sábado, 2 de abril de 2016

EN LOS TIEMPOS (IV) DEL FINAL DEL ÁGORA: NIVEL I



















Proyectos Nivel I


Pasaron cuatro años hasta que volví de nuevo a la escuela. En la disyuntiva de elección lo tenía claro: prioridad de asistencia a tus seres queridos antes que el cumplimiento de los sueños. No fue fácil retomar aquella dinámica de estudio y trabajo de la que, ahora, me había desacostumbrado: me encontraba cuatro años más cansado; y es que la edad no perdona. Además aquellos cuatro años en blanco supusieron para mí un mundo de cambios: los compañeros que habían empezado conmigo, cursaban los últimos cursos, e incluso, alguno, el proyecto final de carrera, habiendo quedado desconectados de ellos en el tiempo y en el espacio, así que me volví más avis rara pululando durante todo el curso por aquí y allá --sería una constante hasta terminar la escuela--; totalmente desubicado de los grupos y equipos que como un modismo se prodigaron por todo el recinto: en las aulas, en el bar, en los pasillos, en los vestíbulos: el de la entrada fue el más frecuentado y el de más ebullición; era punto de encuentro, de paso, de estancia, de exposiciones; lugar de debates donde se intercambiaban ideas, modas, estilos...; cruce de ejes de obligado paso a los pabellones de aulas y a las amplísimas escaleras que comunicaban con los otros vestíbulos y el salón de actos, que posibilitaba que de improviso te pudieras cruzar con una celebridad de fuera invitada por la escuela: Alvaro Siza, Mario Botta, Richard Meier, César Pelli, Jean Nouvelle, Féliz Candela... La escuela de arquitectura de Madrid estaba viviendo los tiempos de gloria --con reconocimiento internacional-- a los que le había llevado una cultura distinta e innovadora de transmitir conocimientos de una generación de docentes arquitectos --Sáenz de Oíza, Carbajal, Ruíz Cabrero, Moneo, Fernández Alba, Campo Baeza, Ignacio Vicens, Vázquez de Castro...-- que se constituyeron en los años setenta del pasado siglo en punto de inflexión de apertura del centro y de sus enseñanzas al mundo contemporáneo, avanzando hacia este objetivo durante la década de los ochenta y que ahora, en la mitad de los años noventa había llegado a su madurez cuando algunos de ellos ya no estaban. Se asistió a todos los foros mundiales que se pudo; se ganaron concursos de ideas en convocatorias nacionales e internacionales; los estudiantes empezaron a salir a estudiar a Europa con las becas Erasmus, y en las aulas ya no fue extraño ver bastantes estudiantes extranjeros que deseaban cursar la carrera en Madrid, y en donde las chicas habían superado en número de alumnos a los chicos. Todo estuvo a rebosar por efecto inmediato de las generaciones nacidas del baby boom: las aulas, la biblioteca, los talleres de proyectos, los pasillos, los vestíbulos..., el que más el de la entrada: un auténtico Ágora de la antigüedad.

Como se podía elegir cátedra de Proyectos, las más solicitadas quedaban completas por poco que te descuidaras en hacer la matrícula. Eran tiempos, todavía, de largas filas de espera con la documentación en la mano deseando llegar a la puerta del despacho de administración; ansiando verle la cara a cualquier miembro del personal administrativo --que sólo se hacían visibles y deseables para nosotros aquellos días de matriculación; el resto del curso no existían prácticamente-- para que te atendiera después de una desesperante y tediosa espera en la cola; y cuando me llegó el turno punteé en Proyectos Nivel I: unidad de Valentín Berriochoa, elegida al azar entre lo que quedaba vacante aún. Desconocía quién era el tal Berriochoa, ni que se cocía en sus clases. Llevaba desconectado de la escuela mucho tiempo y carecía de referencias. Me aventuré. El curso de Nivel I lo tutelaba como profesor Fernando Rodríguez Torres, al que en el primer contacto con el grupo ya le capté una impenitente cuidada imagen física, y pulcras maneras con actitud de ambigua cercana-lejanía. Correcto, hasta en algún momento afable cuando explicaba, era muy exigente, rayano la descortesía, cuando corregía, y si no que se pregunten a aquella chica --creo que era Carmen la murciana-- cuando en cierta ocasión casi le pateó la maqueta tras descalificarla de horterada de oficina inmobiliaria.


Propuesta de proyecto por el autor del blog del último ejercicio del curso: Edificio de actividades culturales y centro de estudios en Berlín: Plano de emplazamiento
En una amplia aula del piso tercero convivíamos, por zonas, todos los niveles --desde el uno al tres--, trabajando en el mismo tema: Se trataba de recuperar para la ciudad de Almería una antiguo cargadero de mineral --ahora en estado de abandono-- para centro cultural y de ocio. Como antigua instalación industrial para carga de mineral de hierro en los barcos, todavía persistía la red viaria que la conectaba con la estación del ferrocarril en el centro de la ciudad: una poderosa imagen que ya estaba en el inconsciente colectivo de sus habitantes. Se trataba pues de valorar lo preexistente, de poner en valía y uso, en vez de eliminar, un hito que ya formaba parte de la imagen de la ciudad. Algo muy postmoderno. Hubo largas sesiones teóricas conjuntas del catedrático y de los profesores de todos los niveles, visionado de diapositivas, exposición de cartografía, consideraciones históricas... Todo muy sesudo si no fuera por la boutade de uno de aquellos profesores en su comparación: "En realidad se parece a un espermatozoide gigante con su cabeza y su sinuosa cola". No sé si tal profesor --Cánovas-- que tutelaba Nivel II insinuaba con aquello algún camino de reflexión del ejercicio, o definitivamente fue un mal chiste que solo algunos --los de su grupo-- celebraron. ¿Y aquél espécimen era el que constantemente se erigía como referente de una generación crítica con lo anterior?...; no sé. Se propuso un viaje a Almería donde contemplaríamos de carca el artefacto. Yo me fui el día de antes en mi coche.

El punto de encuentro fue el Colegio de Arquitectos de la ciudad, donde se nos ofrecieron por profesionales del colegio unas charlas vinculadas con todo aquello del cargadero: su historia, su relación con el pasado industrial de la ciudad...; para al mediodía trasladarnos todos a un bar del paseo marítimo donde el propio colegio nos invitó a un copioso tentempié. Después tarde libre de aproximación al lugar del ejercicio, cada uno a su bola, aunque coincidiendo en determinado momento con los profesores. Libretita al canto, dibujos y anotaciones: trama urbana del entorno, puntos interesantes de visionado del elemento para toma de fotografías, recorrido de parte de las vías, conexión en altura de las arcadas de piedra con la estructura metálica de soporte viario, y de éste con el cargadero que levitaba sobre mi cabeza, visionado desde la arena del inmenso contenedor de acero y otros materiales hasta su entrada en el agua, su relación con el borde del mar, percepción de texturas: la meticulosidad del roblonado, el ocre del óxido...; y vuelta a Madrid a última hora de la tarde.

Para la realización del ejercicio se organizaron subgrupos de tres alumnos. Me integré con un chico y una chica. Esto último --lo de la chica-- no hubiera sido relevante mencionarlo si no fuera porque el que me conociera su novio --un redomado chico-pijo que cursaba Nivel II en la misma unidad y por tanto en la misma aula-- fue crucial para deshacer un entuerto que me perjudicaba en el final del curso, lo que le agradecí enormemente. Pero aquello que estaba por llegar no cambió mucho mi percepción del principio de persona banal y poco discreta: en ocasiones solía presentarse en el aula en shorts deportivos y camiseta con preceptivo escudo de no sé qué club privado de golf. Hasta ahí bueno, sino fuera porque colgado en bandolera llevaba, también, el macuto con el mismo escudo, repleto de los distintos palos de golf; de tal suerte que, ante tamaña exhibición de fortuna, inmediatamente le rebautizamos con sus propios signos: el de los palos de golf; aunque la cosa no acababa ahí pues la misma tarde que la chica --una tal Consuelo creo-- me lo presentó me estuvo describiendo con pelos y señales la riqueza de la isla que era propiedad de su padre en donde había de todo, incluso un puerto con yate y su propio campo de golf. Pero aún había más pues, aparte de todo aquello, su padre tenía, como el que posee cualquier otra cosa, nada más ni nada menos que arquitecto particular de cabecera, el que en una ocasión esgrimió como aval en su contestación a las críticas de corrección de su ejercicio por el tal Cánovas: "Pues el arquitecto particular de mi padre dice que está bien, que es correcto, y sabe más que tú...", le dijo con cierta insolencia, a lo que el profesor le respondió: " Pues que te apruebe tu arquitecto", señalándole en la lista con un arterisco desde aquel día: "A ver, tú que tienes un arquitecto particular..."
Propuesta de proyecto por el autor del blog del último ejercicio del curso: Edificio de actividades culturales y centro de estudios en Berlín: Plano de acceso
Cuando acabamos aquel primer ejercicio que consistía en una nueva propuesta urbana al entorno del cargadero se llamó a corrección conjunta y pública de todos los niveles. ¡Horror!..., tenía cierta cierto pavor a hablar en público; a defender ante un colectivo un ejercicio que no sabía muy bien --la idea fue del compañero-- ni cómo se había generado, ni su desarrollo posterior. Había la posibilidad de que eligieran nuestro ejercicio y nos llamaran los primeros a exponerlo. Y así fue, pero yo ya no me hallaba en el aula --me lo contó después cabreado el chico que tuvo que defenderlo en solitario--, pues antes de la defensa público, y aprovechando el revuelo del agrupamiento, salí despavorido del aula hasta algún lugar a buen recaudo. A Consuelo tampoco la encontraron. Los siguientes ejercicios los trabajamos a título personal y así no tuve que soportar las peroratas del chico de los palos de golf.

No fui ajeno a la burbuja de las tendencias de moda en la arquitectura, como si del vestir se tratara, que se expandió esos años en la profesión hasta recalar en la escuela y, como casi el común de mis compañeros, empecé a consumir ávidamente todo tipo de revistas del género con fotos espectaculares y a todo color de los últimos edificios surgidos en las mentes más dispares de consagrados arquitectos --de casa y de fuera-- del momento, sublimados en un papel couché de delirantes y arriesgadas propuestas que los nuevos gurús ofertaban ya construidas gracias a los montajes virtuales --¿con la informática habíamos topado!--, permitiéndonos ver sus entrañas en un recorrido a través del tiempo: ¡¡¡fantástico!!! Lo más inaudito es que los que mostraban más influencia amanerada era buena parte del profesorado: en su actividad privada como diseñadores exponían, sin ambages, el excedido formalismo que reprimían sin piedad cuando, como neófitos influenciables, nosotros pecábamos de lo mismo. Incomprensible, pero ya se sabe: Donde manda patrón... Fiel a la cita mensual con la revista Arquitectura Viva, la devoraba intentando hallar entre sus páginas la solución a mis desvelos del momento, abandonando un poco lo de copiar a los maestros modernos que ahora eran los ángeles caídos de la nueva religión: el postmodernismo con todo aquello de la deconstrucción, el postestructuralismo...; cultos que abrazamos incondicionalmente, bebiendo a raudales de las nuevas doctrinas que ahora venían impresas y a todo color; y aunque nos saturamos de aquellas imágenes en realidad estábamos más perdidos que una vaca en la M.30 (vía de circunvalación del centro de  Madrid): hubo que leer a Paolo Portoghesi --Después de la arquitectura moderna-- y a Robert Venturi --Complejidad y contradicción en arquitectura-- para al final seguir sin entender casi nada: sólo que aquello de la arquitectura postmoderna era la que necesariamente tenía que venir después de la moderna...: ¿Y?, me preguntaba a continuación.

Anduve vagando en aquella sinrazón, como voluntario cautivo en el pensamiento de las nuevas deidades que me llevarían al Olimpo postmoderno, durante los dos ejercicios siguientes pese al intento desesperado del profesor --el que para exorcizarnos de los falsos profetas reivindicaba el discurso atemporal de Alejandro de la Sota; su maestro-- de que nos apartáramos de las lecturas peligrosas. Demasiado tarde, pues tenía ya una extensa colección de revistas de arquitectura, cuyas hojas manoseaba mañana, tarde y noche, cogiendo ideas de unas y otras; las más llamativas y peregrinas y las que visionaba más espectaculares...; y casi de forma inconsciente resolví para el asunto del cargadero un complejo contenedor cultural donde no faltaba de nada: sala de exposiciones, biblioteca, talleres de todo tipo, auditorio..., en un extraño ejercicio que pretendía tener su justificación en cierto --envidiable entonces-- caos dibujado en el papel que hacía inviable, y por ende invisible, la unidad de la propuesta; eso sí perfectamente construida, por algo era arquitecto técnico.

Recuerdo que en la corrección me antecedió la personificación crónica del pánico al desafío, materializado en la prolongada actitud de nerviosismo e incertidumbre durante la exposición del ejercicio, y que ya mostrara aquel alumno en los instantes previos a descargar --aliviándose del excesivo peso-- la voluminosa carpeta de exagerado espesor de tapas de cartón muy duro, ante las narices del profesor, al que igualábamos en expectación por saber que ideas guardaba aquel monumental cartapacio, con el grupo de alumnos alrededor de su mesa: "Con tamaña presentación querrás decirnos muchas cosas... empiece a mostrarlas...¡vamos!", le instó Fernando ante la duda del joven alumno, quién tímidamente dejó al descubierto la primera tapa de cartón... y... ¡qué carajo era aquello!... Repartidos de forma aleatoria y pegados sobre el cartón aparecían pequeños trozos de madera, metal y plástico unidos por hilos, cuerdas, alambres...; extraña composición que justificó en no sé qué disparatadas milongas que nos dejaban de piedra; al igual que al profesor, aunque éste no mostraba gesto alguno de aprobación o reprobación...; y después otra... y otra, hasta diez cartones con aquellos extraños montajes que eran más de lo mismo, hasta que llegó el último: "¿Yyyy?"..., la ironía de Fernando expectante en el silencio que siguió a continuación contrastaba con su perenne seriedad, esperando la aclaración de aquel alumno: "Es que me estoy aproximando poco a poco al ejercicio"; ¡inaudito!, lo oíamos pero no lo creíamos e inmediatamente todos miramos al profesor, comprobando su impasible cara de cuya boca salió, por fin, el único comentario: "Pues dese prisa, sino no llega ni al primer trimestre", para después apostillarle: "Para llegar a esa reflexión no hacía falta todo este engendro de sandeces y tonterías, basta con que se ponga a trabajar, y rápido que no llega". 
Propuesta de proyecto por el autor del blog del último ejercicio del curso: Edificio para actividades culturales y centro de estudios en Berlín: Plano de nivel superior
Si al compañero le había pasado por cuchillo porque no llegaba, conmigo lo hizo, inmisericorde, porque me pasé: "¿Y este formalismo?... : "No sé, quería dar una imagen"...: "Ya, de revista"...: "Bueno"...: "Además usted no sólo no nos sabe hablar de los pasos dados para la solución del ejercicio, sino que presenta una propuesta ¡totalmente acabada!, incluso detallando la composición de los morteros y hormigones... un despropósito total... cuando aparque las elucubraciones formales y tenga algo interesante que mostrar entonces le atenderá... además ¿este grafismo infame?... tiene que mejorar su dibujo a tinta". Aquello me dejó fastidiado unos días, los que empleé para recapacitar sobre lo que reiteradamente me inquirió con aquella pregunta: ¿Dónde está la arquitectura del proyecto?, sin que, todavía después, tuviera una mínima contestación salvo la reflexión de que por aquél camino no iba bien: no solo  había pasado dela nada al todo de una sola tacada, sino que además me había permitido todo tipo de transgresiones sin la bondad del control de medidas y proporciones, como en los ejercicios del curso anterior. Tenía que desandar lo mal andado, ahora con nuevos planteamientos que me apuntara el profesor: "Es el discurso del método el que va determinando los aspectos formales, y éstos los materiales". Rectifiqué a tiempo en un proyecto de Viviendas Colectivas en el centro de Berlín, donde, además, me superé en el trazado a tinta con el rotring; pero sobre todo rectifiqué con el diseño del último ejercicio: Edificio de actividades culturales y centro de estudios en Berlín, en donde volví desesperadamente mi mirada, una vez más, hacia Louis I. Khan, ya que la arquitectura de sus edificios, sin renunciar a las fuentes modernas, anunciaban aspectos nuevos que evocaban ejemplos del pasado, lo que lograba mediante la síntesis formal y el orden; dos cosas de las que había perdido el norte y que intentaba recuperar estudiando exhaustivamente su proyecto de una escuela de administración en una localidad de la India: el encaje de medidas y proporciones en el solar era perfecto, y su programa de necesidades muy parecido: anfiteatro, aulas, biblioteca, sala de exposiciones, cafetería...; las que fuí encajando en muchas horas de intensivas jornadas de trabajo, de noches en vela, de tablero de dibujo siempre caliente... hasta que lo acabé, justo a tiempo de poder entregar todos los proyectos del curso cuando éste ya se acababa irremisiblemente. Para la recogida de carpetas con todas las propuestas  se nos citó a todos los alumnos una tarde en el despacho de cátedra que estaba en la planta primera del pabellón viejo. Deposité la enorme carpeta  entre pilas de ellas que cubrían ya varias estanterías, ante la atenta mirada de Fernando, anotando éste con bolígrafo rojo la fecha de entrega. Todos los trámites estaban cumplidos; ahora a esperar.

Miraba con ansiedad a través del cristal del tablón de notas --fijo en la pared junto a la puerta de la cátedra-- el listado con las calificaciones finales clavado en el corcho; lo repasaba una y otra vez sin dar crédito a lo que leía junto a mi nombre: No presentado. ´Seguidamente pasé por tres fases de estado de ánimo: atontamiento por la inesperada sorpresa, una desbocada ira interior por lo injusto de la anotación, y una difícil negociada calma con mi genio antes de llamar por teléfono a Fernando, el que después de un tira y afloja... que si no has entregado la carpeta... que apuntaste la fecha con bolígrafo rojo... finalmente me citó en la puerta de la cátedra el mismo día que tenían que hacerse públicas las actas de notas finales. Allí acudí una hora antes de la cita, pero no estaba sólo. Aunque aquel alumno se había dejado una barba rala, era él: le delataba el mismo pánico de cuando abrió aquella descomunal carpeta de desatinos en su eterno deambular hacia la nada o la luz, si acaso esta última la hubiera encontrado. El caso es que estaba más nervioso que yo, con cierto perceptible temblor al hablar: "Es que me han citado aquí..., ¿a ti también te han perdido tu carpeta?, me lo preguntaba con alivio, quizás, de haber encontrado un compañero de infortunio: "No creo; la mía tiene que estar ahí dentro". Efectivamente allí estaba, y la del compañero también, cuando Fernando, que se había retrasado en la cita aumentando con ello aún más nuestra ansiedad, nos pidió que buscáramos las nuestras entre aquel caos de carpetas: "Ves como si la había entregado", le aseveré entregándosela.



Prpuesta de proyecto por el autor del blog del último ejercicio del curso: Edificio de actividades culturales y centro de estudios en Berlín: Plano de alzados este y oeste

Nos citó de nuevo en el mismo sitio en el plazo de una hora, tiempo que precisaría para corregidnos los ejercicios. Tengo que decir que prácticamente en los sesenta minutos, que se hicieron eternos, no dejé ni un momento de mirar el reloj. Llegué antes que el compañero cuando Fernando salía de la cátedra: "¡Enhorabuena!", me dijo; y colocó seguidamente el listado definitivo en el tablón de notas, metiéndose en el despacho, de nuevo. En estado de euforia contenida me abalancé al tablón, deslizando con nerviosismo la vista en la relación de nombres hacia el mío: Suspenso..., ¡¡¡no puede ser!!!..., si me ha felicitado..., a lo mejor es que se ha equivocado. Cruel batacazo que contrastaba con la alegría del compañero que chillaba detrás de mí: ¡¡¡Aprobado!!!, ¡¡¡aprobado!!!..., con la expresión transfigurada cual nirvana que se hubiese instalado en su cara..., sin llegar a creérselo: "Me voy a mi casa, tengo que decírselo a mis padres ya... ¡¡¡bieeeeennnn!!!

Como nunca me ha gustado mendigar ni medrar por plantas nobles ni despachos de jefes y profesores, me quise convencer que el gesto de felicitación había sido un error de Fernando al dirigirse hacia mí en vez de al compañero; así que cavilando como sería un examen final de aquella asignatura, me fui a mi casa bastante decepcionado, dándome vueltas en la cabeza una y otra vez aquella palabra: ¡Enhorabuena!..., arrepintiéndome, a ratos, de no haber entrado en el despacho de cátedra a aclarar con el profesor lo de su congratulación hacia mí...; decididamente se habría equivocado. En esas divagaciones estuve el resto de la tarde cuando, al final de ella, recibí una llamada a casa del chico de los palos de golf: "¡Paco, has aprobado!, y a renglón seguido me contó su providencial intervención: casualmente estaba dentro del despacho --en unas revisiones finales-- cuando oyó como el catedrático dictaba el acta con las notas finales de ambos --Francisco Molina Gómez: Aprobado; Fulano de tal: Suspenso-- a Fernando, el que se equivocó al escribirlo en la pantalla del ordenador. El chico de los palos de golf, comprobando el error en la lista impresa cuando salió de las correcciones lo comunicó inmediatamente a Berriochoa y Fernando, los que ipso facto rectificaron el listado del acta final. Él mismo se quedó esperando, comprobando la rectificación en el nuevo papel, y me llamó seguidamente por teléfono. Le dí las gracias, al tiempo que le prometí le invitaría al mejor whisky que eligiera cuando yo, al día siguiente, comprobara la buena noticia.

No fue preciso esta comprobación ya que por la noche me llamó a casa el propio Fernando, excusándose del error  de atribuirle el aprobado al otro alumno, y a mí el suspenso de él, garantizándome que se había subsanado: "¿Entonces el otro chico?", le pregunté ya que sentía curiosidad por saber si en plena celebración --seguramente brindando con sus padres por el aprobado-- le hubieran dado el mazazo: "Eso es..., que de momento lo hemos dejado en blanco hasta tomar una decisión cuando publiquemos las actas definitivas mañana". Me daba la impresión de que más que contarme aquello, me preguntaba algo, de lo que de manera subliminal yo contestaba: "Tú no te puedes imaginar la cara de satisfacción y de alegría de ese chico cuando se ha visto aprobado en la lista..., ahora lo estará celebrando con sus familiares, pues salió escopeteado para su casa...; sería una gran putada...; en fin tú verás". Al día siguiente cuando miré de nuevo el listado comprobé de forma fehaciente mi aprobado. No había ningún nombre en blanco. ¿Le habrían aprobado o suspendido?..., no lo pude saber pues desconocía su nombre.



Propuesta de proyecto por el autor del blog del último ejercicio del curso: Edificio de actividades culturales y centro de estudios en Berlín: Plano de alzados norte y sur

Algo más de una década después coincidí con Fernando, pero ahora habían cambiado las tornas: yo como arquitecto de la Administración tenía que supervisar, gestionar y controlar la construcción de un edificio para cuya proyectación y realización le habíamos contratado. De subordinado pasaba a jefe, de ahí su pregunta del primer día que nos vimos en mi lugar de trabajo, reconociéndonos ambos en aquellos días de la escuela: "¡Ah, sí!, me acuerdo de tu cara; tú fuiste alumno mío; por cierto ¿te traté bien?", lo dijo esperando ansioso una respuesta positiva: "Bueno no me lo pusiste fácil para aprobar", le contesté, y luego le conté lo de la pérdida de la carpeta y lo del error de la lista..., y mientras le relataba lo del chico, él recordó que después de hablar conmigo, de contarle de aquella forma tan descriptiva como se puede hacer hundir en la ciénaga más profunda al ser que por error se le ha elevado a una nube, y a pesar de los otros considerandos de que alguien que no diera el nivel no se merecía el parabién del aprobado; lo aprobó. Me alegré que lo hiciera, más por los padres que por el propio compañero.

El obligado contacto profesional avocó a una muy buena relación personal con mi antiguo profesor, aunque en cierta ocasión le bronqueé, con razón y, a la vez, con gran satisfacción por mi parte, resarciéndome de cualquiera de aquellas infernales correcciones: "A mi no me des voces"...: "Te doy las voces que quiero"..., sin que la cosa llegara a más. En las visitas de obra hablamos mucho: de cualquier tema de actualidad; de ética profesional; de arquitectura de la que que se mostraba apasionado, no sólo de la dibujada sino de la construida, controlando personalmente todos los detalles: nos entregó el mejor edificio que haya recibido como representante de la Administración --¡¡chapeau!!--; de la etapa de la escuela de la que le recalqué, en contraposición a la severa seriedad que actuaba como un dique en nuestra empatía hacia él, su acertada pedagogía de intentar reconducir aquellos despropósitos mediante algunos comentarios muy inteligibles y pocos y claros esquemas --que él mismo nos dibujaba sobre la lámina a corregir--, y que, lejos de las modas y modismos, hablaban de lo que de intemporal tenían los elementos de estudio del método para conformar la materia; para amasar aquel barro que cada vez procuraba controlar mejor: se trataba de ir descubriendo la medida justa en la que debían mezclarse aquellos dos elementos que siempre habían estado ahí: tierra y agua. En eso seguiría aplicándome.


FranciscoMolinaGómez
(continuará)