada por la Fundación DOCOMOMO IBÉRICO


La primera vez que había visualizado una imagen de la moderna ciudad de Brasilia fue en mi libro de historia del arte cuando cursaba sexto de bachillerato en el viejo caserón de la Academia Isidoriana de Granada, allá por mil novecientos sesenta y ocho. Y fue un descubrimiento a la modernidad que me conquistó para siempre, aunque con el tiempo hube necesariamente que matizar tal subyugación. Una sorprendente primicia, al carecer entonces en mi vida formativa de pocas oportunidades de poder consultar otros libros que no fueran los de texto obligatorio que se me facilitaban. Si algo abundaba en mi vida eran las carencias de todo tipo. Pero siendo así no era preocupante pues teníamos el transcurrir del cronos a nuestro favor. Entonces el mundo se nos iba abriendo poco a poco al conocimiento con los nuevos libros cuyas imágenes devorábamos con los ojos compulsivamente al inicio de cada uno de los cursos, intentando aprehender en poco tiempo todo aquel nuevo saber, teniendo todo un año para rumiarlo; un tiempo distinto al de ahora, en el que las cosas de la existencia llegaban paso a paso, en su debido momento, asimilando fácilmente los datos fundamentales, como los acotados escasamente en una página, junto a las fotografías impresas de arquitecturas novedosas de hormigón, acero y vidrio, enunciando en unos pocos renglones los postulados de las nuevas ciudades de las que aquella era la primera experiencia total construida: una ciudad virgen, contemporánea, la utopía moderna, el modelo de lo que los urbanistas del movimiento moderno venían enunciando décadas atrás... una ciudad y una arquitectura nueva... pero ¡¡qué lejos quedaba Brasil!!
Lo que ni imaginar podía es que acabado brillantemente aquel último curso de bachillerato y su reválida, iba a habitar en mi primer año de carrera técnica uno de aquellos edificios sorprendentemente nuevos --escuela de Maestría Industrial-- que eran excepción en una ciudad --Granada-- que como he reseñado en alguna ocasión era todavía: indefinible en lo moderno. Le costaba romper sus ataduras antiguas, y cuando lo hubo hecho fue para adoptar un urbanismo atroz, de especulación, de edificios imitativos y de espacios mínimos coincidiendo con una gran demanda de viviendas en plena etapa de desarrollismo. Excepción como la de la escuela de Maestría Industrial lo era también el edificio de los Sindicatos que conocía y que ya había suscitado mi interés por su potente impronta moderna, ubicado en plena avenida de Calvo Sotelo --ahora de la Constitución--, y que sumergido en aquel ambiente urbano anodino de la nueva edificación, era un soplo de aire fresco. Pero al igual que sucedió en Brasilia, salvando las distancias, eran edificios que empezaban y acababan en ellos mismos, con difícil vinculación con el entorno en la formación de ciudad, por lo menos de aquella histórica que habíamos conocido desde la Antigüedad. Con el tiempo supe que ambos edificios los había proyectado, casi a la par en el tiempo, el mismo arquitecto: Carlos Pfeifer, un rupturista del expresionismo historicista de posguerra, comprometido firmemente con el lenguaje de la modernidad. Una inolvidable y agradecida experiencia espacial que ahondó, aún más, mi fascinación por la arquitectura, y de la que escribí cuando aún no conocía su autor ni su obra, en un ejercicio de intuición, sólo de emociones a flor de piel, pues todavía no entendía mucho de todo aquello. Una vivencia tan emocional como física que necesitaba como el respirar en un tiempo en el que arrastraba cierta saturación de la represión del raciocinio; expectante, abierto a cualquier situación nueva que me diera un leve respiro, un pequeño alivio a la permanente ignominia que vivía y que habitaba en aquel orfanato.   







Aquello de la utopía moderna


Habían transcurrido casi cuarenta años desde el final de los años sesenta, cuando en un viaje a mi ciudad natal sentí la curiosidad de comprobar con mis propios sentidos cómo había sobrevivido el moderno edificio que me acogió en mi primer año de carrera técnica, en la vorágine del urbanismo expansivo de las últimas tres décadas del siglo pasado en la ciudad de Granada; la que había dado el salto por encima del entonces borde --camino de Ronda-- entre la ciudad y el campo, expandiéndose con perceptible caos, sin una visión urbanística de conexión de ambas partes de la metrópolis, en la vega hasta la reciente carretera de circunvalación; y cómo no, la imperiosa necesidad de volver a experimentar la transición de espacios que antaño --cuando era un inquieto profano-- percibiera; para cerciorarme, ahora con los conocimientos de arquitectura, que aquella vivencia intuitiva era acertada: que detrás de todo aquello había un gran artífice y que, pese a mis desconocimientos entonces de la materia, era ya una persona sensible a la creatividad del espacio que habitaba.

Mi curiosidad iba pareja por experimentar transitando a pie, cómo el entonces límite de la ciudad --camino de Ronda o Redonda--, antaño abierto al campo por uno de sus lados en una perspectiva paisajista que se perdía en las alamedas, secaderos de tabaco, y huertas, y que marcaba una carretera plagada de viejos ejemplares de plátanos, bajo cuya bóveda verde discurría el flujo de vehículos que circunvalaban el centro con destino a su periferia y a los pueblos cercanos, era ahora una calle urbana, encajonada entre pantallas altas de edificios de viviendas que traslucían al exterior el pobre espíritu espacial de su interior, y que la hacía más estrecha. En rápida visualización que hacía conforme la recorría andando, junto con mi mujer Teresa, comprobaba cierta fútil y aburrida uniformidad en la concepción de vacíos y llenos de sus fachadas. Sentía casi la misma curiosidad de aquel primer día de curso recorriéndola nervioso  subido entonces al autobús urbano pues el edificio que buscaba se ubicaba en ascenso hacia el final del camino de Ronda, próximo al estadio de la Juventud (antiguo Frente de Juventudes), hasta donde llegamos caminando y ya algo cansados de la caminata Teresa y yo, teniendo como referencia las antiguas instalaciones deportivas que avistamos en avanzado estado de abandono. Orientado por éstas, pues no reconocía el entorno, fue al girar en una de aquellas calles próximas al estadio cuando descubrí al fondo, semiescondido por la nueva edificación, el edificio buscado.

De repente brotó en mi la misma excitación de aquel primer día de la nueva etapa, en la satisfacción de poder transportarme a aquellos momentos iniciales de indisimulada alegría por lo que suponía de emancipación en un futuro el iniciar una carrera técnica --arquitectura técnica--, y la de la agradable sorpresa de la edificación hacia la que me encaminaba y que destacaba enfrente en el fondo de la vega; la que me acogería durante aquel primer curso. Pero no iba solo aquel día. Muchos chicos --y algunas pocas chicas-- nos dirigíamos hacia el mismo objetivo, casi todos impecablemente trajeados. Recuerdo que estrenaba para la ocasión un traje de suave y discreto tono de color oro viejo, como premio a un brillante final de los estudios de bachillerato, y que me supuso un serio enfrentamiento con la madre superiora --sor Fernanda Guerra Bravo-- al rechazar yo el paño y el color --gris-- que había elegido ella para mí. No estaba dispuesto, en la medida en que lo pudiera evitar, a que otros u otras, por importantes que fueran, me impusieran el color que debía regir mi vida en etapa tan especial: la universitaria. Aquello supuso en mi perenne pobreza de vestimenta un privilegio del que nunca habían disfrutado los internos.

Y rememoré aquellos minutos de gloria atravesando el umbral de la edificación: ¡¡Y qué umbral!! Pasamos en segundos del vacío agreste al regazo del edificio sin traspasar puerta alguna; una grata experiencia espacial que ya me previno a tan temprana edad --diecisiete años-- de lo extraordinario de aquel novedoso edificio. El umbral, como porche de entrada, era un vestíbulo cubierto y abierto a la calle y a un gran patio interior, marcando ambas aberturas un primer eje de penetración. A primera vista se percibía como un hueco tallado a propósito en el volumen del edificio que provocaba atravesarlo. Ese ámbito que intermediaba entre el inmenso espacio de la vega: infinito, abierto al viento y a la lluvia en el invierno y al implacable sol sureño en el verano, y el reconocible de estancia construida, de proporciones acordes a su función educativa, controlada por las manos de hábil arquitecto --presumí nada más alcanzarlo-- era lugar de llegada, de protección, de salutación, de conversación, de información académica que se publicitaba en los tablones de anuncios colgados en una de sus paredes, la que mediaba con el salón de actos, que aquel primer día de presentación aperturaba sus puertas para la celebración de la preceptiva misa y a renglón seguido el acto de bienvenida. Constataba con ello dos apreciaciones inmediatas: la confirmación de la imposibilidad, por imponderables externos a nuestra existencia, de poder desvincular la religión de la formación reglada --incluso en etapa tan trascendente en nuestras vidas--, y lo excepcional de aquel espacio de representación, que como volumen exento se configuraba al exterior rematando acertadamente uno de los laterales de la edificación, en un claro esquema funcionalista.

La sorpresiva ubicación de la puerta de acceso al edificio de las aulas era uno de los logros de la arquitectura del complejo educativo --lo percibí en el recuerdo mucho tiempo después cuando me formaba en el arte que en los albores de la civilización romana teorizara Vitrubio--, y aunque en aquel momento de mi primer día de clases presentía sólo la originalidad de su establecimiento, después  en la evocación convine que era producto de la sensibilidad de su autor, el que huyendo de la brusquedad del ingreso directo desde la calle que siempre habíamos experimentado al entrar o salir de cualquier edificio conocido hasta entonces, había concebido el tránsito hasta las aulas, talleres y laboratorios como un itinerario visual: secuencias, en visión seriada, de las sorpresivas perspectivas visuales que mostraban cada uno de los elementos de la compleja trama de la escuela: los porches se prolongaban en los pórticos que circunvalaban los patios que, a su vez, recogían los edificios. Una experiencia ritual en el sentido de la marcha, enfatizada por las distintas gradaciones de luz y sombra durante el recorrido que marcaban los espacios construidos: pasábamos gradualmente de la intensa luz del exterior a la reconfortante semipenumbra del vestíbulo cubierto, y de éste a la penumbra del pasillo porticado como de claustro moderno de patio interior, y que nos avocaba directamente a la puerta acristalada de la entrada; aunque lo más fácil aquel primer día de inicio de clases --algo insensible entonces a la vivencia de un proceso pausado de tránsito de matices de luz-- era seguir la estela del resto de los compañeros en su afán por llegar al aula. Así lo hice.

 Las aulas volcaban al sur con una fachada en estructura porticada de hormigón --la croquizamos hasta la saciedad-- recubierta, en sus vanos, por grandes superficies acristaladas, rehundidas del plano exterior para una mejor protección solar dada la orientación: a modo de celosía que liberaba espacios de transición abalconados con vistas, entonces, a la extensa vega, cuyos confines se perdían --hasta bien entrada la primavera-- en la espesa neblina del fondo donde surgían a primeras horas de la mañana --desdibujadas, como flotando entre la desnuda vegetación-- algunas granjas y vaquerías que en invierno y a determinadas horas desaparecían totalmente por efecto de la fría bruma exterior. Pero aquellas bajas temperaturas no nos afectaban: ¡¡¡teníamos calefacción!!! Por vez primera experimentaba la agradable sensación de un edificio calefactado, mientras en el exterior heladas temperaturas le ponían cerco.

El novedoso edificio y el agradable ambiente de la escuela me marcó favorablemente tanto que al final del primer trimestre era ya actor principal de una dicotomía: habitaba, con perplejidad, en la contradicción de dos mundos distintos y próximos a la vez; dos realidades desiguales que se sucedían, una a la otra, intentando, ambas, acoplarse en la inmediatez de un tiempo de difícil ajuste: Ir, marchar...; volver, retornar..., sin conseguirlo: el orfanato y la escuela ¡¡¡eran tan diferentes!!! Ahora más que nunca deseaba cada mañana salir de aquel círculo que constantemente se nos cerraba atrapándome en un ambiente gris, anodino, invariable... de altas tapias que aprisionaban voluntades... de gruesos muros... antiguo y convencional... estereotómico... de orfanato..., donde convivía con la sinrazón de aquellos celadores, vigilándonos pegados a piel, más cerca que nunca mostrándonos sus incapacidades, para llegar cuanto antes al círculo que se abría en un espacio nuevo, luminoso, amable, cambiante... de superficies acristaladas liberando las vistas y haciendo más amplio el horizonte... de paredes ligeras... novedoso y moderno... tectónico... de escuela técnica. Aunque a la tarde cuando volvía al orfanato era denostado por seres ignaros, cada mañana era tratado con respeto por personas doctas, y esto era un bálsamo para mi existencia en aquel tiempo.

Identifiqué en una de las esquinas de la edificación dispuesta en forma de u la amplia aula de dibujo y recordé que en el inicio de la primavera cambiaban sus clases. Con la llegada del buen tiempo abandonábamos temporalmente los tableros de dibujo (mesas de madera regulables que, con cierto orden, cubrían todo el espacio de la alargada y bien iluminada aula; la más grande), y nos repartíamos por toda la escuela croquizando a mano alzada los detalles constructivos que conformaban la materia de aquella muestra tardía de estilo internacional. Hasta aquel momento la habíamos habitado sin reparar con pormenor en sus acabados; en sus texturas. Ahora con su estudio y representación descubríamos, con sorpresa, los recursos materiales de los que se valió su autor --discurso arquitectónico vanguardista-- para modelar volúmenes y esculpir huecos, que configuraran finalmente espacios tan celebrados. A lo alto, los prismas mostraban su masa recubierta de pequeñas escamas de gresite  --material muy en boga en la construcción en aquellos años-- en pequeños mosaicos acabados en punta inversa de diamante. Bajorrelieve que se nos manifestó sólo entonces, y que confería a sus lados un determinado efecto caja, acentuada con característico brillo al reflejo del sol.

En los vacíos de los accesos los extensos lienzos de ladrillo visto --la modernidad no era óbice, en la intención del arquitecto, para el empleo de materiales tradicionales-- del exterior se doblaban, como un plano continuo, penetrando al interior y confiriendo a las paredes texturas en tonos rojizos, como murales de arcilla. Analizamos toda la construcción, midiendo y dibujando todos los detalles, los de su estructura: en el vacío de la planta de calle sorprendían los pilares de perfiles metálicos normalizados, desnudos y limpios, mostrando ese principio de veracidad constructiva de la arquitectura moderna; y los de su piel: en las fachadas la claridad constructiva la imponía el uso del hormigón armado visto, acabado en su color natural; así como de cualquier otro elemento arquitectónico: escaleras, pórtico, patios... y entre uno y otro croquis: un improvisado partidillo de futbito en alguno de los patios pues abundaban las instalaciones deportivas; ¡¡incluso teníamos una piscina!!

Entonces rememoré con cierta melancolía a mis compañeros de carrera: Obdulio de cara tan ancha como el cuerpo donde destacaban unos muy gruesos labios y unas enormes gafas: sólo tenía un tema de conversación que siempre versaba sobre las tías buenas --chorbas, decía-- y una obsesión sexual que idealizaba en la actriz y cantante la Polaca, el que todos los fines de semana mudaba las amplias y luminosas aulas por la estrechez y semioscuridad de la discoteca Chivas; Gracián un sevillano trasvasado de arquitectura superior y que se convirtió, por sus conocimientos obvios de las materias lectivas, en el asombro y envidia del resto de la clase, pues no había asignatura que se le resistiera, ¡lo entendía todo!;  aquel otro con cara de empollón, gruesas gafas de montura de pasta negra y blazer cruzado azul oscuro, el que siempre acababa las conversaciones con frase tan determinante: ¡Y un cojón de pato!;  los hermanos Góngora, de familia pudiente --habitaban en un carmen del albaicín con vistas a la Alhambra--, y que parecían siameses junto a su inseparable calculadora electrónica tan ancha como la suela de un zapato, y que utilizaban con ventaja para los cálculos de funciones matemáticas y trigonométricas, mientras los demás manejábamos las tablas de logaritmos y la popular y manual regla de cálculo;  uno con cuenta bancaria de papá abierta a todos gastos de ropas de boutique, bagatelas y gasolina para su Seat-850-coupé: ¡¡¡llegaba todos los días en coche propio!!!; un mulato de muy bien vestir y porte y que siempre exhibía la última y cara novedad en instrumentos de dibujo de importación alemana: los limpios y novedosos punteros rotring, mientras los demás sólo podíamos utilizar los complicados graphos;  otro que en algunos descanso entreclases siempre dibujaba lo mismo en el encerado: una gran hormiga con sus innumerables pares de patas y sus largas antenas, luciendo cinturón con dos grandes pistolones a los lados, todo en clave de comic y que intitulaba debajo: hormigón armado; una joven pareja que se postulaban fervientes seguidores del pop anglosajón, altos rubios, cabello largo sobre los hombros, él con sombrero de piel, ella con una cinta de colores en la frente, luciendo como distintivo --ambos-- chalecos de cuero de color crudo con tiras en los hombros al estilo de los cantantes americanos de country, a los que en ocasiones imitaban acompañándose de una guitarra en un rincón del patio...; a Antonio que me acompañaba todas las madrugadas en el tranvía desde Armilla hasta el Fielato en el inicio del camino de Ronda, donde aún pervivía la antigua caseta de arbitrios convertida en improvisada barraca-bar y punto de encuentro del mañanero proletariado obrero con el anís de garrafón junto a las parada del autobús, al que los dos montábamos para llegar hasta la escuela.

Recordé aquella estrechez del atestado autobús urbano; sus acusados vaivenes clavando, por efecto de las sacudidas, el cartabón de madera allí donde su puntiagudo ángulo, el de treinta grados, apuntara;  el incómodo paralex, en interminable regla que casi nos sobrepasaba en altura, en obligada vertical para no molestar a los demás pasajeros;  el penetrante olor a cazalla que emanaba de las cuadrillas de albañiles que se subían al autobús con más carga que el propio vehículo (la de los obreros también era solida: puro orujo), observándonos a Antonio y a mí con inusitada sorna de futuros subordinados; cómo olvidar la diaria caminata desde la última parada del autobús, al final del camino de Ronda, hasta la improvisada escuela de arquitectos técnicos --estábamos de ocupas en el edificio de Maestría Industrial--, atravesando las viviendas unifamiliares de la policía armada, en amanecidas pletóricas de niños que saliendo en infinito número de esas casas se desparramaban por la única calle a la redonda;  el divertido desbarajuste compartiendo edificio y bar con los alumnos de maestría industrial;  las mañanas de croquis a mano alzada dibujando detalles constructivos de aquella viva muestra tardía del movimiento moderno; la extraña rigidez del brazo derecho cuando en invierno intentábamos dibujar en los tableros de dibujo instalados en aquella nave aislada del resto de la edificación y que llamaban la Nevera;  o los partidillos de futbito en el patio central contra los hermanos Plata de los Ogíjares y el Gabia contra nosotros dos y un tal Diego de Armilla.

Atrás han quedado las clases con vistas a la vega, donde aquellos primeros profesores --don José, el Piqueras, el Curro...-- nos remitían a la bibliografía de experimentados autores en la materia: los Izquierdo Asensi, Schindler-Bassegoda, Orús Asso..., con sus tratados de Geometría descriptiva, Construcción de Edificios, Materiales de Construcción...; libros que afortunadamente aún conservo en un privilegiado lugar de mi biblioteca y que ojeo de pascuas a ramos intentando descifrar el motivo de mi traspié entonces. Atrás quedó el salón de actos con la imponente estampa de la iglesia de Rochamps de Le Corbusier proyectada en la pantalla e impresa de por vida en mi memoria, y su aula magna que no figuraba en los directorios pero que siempre estaba llena  y a la que llamaban cafetería-bar regentada por el conserje y su familia: a su barra se habían abonado algunos a perpetuidad. Lo raro era verlos en clase. Ilegal casino, improvisado foro de debates, término a donde confluían todos los itinerarios, ágora del ladrillo, del metal y  de la electrónica, espacio de utilidad pública donde siempre se encontraba al alumno perdido. Y el Bella Bellinda de Gianni Morandi o el Himno de la Alegría de Miguel Ríos sonando fuerte por encima de aquel bullicio de fondo: Escucha hermano la canción de la alegría / el canto alegre del que espera un nuevo día / ¡ven!, canta, sueña cantando / vive soñando el nuevo sol / en que los hombres volverán a ser hermanos... Todo fue extraordinario: la innovación y bondades de la edificación, la sensación de libertad, la emoción de sentirme importante cada mañana, la pasión en el aprendizaje del arte de construir compaginando estudio y trato con chicos de tu edad venidos de varias partes del país con el mismo objetivo: forjarnos un futuro profesional en aquello que nos gustaba: la construcción de edificios... en definitiva: mi particular utopía moderna que me obligaron a abandonar.

Muy atrás quedó el excelente edificio y el ambiente liberal de aquella luminosa mañana de octubre del primer día. En las otras que le siguieron durante todo un curso, fui percibiendo con júbilo no exento de cierta incertidumbre que a partir de aquellos días no sería la misma persona; sentía como mi adolescencia forzaba dar paso a una prematura madurez. Un sentimiento mezcla de vanidad y responsabilidad, inmerso en el ambiente de gente con la que me identificaba, experimentando cierta autonomía que me desvinculaba por momentos de mis circunstancias personales, de tanto sobrepeso durante los años vividos hasta entonces. Y aunque no de una forma inmediata, pues aquel fascinante intento de vuelo sin motor que precisó después de un aterrizaje forzoso al durar sólo un año --por no haber superado el curso completo, el regidor del orfanato no me permitió seguir con los estudios--, la aventura arquitectónica y humana valió la pena, a la vista del feliz desenlace muchos años después.

Siete años después aprobé brillantemente el mismo curso en la universidad de Barcelona. ¿Qué había cambiado?, ¡todo! Todo, al haberme liberado de aquella ignominia. Ahora yo era dueño de mi vida y de mi futuro. Ahora gozaba de libertad y de independencia económica. Ahora no tenía que entrar y salir subrepticiamente. Ahora no tenía que implorar para adquirir una simple plumilla de dibujo, o una lámina de papel... o unos apuntes.... Ahora disponía de toda la bibliografía necesaria. Ahora dibujaba en un tablero profesional de dibujo, en un espacio adecuado, amplio, sin interferencias. Ahora había desterrado la perenne vigilancia de celadores, guardianes y otros sucedáneos de educadores. Ahora nadie me decía que ropa debía ponerme. Ahora ya no estaba atrapado en la idea obsesiva de la supervivencia. Ahora había desbloqueado la mente. Ahora había desbloqueado completamente el sentimiento que ya comenzara a liberar aquel inolvidable curso en tan singular espacio, y que fue siempre un revulsivo a futuro.

Qué suerte cruzarme con el hacer de tan buen artífice. Gracias don Carlos Pfeifer.


FranciscoMolinaGómez
--arquitecto superior:    Madrid 2000--
--arquitecto técnico: Barcelona 1984--