miércoles, 2 de diciembre de 2015

POR SIEMPRE ISIDORIANO (II)










Academia Isidoriana, Granada. Tercer curso de bachiller. Curso 1965/66







¡Alarcón!, ¡Alcántara!, ¡Alfaya!..., ¡Aranda Quilez!..., ¡Cambil Martín!..., ¡Cantero Grau!, ¡Cantero Pecci!..., ¡Castro!..., ¡Contreras!..., ¡Cortacero Arcas!, ¡Cortacero Martín!..., ¡García Marín!..., ¡González Navarro!..., ¡Hidalgo!..., ¡Hinojosa!..., ¡López Atienza!..., ¡López Ávila!..., ¡López Menéndez!, ¡López Navarro!..., ¡Lozano!..., ¡Madrid!...; Molina!..., ¡Rivas!..., ¡Vílchez!...; nos repetían y repetían voceando el listado de alumnos por orden alfabético durante la jornada lectiva de aquella primera mañana --y con cada inicio de clases de todas las mañanas y tardes que le siguieron durante seis años--, los venerables señores que percibimos algo mayores, serios, vestidos con traje de calle, y a los que respondíamos, levantándonos educadamente, con un:¡¡¡Presente!!! que nunca entendí por obvio, los que con su continua repetición hicieron que empezáramos a conocernos. Nunca nos llamamos por los nombres; siempre por el primer apellido.

Estos señores tenían todos los mismos calificativos: profesores. Sus apelativos los cultivamos durante mucho tiempo: Draculín, Loquillo : Don Miguel, profesor de Geografía Española tenía todas las papeletas, desde el momento que lo conocimos, para adjudicarle el mote: el Loquillo. De mediana estatura, vestido de riguroso color negro, de complexión delgada, exhibía una hermosa y redonda cabeza en cuya cara destacaba un curioso gesto infantil: movimiento continuo de avance y retroceso de su prominente labio inferior, en contraste con unos pequeños ojos que se iluminaban cuando sonreía, en una actitud pícara, pero que en demasiadas ocasiones traslucía una profunda melancolía; hasta llegar, a veces, a una mirada extraña como de infinita ausencia.

Portaba siempre un voluminoso libro de tapas oscuras en el que se sumergía nada más comenzar la clase, compaginando ambos tiempos: el de la abstracción literaria y el académico de la enseñanza. Aquel libro era un misterio para todos nosotros, y durante unos meses intentamos saber su título. Alguien comentó, al cabo del tiempo, que se trataba de las obras completas de un poeta: Amado Nervo; cuya poesía --se decía-- era la culpable de su estado de ensimismamiento desde que se quedara viudo por segunda vez; siendo esto último --al parecer-- el motivo de su continuo embeleso y el culpable del color negro de sus vestimentas con las que se presentaba a última hora de la tarde.

Una de esas eternas tardes, cuando el hastío se apoderaba de nuestro ánimo después de una dura y monótona jornada de estudios --una más-- don Miguel el Loquillo, nos sorprendió con una escandalosa y atormentada entrada en el aula. Aquel extraño episodio no encajaba con su carácter, hasta entonces, tranquilo, huidizo, sigiloso; ni con sus ademanes lentos, muy lentos, lentísimos a que nos tenía acostumbrados. Los alumnos en ruidosa camaradería poníamos el contrapunto a una hora de silencio y estudio. Sobre ese fondo se alzó el sonido de un fuerte golpe que nos puso en alerta cuando la frágil puerta, en su violenta apertura, impactó contra el borde de la tarima, apareciendo a continuación una figura de negro con el rostro demudado y desencajado, como si hubiera visto al diablo, y que entre barruntos sólo profería nítidamente una amenaza: ¡Que viene el inspector!, el que no se sepa hoy la lección, lo pisoteo, ¡lo pi-so-te-o!, ¡¡lo pi-so-te-o!!

Amenazas que repetía dirigiéndose a ambos lados de las bancas, mientras recorría nerviosamente todo el pasillo, ante la congoja general y en particular de aquellos a los que, retados por su paranoica mirada, se las lanzaba como dardos a diana. Desazón sobre todo por la novedad. No teníamos ni pajolera idea de cómo sería aquella afrenta. Sabíamos lo que sentía cuando te golpeaban en el juego del "¡eh"; del dolor inenarrable de un impacto de la pelota "Gorila" en las partes bajas; y hasta algunos estuvimos a punto de probar el sabor de la vara de mando de don José --el portero--, ¿pero aquello?..., que te pisoteen en tu propia aula y por tu profesor de geografía española..., era toda una experiencia nueva, impensable.

Se respiraba cierta tensión en el aula, al comprobar que, acomodado ya nuestro anunciado pateador en su mesa, nos miraba a toda clase de una manera rara; sin pronunciar palabra. Inusual atención al tendido, motivada por una notable ausencia: los queridísimos versos de su poeta Amado Nervo, la tabla de salvación en su naufragio mental, el bálsamo de su atormentada alma; es por eso que, quizás, en su mirada inquisitiva buscara algo a donde asirse para no ser arrastrado por la turbulenta corriente de los recuerdos. El libro de tapas oscuras, su particular oso de peluche, su amigo y compañero, no estaba allí sobre la mesa, y aquel desconsuelo produjo en don Miguel el Loquillo, por extrañas reacciones de la mente, el efecto de la locura; la que, sin duda alguna, le había alterado su estado anímico, de ahí que no le reconociéramos ese día. Al siguiente don Miguel el Loquillo llegó a clase de forma acostumbrada con el voluminoso libro de tapas oscuras bajo el brazo...

... Alfredito, Microbio Patógeno: Este personaje --profesor de Ciencias Naturales; las de segundo curso-- nunca nos regaló una simple mueca de aceptación, ni el menor atisbo de simpatía hacia nosotros. Era de la escuela tradición que solo entendía el magisterio desde la severidad, la seriedad y la frialdad en su altivez desde el alto pedestal --tarima-- a la que accedió a ras de suelo aquel primer día, casi arrastrándose.  Con mucha dificultad ascendió como pudo y acomodó, para nuestra sorpresa, su trasero ocupando solo una de las esquinas de la silla; postura inaudita, por incómoda, pero que le permitía dejar libremente estirada su pierna izquierda que la percibimos como apéndice flácido en vez de extremidad humana, mientras proyectaba hacia delante la derecha en un gesto de paso congelado.

Era evidente una notoria discapacidad que le obligaba a caminar como agachado pero con el tronco recto, en un continuo movimiento oscilatorio que nos recordaba las olas del mar, en su aproximación y alejamiento del suelo. Lo realmente impresionante es que avanzaba (quizás aprovechando la energía por diferencia de potencial entre el flujo y el reflujo).

Si pensamos por un instante que su minusvalía física le hacia vulnerable a nuestro grado de "canallería juvenil", a los pocos días de conocerle ya comprobamos que con el Microbio Patógeno, al contrario de lo que pensábamos, iríamos durante el curso: ¡De culo!, ¡cuesta abajo!, y ¡sin frenos!; frase exclamativa con la que solíamos conceptuar situaciones difíciles o comprometidas. En el estrado recomponía la figura. Triunfante en el podio despachaba grandes dosis de revancha y amargura, que proyectaba con su voz recia y despectiva, sin que en ningún momento mutase su perenne y agriado rictus de un semblante endurecido, probablemente, por el efecto de la gomina que cubría su abundante cabello que peinaba hacia atrás y que definitivamente le había afectado a la cara provocando su rigidez. La que manifestó al inicio de las clases; agravó durante el tiempo que nos tratamos, y se prolongó hasta final del curso, al que llegó agotando todo el muestrario de exclamaciones que lo eran en clave de insulto a nuestro desconocimiento de la materia de estudio. Puedo asegurar que aquellas acepciones: ¡merluzo!, ¡ignorante!, ¡torpe! y otras no aparecían en el libro de ciencias naturales.

Siempre, al finalizar la clase se bajaba de la tarima tomando todas las precauciones posibles y el tiempo necesario, y aunque lo tenía francamente difícil lo hacía él solito, sin ayuda. La acción de aquellas difíciles maniobras de aproximación, despegue y aterrizaje del elevado púlpito nos ofreció los momentos más expectantes de sus clases: por momentos profesor y alumnos conteníamos la respiración: ¡¡Ufff, por poco!! No se sabía lo que podía pasar, aunque nunca vivimos un aterrizaje forzoso... tampoco lo hubiéramos deseado... bueno, a lo mejor sí...

... Miguelillo, Llavines: Don Basilio, nuestro nuevo profesor de Religión, lucía, a pesar de su edad, una inusual, por abundante, masa capilar que peinaba hacia atrás con exceso de brillantina. No tenía nada en común con nuestro anterior profesor de religión --don Luís Ramírez--, a excepción de la negra sotana, pues mientras nuestro recordado promotor de premios y excursiones desbordaba elocuencia en la exposición de las lecciones, con una voz recia, grave en su justa medida, casi musical: acariciando las frases y comentarios adornándolos de sutil excitación en el convencimiento de las historias narradas en el antiguo y nuevo Testamento; don Basilio nos aburría con su voz ronca, casi nasal, tomada en infinita afonía, seguramente, por la continua vehemencia de sombríos e interminables sermones desde cualquier improvisado púlpito; como lo era, en aquel momento, la elevada tarima de madera anclada desde el principio de los tiempos a la entrada de la clase, y desde la que nos lanzaba una de las tenebrosas homilías sobre las consecuencias destructivas del pecado, vaticinándonos horribles males, no sólo para nuestro espíritu sino también, lo que nos producía más congoja, para nuestro cuerpo: El pecado solitario --nos decía--, ¡ése que todos sabéis !, os irá minando la salud, os privará de las energías necesarias para vuestro desarrollo y su abuso puede incluso produciros ceguera. Explicar aquella parte de la religión católica que hablaba de la naturaleza de los actos humanos, de los intrínsecamente malos --del pecado--, le encantaba a la vez que le daba la oportunidad de poder lanzar libremente sus diatribas contra nosotros.

No era necesario un gran ejercicio de transposición  para imaginárnoslo con su voz atronadora --rasgando el límite de sus cuerdas vocales desde el púlpito de la iglesia de la Virgen de las Angustias--, resonando por encima de las cabezas de los pecadores feligreses, señalándoles su mancha de nacimiento, el estigma que todos portaban desde los tiempos de nuestros primeros padres, y que les marcaba de por vida: Si no os arrepentís --les increpaba desde lo alto-- de vuestros pecados, sois carne de perdición, y os consumiréis por los siglos de los siglos en el fuego eterno del infierno.

Aparte de las actividades académicas don Basilio tenía otras importantes misiones: guiar como buen pastor al desprotegido rebaño de fieles de la basílica de Nuestra señora de las Angustias --patrona de Granada--, de la que era también su guardián, teniendo a su cargo las llaves de sus puertas. La que más conocíamos, y con la que nos habíamos familiarizado, era la de la puerta principal; y no era para menos:

Durante sus clases, atender sus explicaciones y sumergirnos en el aburrimiento de las áridas e incomprensibles disertaciones sobre el dogma y la moral católica, eran acontecimientos que se producían en paralelo. Al principio de la clase, con el ánimo más entero, aguantábamos estoicamente los primeros envites aparentando aplicación; después cuando el hastío rallaba el sopor, advertido el disertador y a fin de espantar nuestra desgana, don Basilio se descolgaba desde la tarima al pasillo del aula, el que recorría rozando con el faldón de la sotana los extremos de las bancas e impregnando el ambiente de ese olor dulzón, indefinible, de loción de afeitar barata y colonia a granel que lejos de pasar desapercibido se expandía pesado, sobreponiéndose a nuestros naturales olores, intentando neutralizarlos.

El detalle del primer plano nos permitía observar solo una mano del mismo color cetrino que la cara, sosteniendo el libro de texto abierto por la lección del día ya que la otra la ocultaba dentro del bolsillo del negro faldón, como manoseando algún desconocido objeto, el que cuando menos esperabas utilizaba como arma para despertar nuestras adormiladas conciencias, en sus idas y venidas por el estrecho corredor. La primera vez que don Basilio le atizó a uno del fondo de la clase que andaba despistado (aquellos fondos eran siempre carne de cañón), con la llave maestra, la de la puerta principal --enorme pesado herraje a la antigua-- que guardaba en el bolsillo del hábito talar, nos previno para siempre que durante sus voluntarios paseos cerca de nuestros asientos no debíamos perderle de vista; sobre todo cuando se colocaba a nuestras espaldas, porque si alevosamente te sorprendía en algún renuncio ni Dios te salvaba del llaverazo en el cráneo, y del que no podías protestar, a pesar del dolor, por ser el instrumento empleado un objeto bendecido, nada más ni nada menos que las llaves del templo más querido por los feligreses de Granada, exculpando el incidente a la intervención divina: Ha sido un toque de atención del Espíritu Santo, decía su autor material. De tal suerte que cuando, avanzado el curso, don Basilio planteó a nuestro discernimiento lo del misterio de la Santísima Trinidad, no sabíamos si la tercera persona divina, de la que hablaba, se representaba como llave o como paloma. Por si acaso siempre anduvimos prestos para que aquel espíritu santo en forma de llave no se posara sobre nuestras cabezas...

... Jirafa, el Puertas: A las tres de la tarde, una hora antes que el resto de la academia, don Francisco Puertas, profesor de Matemáticas del curso de cuarto, intentaba diariamente congraciar el universo del álgebra con el interés de sus alumnos. Aquella enorme cabeza calva --con recortado bigotito en la cara-- observando el patio por el cristal de la puerta del aula, enfrentada a la nuestra --la del tercer curso-- a través del noble espacio abierto, nos atemorizaba. Le antecedía cierta fama de duro. A cada instante y detrás del vidrio escudriñaba el patio cual imagen fotográfica impresa en el cristal, en una obsesiva tarea de guardián. Bastaba su amenazante mirada para que lo abandonáramos, convirtiéndose éste, y durante una hora, sólo en un lugar de transito. No se nos hubiera ocurrido, ni siquiera imaginado, emitir cualquier ruido que pudiera importunar tan temprana clase con tan respetable profesor.

Tanto llegamos a acostumbrarnos a la coactiva visión que, inconscientemente, acabamos ignorándola. Así un día de forma casual y sin apenas apercibirnos que el hombre de gran cabeza impartía sus clases con la puerta abierta, alguien que tarareaba la popular canción: ¡Help! de The Beatles nos contagió al resto de alumnos que en aquel momento ocupábamos el aula, pasando de los redobles de cajonera de la banca al grito de ¡Socorro! más famoso de la historia de la música en apenas unos segundos, y que por lo visto trascendió hasta la vecina clase: ¡Help!, amigos míos / ¡Help! venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más / ¡Heeeeeeeeeelp! No pudimos continuar ya que la siniestra silueta del cabeza buque, apareció sorpresivamente dibujada en el trasluz de la puerta del aula con cara de pocos amigos. Su vidriosa mirada nos anunciaba cierta inminente tempestad, acojonándonos, al tiempo que nos amenazaba: Yo os voy a dar socorro... ir pasando de uno en uno, nos ordenó el cabreado profesor, sin entrever por sus palabras la violenta sorpresa que nos deparaba. Subido en la tarima y dibujando mentalmente una diana en nuestros respetables traseros fue haciendo plenos con su pie derecho, como si chutara una balón hacia la puerta, con cada uno de nosotros.

Siempre mantuvimos un escrupuloso o, mejor dicho, un atemorizado respeto hacia aquella joya del Jurásico..., quizás le privamos conscientemente de una, siquiera, eventual proximidad; era tan difícil imaginar que alguna vez hubiera sido joven como nosotros, y, por si acaso, como prevención, ya que a corta distancia podíamos ser vulnerables a que nos siguiera pateando el culo...

... el Bohemio, do´Arfonso: Llegó sin avisar con el curso ya comenzado, intentando al principio, vanamente, hacerse escuchar en el ruidoso ambiente de una actitud colectiva algo indolente. Se presentó, nos rogó humildemente atención y enseguida le erigimos como víctima expiatoria, sin derecho a réplica, de la más feroz "canallería estudiantil" que dos años antes, y a nuestro pesar, había fracasado en la persona del Microbio Patógeno, con el que entonces nos habíamos empleado a fondo, sin que ello le resintiera ni uno solo de los cabellos engominados de su abundante cabellera; y volvimos a la carga.

Su extrema delgadez, que no le impedía mostrara una abultada barriga, era fiel reflejo de las penurias económicas de los maestros de la época. Don Alfonso, nuestro nuevo profesor  de Ciencias Naturales --las de quinto curso-- eshibía, además de unos anticuados y desgastados trajes, una avanzada edad no muy usual en el profesorado de la academia, que inmediatamente despertó en nosotros esos sentimientos de familiaridad  y confianza que los abuelos evocan en los nietos, los que llevamos a límites que rayaban en la insolencia, abusando de su humanidad.

Era todo bondad y esa condición humana no era una buena tarjeta de presentación ante aquella tropa de depredadores de la normalidad académica, en unos tiempos en los que comenzamos a cuestionar la inamovilidad del principio de autoridad disciplinaria de los profesores, de los tutores e incluso de los padres; no en vano éramos la generación que habíamos asaltado el Sancta Santorum en busca de falsear las notas y protagonizado la primera reclamación colectiva de la academia, aunque esgrimiéramos paraguas en vez de pancartas.

Decir que las clases de ciencias naturales con don Alfonso eran como las de los otros profesores, es negar la verdad de los hechos: en el trato con él nos pasamos de largo. Un espectador ajeno que entrara en el recinto con la función comenzada, comprobaría atónito como en aquel docto espacio, y durante la hora de clase, coexistían tres zonas claramente diferenciadas, respecto de la proximidad o alejamiento de la ubicación del profesor. Como en el resto de aulas, una tarima de madera elevaba, por encima de nuestras cabezas, la serena mirada de don Alfonso, agrandada por el aumento del cristal de las lentes de las gafas; aunque a ciencia cierta su visión no alcanzaba más allá de la quinta fila de bancas. Por este cercano lugar medraban los irredentos "pelotaris", que reían a carcajada suelta cualquier ocurrencia del profesor, aunque no entendieran su fina ironía; algún voluntario samaritano, expiando la falta de atención del resto de los compañeros de clase que escuchaba atentamente la disertación académica del profesor, compadeciéndole en su bondad; y algún que otro desubicado aburriéndose soberanamente.

En la franja intermedia, donde ya no llegaba ni las miradas ni los razonamientos científicos de don Alfonso, bullía el ruido sordo de las conversaciones cruzadas, primero como un susurro que se iba acrecentando, ampliando, y que degeneraba en estruendoso cacareo de gallinero; compartiendo en la distancia corta del compañero de banca experiencias amorosas del fin de semana y algún cigarrillo hasta la pava.

¿Y qué pasaba en el último tramo?..., ¡el desbarajuste! El caos habitaba en el fondo de la clase, donde en el espacio libre de detrás de las bancas, y al amparo de éstas, se instalaban con vocación de permanencia durante la hora de clase varios corros en los que se practicaba toda suerte de juegos de envite y azar sin contar, por supuesto, con el permiso de nuestro profesor, del que no se oía ni una leve protesta...; con el transcurso de tiempo en tan afable trato nos enmendamos y al final del curso era nuestro profesor más querido...

... Alfredito, el´Espigares: La pregunta sonó como un reto a toda el aula y en especial a los inteligentes; a los vips de la clase: El que me demuestre en la pizarra que por dos puntos pasan más de una recta, tiene la nota máxima. Don Francisco Espigares, profesor de matemáticas --las de segundo curso-- esperaba en la tarima, franca sonrisa y tiza en mano al valiente alumno, futuro geómetra, atrevido ignorante o cachondo mental, que cogiera el guante de aquel reto. Nos mirábamos unos a otros sin dar ninguno un paso adelante.

Los segundos de silencio que precedieron al desafío se hicieron eternos y, en algún punto, ofensivos en la medida en que la falta de respuesta hería nuestra dignidad de estudiantes en la materia; la de toda una clase que observaba como de la inicial sonrisa, nuestro profesor estaba a punto de pasar a la risa y probablemente después a la carcajada ante la evidencia, conforme pasaba el tiempo, de nuestro asombro y desorientación: nos habían dicho hasta la saciedad que por dos puntos sólo pasa una resta, ¡¡¡y sólo una!!!... ¿Entonces?..., ¿aquello?..., no sabíamos..., además había que ver lo que fastidiaba la dichosa sonrisita...; en fin.

Cuando ya se adivinaba la claudicación, la derrota de todo un colectivo, de toda una generación, uno de los del montón que habitaba el fondo de la clase, vino a reparar lo que hubiera sido una ofensa a nuestra inteligencia, cuando, como un resorte, se plantó en la tarima y recogiendo decididamente la tiza que todavía exhibía de manera desafiante nuestro formador, al que, aún así, no se le borraba el rictus de ironía que enmarcaba su poblado bigote canoso, dibujó en la pizarra los dos puntos más grandes, los más enormes que jamás se hayan visto; vamos, más que puntos parecían dos melones a escala real, e inmediatamente, con una seguridad pasmosa, trazó entre ambos tantas rectas cuántas le permitió su joven brazo, hasta cansarse, demostrando definitivamente y no dejando dudas del nuevo postulado geométrico: Por dos puntos "dibujados en una pizarra", pasan, de forma categórica, infinitas rectas.

Aquello mereció el beneplácito de nuestro maestro, que dándole una amistosa palmada en el hombro le felicitó, obsequiándole, a continuación, con lo más preciado para un estudiante: la nota máxima, cumpliendo así su promesa ante el estupor y la envidia de todos los que asistimos atónitos a semejante evento. Acontecimiento académico muy importante para la época.

Lo que en aquel tiempo me pudo parecer una salida de tono de nuestro profesor de matemáticas o el amago de una broma que había quedado entre sus protagonistas, lo comprendí mejor al correr de los años. La pregunta intencionadamente formulada, guardaba una "maldad" con un sólo propósito: sacudir nuestra inteligencia, retar a nuestra capacidad de comprensión de los conceptos abstractos: ¿qué es un punto?... ¿cómo se define?... ¿cuál es su verdadero tamaño?... ¿y su color?... ¿alguien ha visto alguna vez un punto?... ¿tienen familia?... ¿dónde moran?...; ¿se puede dibujar un punto?...; esto último era realmente el qui de la cuestión...

... el Villalobos, don Luí el director:  Casualmente tenía los mismos apellidos que el director: ¡Hombre, mi hermano pequeño!, solía bromear conmigo en los encuentros, reconociéndome... ¿Qué puede decir de él?: su sola presencia imponía a nuestro ánimo una sensación de justa autoridad, entre el respeto y el aprecio. De mediana estatura, su visible corpulencia era pareja a su humanidad. Alguien , al que me uno en su apreciación, ha dicho: "Don Luis Molina Gómez, fue un digno continuador de la obra de su padre: la Academia Isidoriana, toda una institución en la ciudad. Era junto con los Escolapios el centro privado más antiguo de Granada, pero al contrario que aquél, regido por las levitas y el nacional-catolicismo, mantuvo para el colegio su ideario laico de siempre, abriendo otras opciones de enseñanza frente al panorama monocolor que se imponía en la pedagogía del momento...", para después aseverar: "Una persona excepcional por su sensibilidad social y su ejemplaridad..." Nos constaba la inquietud social de nuestro director, posiblemente heredada del padre, manifestada en la concesión de becas a alumnos con escasos recursos, como era nuestro caso, los que posiblemente se sustraían de las necesarias reparaciones. Primó a las personas por encima del lucro personal...

 ...Wyoming y otros que seguimos cultivando durante largo tiempo: el isidoriano del que aún quedan ecos en las evocaciones.

Un largo tiempo de imaginación; de compañeros de bancas



1963
Foto para ingreso en la academia


FranciscoMolinaGómez --"Molina"--
(He procurado viajar en el tiempo de las imágenes que aún no se han borrado; de los sonidos que aún no se han apagado; de los olores que aún no se han difuminado... para dejar negro sobre blanco, en abigarradas páginas de vivencias de un extenso libro:"Curso´63, del bachiller en los tiempos del pop" --de donde se han extraído las anécdotas que relato--, como apuntes a bolígrafo sobre papel cuadriculado de una época y un lugar donde vivimos con intensidad todas las emociones que, como personas, adolescentes y estudiantes, sentíamos en esa eterna dualidad del efecto y su contrario: penas y alegrías, incertidumbres y esperanzas, compañerismo y soledad..., son ya parte de aquel espacio vital; reducidas ágoras --aulas-- donde nos congregábamos diariamente para oír a los maestros en unos tiempos en los que no se cuestionaban su reconocimiento y respeto. Aquellos nos hicieron creer entonces que nos comeríamos el mundo; hoy sabemos que no ha sucedido nada, o, quizás, todo lo contrario: el mundo nos ha engullido a nosotros. Proseguimos agazapados, escondidos. Ninguna reseña en la Red de Internet. Acaso una generación inexistente, consumida en el hervor de su propia identidad: la necesidad de sobrevivir en unos años difíciles, a la que dedicamos nuestras energías y todo nuestro tiempo. El resultado: una generación de antihéroes.
Todos ya formáis parte "muy especial" del bagaje de mi existencia: ¡¡¡por siempre isidorianos!!!)