domingo, 1 de noviembre de 2015

EL CANTO DE LA SABIKA




Granada. Al fondo, por encima de la ciudad antigua, se enseñorea de color bermejo el hotel Alhambra Palace, como telón de escenario resguardando el prodigio de detrás: la colina de la Sabika

Extrajo del paquete de cigarrillos uno de ellos y lo encendió en el inicio del pasillo del aula, esperando a que cesara el murmullo de fondo: insistente cuchicheo entre nosotros ante lo insólito de aquel inicio de clase; exigiendo silencio mientras exhalaba las primeras caladas de tabaco: Saquen papel y bolígrafo... y ¡no hablen!... se les pasa el tiempo... tienen ya menos de una hora para la redacción --habían decidido por nosotros que participáramos en el por entonces ya popular, entre los colegios, concurso literario que, por supuesto para hacerse propaganda entre los más jóvenes, organizaba y convocaba la conocida marca de bebidas Coca-Cola, con numerosos y suculentos premios--; mientras impaciente por enunciarnos el tema a la inspiración de nuestras musas, recorría el largo y angosto pasillo entre bancas, aspirando ahora con deleite el humo de su cigarrillo Chesterfields, que mezclaba en la boca con el fresco sabor de un caramelo de menta Pictolín; balsámicos que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón y que consumía con cada pitillo.

Y en la exhalación del humo de tabaco rubio que aspirábamos también nosotros sin poder evitarlo, cercana su persona a los asientos de las bancas, nuestro profesor de lengua y literatura dejaba al descubierto una irregular dentadura de la que dos colmillos rebeldes sobresalían del resto de los dientes, contraponiéndose a la buena estética de la armonía y las proporciones. Ahora el olor se esparcía por todo el pasillo del aula mientras lo recorría mostrando una notoria cojera en su pierna derecha, la que al apoyar en el suelo simulaba una genuflexión a cada paso, arrastrándola por el suelo con cierto sonido de roce que marcaba el ritmo de sus pasos.

De improviso en un receso de su singular andadura y de su adición a la nicotina, acabado el cigarrillo soltó el titulo de golpe y porrazo: ¡El sonido!... escriban sobre ello... tienen apenas tres cuartos de hora; y a partir de ahí Draculín --apodo con el que le habían bautizado desde tiempo inmemorial por motivos obvios-- se dedicó a agravar aún más el ya evidente desgaste de la madera del suelo --con cada restregón de su pierna derecha-- del aula de segundo de bachiller en su incesante recorrido cabecera-fondo escudriñando a uno y otro lado sin proferir una sola palabra, sin un comentario, sin una sugerencia... comprobando sin auxiliarnos nuestra perceptible y constatable deriva hacia el naufragio literario, al que intencionadamente nos dejó abandonados.

¡El sonido! Aquellas dos palabras frustraron en muchos de nosotros una brillante carrera de escritor. Decisión que estuvimos sopesando durante menos de una hora: cuarenta y cinco minutos de vacío durante los cuales hicimos incursiones en todos los campos del arte de la escritura, desde la mística y la lírica hasta el relato, sin lograr articular ni una sola línea coherente en estilo e intención artística... no nos habían enseñado a ello... y ahora, pasados cincuenta años, retomando aquel reto, me aventuro en lo que incomprensiblemente no se me ocurrió entonces: a transitar los sonidos atemporales de aquella parte de mi ciudad --la Alhambra de Granada-- a la que escapaba en busca de alivio siempre que barruntaba la inminente pérdida de algún sueño... a recuperar el éxodo hacia el canto de la Sabika.









Cecilio más que ciego se sabía en silencio en la eterna noche de su existencia, y es por ello que para remediarlo quiso cumplir un deseo que guardaba desde su juventud y que ahora, en el otoño de su vida, antes de que el invierno inhóspito y frío de la soledad de las tinieblas --por las que había transitado casi cincuenta años ya-- se apoderara de su ánimo, deviniendo en irreparable desánimo, fue al encuentro de los sonidos imaginados desde joven, los que faltaban para ultimar los otros sentidos de los que no había sido desposeído.

Era aquel un irrefrenable anhelo desde que con diecinueve años cayera en sus manos un ejemplar en braille --lenguaje que había aprendido en la Organización de Ciegos-- de los cuentos de la Alhambra de Washington Irving y quedara imbuido de los sonidos que cantara el espíritu romántico del escritor en sus descripciones de los bellos parajes de bosques y jardines y los exuberantes interiores de los palacios y patios de la Alhambra; y sin perder más tiempo en la mañana de un quince de noviembre metió en el macuto de recia tela el libro con las palabras en relieve al tacto, todos sus ahorros --que eran bastantes-- y algunas mudas de ropa; después tomó el cayado y se dispuso a emprender viaje hacia la colina de la Sabika. Quiso al igual que el viajero estadounidense proveerse de singular acompañante. Éste en vez de verborrea fácil e ilimitada, tenía dificultad al hablar e imaginación más corta. Era tartamudo y además le costaba escudriñar el alma de las cosas, lo que era una desventaja en su adquirida enfermedad desde muy joven: padecía de irredenta y obsesiva vocación que se manifestaba en una persistente voluntad de ser poeta; atrevimiento que era ya realidad en el desbarrar de lo que había compilado en un grueso tomo de obra creativa: "Ensueños de la Alhambra".

Pese al continuo desatino de su lírica; aquella que componía --o más bien descomponía-- inspirado por musas, genios y diosesillos que vivían --según decía-- en los parajes y mansiones de la Alhambra, a la que se dirigía cada vez que su ánimo entraba en trance, Horacio logró en cierta ocasión encadenar con cierto ritmo de intención poética unos versos a la torre de Comares: "... y en el viento algún latido, / y en el latido un recuerdo, / y en el recuerdo una torre / flanqueada de arrayanes, / que se mira en un espejo. / Tiene las paredes rojas, / altas paredes antiguas, / antiguas paredes rotas..."; sorprendiendo a su amigo Cecilio cuando se los leyó, de tal suerte que éste llegó a aprendérselos de memoria para regocijo de Horacio, o más bien para el suyo propio ya que la tartamudez de aquél, en su repetitivo atasque, hacía inviable enlazar la terminación de un verso con el inicio del otro, en una ininteligible intención de la frase, que no favorecía el logro artístico del poema: Tienes que seguir por ahí... me refiero a escribir..., le animó en su obsesión de ser poeta, desestimando en su persona, por razones obvias, el ejercicio de la declamación. De esto hacía ya algunos años; ahora le invitaba, reconociéndole como un versado cicerone de aquellos lugares, a que le acompañara en el siempre pospuesto viaje a la cima de la colina: Mañana, a las nueve en la fuente de plaza Nueva.


I.  Plaza Nueva
Se saludaron y durante largo rato Cecilio quedó en silencio, como escuchando algo, abstraído, hasta que habló: ¿Acaso el discurrir del agua sea flujo de tiempo, pero de un tiempo que no sabe de horarios, ni de días, ni años, ni...?; se preguntaba en voz baja, pero audible a su acompañante, esperando en realidad respuesta de su amigo Horacio; a la hora acordada, oyendo los sonidos de los juegos de agua de la fuente de la plaza, ambos al borde mismo de ella: ¿No notas Horacio, en el silencio de esta hora tan temprana, su latido, como el de tu corazón dando vida al cuerpo?... ¿no oyes su rumor?... el que hace el agua que brota en su nacimiento... ¿no la oyes?... es como un siseo continuo...; y como arrullo de fluido vital que le hablara, Cecilio sintió como resbalaba desde la granada en piedra que la coronaba hacia la taza ondulada: Presiento la vitalidad de lo joven en este agua que anida en el fondo de la taza: clara, limpia, agitada, inquieta, ansiosa, juguetona...deseosa de escapar, de rebosar por las entalladuras de la piedra en multitud de chorros... lúdica sin preocuparle su destino final... oigo sus risas al caer a la lámina de agua e imagino el espectáculo: un espléndido juego de infinitas gotas derramándose, con toda la pompa del acto, hacia el pilón... maravillosa sinfonía de notas cristalinas que, a buen seguro, dibujan sobre el estanque un pentagrama circular... escucha atento y oirás: todas acompasadas... todas distintas... todas divertidas... las que por el cosquilleo que siento en mi mano --la tenía sumergida en uno de los chorros-- garabatean saltarinas... ¿verdad amigo?

¡Pero!, si aguzas el oído, si prestas atención de verdad sabrás más sobre el fluir de este agua; oirás que después del alborozo viene el silencio...; y entre la acusada sonoridad como composición central del espectáculo que imaginaba, Cecilio aún pudo distinguir el susurro en el chorrear de esa otra agua que descendía, silenciosa, por el sumidero, en un discurrir eternamente húmedo: Agua callada, olvidada, escondida --decía Cecilio--, como la del río Darro al que desagua, y que ahora pasa bajo la bóveda que soporta esta plaza, que nos soporta a los dos, desde donde se ausenta el río para, a continuación, atravesar la ciudad en una vana representación, en un espectáculo fallido, inconcluso... desposeídas de sus fastos durante largo trayecto, querido Horacio, para al final perderse en el tumulto de los torbellinos, reapareciendo al encuentro de las del río Genil, para desvanecerse en sus turbulencias.

Horacio quedó maravillado de la alocución en la reflexión de Cecilio, como sugestivo preludio de aquellas jornadas de encuentro, no sabiendo dónde clasificarle: ¿filósofo?, ¿poeta? En la sensibilidad declamada de la metáfora de la vida escenificada en la simbiosis del artificio y el agua, parecía que el poeta fuera Cecilio; comparación que en su mente le devino en contrariedad, aunque sin mostrar por ello ningún gesto o ademán del que se apercibiera del desencanto su amigo, al contrario, exclamó, atrancándose en cada dos palabras, reconociendo su genio: ¡Claro!... soporte y sustancia siempre juntos, eternamente ligados..., tendré que escribir algunos versos... gracias amigo; le felicitaba Horacio con unas palmadas en la espalda: Me alegro por ti, se reía Cecilio, entendiéndole pese a su dificultad con la pronunciación del lenguaje --estaba acostumbrado--, en un gesto de alegría hacia su amigo y compañero, al que quería, al tiempo que lo cogía por el brazo.


II.  Cuesta Gomérez
Desde uno de los bordes de la plaza ambos transitaron en ascensión por la cuesta de Gomérez --hondonada que ha impreso en el terreno el encuentro de la colina de la Sabika con la del Mauror-- en dirección hacia la puerta de las Granadas, por donde bajaba ligera brisa. Cecilio se abrochó la gabardina para aislar del relente las ropas que vestía, y cubrió su avanzada alopecia con una boina pues empezaba a sentir la humedad del bosque que les dominaba en alto, aunque comenzara ya a lucir un incipiente, aunque muy tibio, sol de otoño que apenas conseguía templar el frescor que la noche había dejado en las fachadas abalconadas de geranios de las casas que bordeaban la cuesta, y que todavía rezumaban sus piedras y revocos; mientras andaba cogido aún del brazo de Horacio comprobando en ese momento los recios pertrechos de lana con que éste se había provisto contra las bajas temperaturas. Como una sola voluntad prosiguieron el empinado camino.

¡¡Granaína!!, exclamó Cecilio a mitad de la calle, parando en seco a Horacio e interrumpiendo la entrecortada conversación que a la tartamudez su amigo agravaba ahora con el resuello de su respiración en la dificultad del ascenso, reconociendo en la afinada música de guitarra que hasta la calle salía del bajo de una de las antiguas casas --la que se publicitaba encima de la puerta con popular cartel: Constructor de Guitarras-- el palo del flamenco... aquellos requiebros... aquellas pausas... aquellos silencios... inconfundibles como bien conocía por su afición al cante jondo, del que había hecho sus pinitos en años mozos. Aguzó el oído y aclaró su ronca garganta, y no pudiendo resistirse se arrancó por media granaína al son de la música: ...¡Ay!... ¡ay!...¡ay!... si yo te quiero de veras / gitana del Sacromonte / ¡ay! si yo te quiero de veras / se lo puedes preguntar / a la que está en la Carrera / la patrona de Granááááá..., alargando el final en un alarde de floritura de voz hasta quedarse casi sin aire, al modo de los cantaores flamencos: ¡Bra-bra-bra-vo!... Bra-bra-bra-vo!...le felicitaba Horacio: Gracias amigo; dime: ¿Qué número es éste?: El treinta y seis, lo dijo sin atrancarse, de seguido --le sucedía a menudo, sin explicarse porqué--: Si creo que era aquí donde venía con mi padre... ¡que buen tocaor era!

Y dicho esto se le humedecieron los ojos en los recuerdos; transportado, como si la caja de resonancia de la guitarra, de la que seguía brotando melodía tan familiar, fuera en realidad un agujero a otro tiempo por el que pudiera escapar; y rememoró con melancolía las jaranas de cantaor en bares, tabernas y algún que otro tablao de las cuevas del Sacromonte, acompañado a la guitarra por su padre; pasión a la que dedicó intensamente los ratos libres que le dejaba la venta de cupones --lotería de los ciegos-- en una esquina de puerta Real; y no tuvo tiempo de amores --o más bien éstos no le fueron propicios--, ni de subir a la Alhambra: A la Alhambra siempre se sube, nunca se va, se dijo en voz baja. Y aquellas remembranzas dieron paso a unas contenidas lágrimas que le brotaron tras las gafas oscuras, las que no impidieron que su emoción trascendiera hasta su amigo, al que, al contrario de transmitirle desaliento, le alertó a seguir caminando con un gesto del brazo. Se sentía exultante en la complacencia de los sentidos que poseía, los que le hacían vivir plenamente, sin menoscabos, aquellos momentos especiales de su vida.


III.  Bosques de la Alhambra
Al rato, traspasada la puerta de las Granadas, se adentraron en los bosques de la Alhambra que olían a humedad, a tierra, a boj de umbría que ambos aspiraron profundamente: ¡¡Huuuuummmmm!!, mientras continuaron su camino, ahora bajo la espesura del bosque que ya mudaba la piel. Penetrar en los boscajes de la Alhambra en otoño, era como introducirse en un cuadro impresionista en el que se hubiera recreado su autor, aplicando sobre el vasto lienzo vegetal toda una interminable gama de colores posibles, surgidos de su imaginación y mezclados en su mágica paleta de pintor. El follaje que ahora les envolvía era una composición de matices, de coloraciones, de tonalidades que se plasmaban en infinitas pátinas de oro con las que esta melancólica estación ciñe a árboles y arbustos. Desde los terraplenes, a los lados del paseo central, el viento parecía suspirar a ratos, como murmullo musitado, soplando entre los resquicios de las hojas secas, haciéndolas vibrar antes de que cayeran con un suave susurro. Es extraordinario, pensaba Cecilio mientras caminaban en silencio: Puedo transitar a ciegas el camino hasta este antiguo edén sin necesidad de guías, siguiendo sólo los ecos sempiternos de estos lugares, los que quiso compartir con su amigo: Querido Horacio ¿no oyes los sonidos que siempre han estado aquí?... hay en el rumor del agua cayendo en la fuente la misma cadencia y la misma armonía que las notas al rasguear las cuerdas de la guitarra... la misma música que hace el soplo del viento entre las hojas... ¡es fantástico!... me gustaría que los descubrieses de la misma forma que yo los percibo... todos ellos me hablan del mismo sitio. Horacio callaba pues gustaba oír a su amigo, sabedor de que a falta del sentido de la vista, éste había afinado los otros sentidos, sobretodo el del oído para el que no se le escapaba ningún detalle --ni siquiera los más intimistas-- de los sonidos que le rodeaban en su vida diaria, dotándoles de cierta poética.

Cecilio se arrebujó en la gabardina y se encajó de nuevo la boina para defenderse del aire gélido mientras transitaban sobre las hojas caídas que se ofrecían a sus pies como mullida alfombra de color ocre. Ambos enfilaron el final de la empinada cuesta hacia la entrada a la ciudad regia en un duelo de silencios, a sentir: los que subían con ellos y los que les había dejado el tiempo. Sus jadeos por el esfuerzo y los del agua al discurrir por sus lechos, se acompasaban. Atemporales, imperecederas, siempre presentes, las resonancias les guiaban en el empeño. ¡¡¡El agua!!! Aquí no hay que buscar sus manantiales, pues en los bosques de la Alhambra se sienten, se adivinan aunque no estén presentes. Poesía en mil versos declamada; sinfonías de una sola obertura glosada ahora por Cecilio: Este agua es susurro cuando fluye soterrada por la vertiente de la colina, sollozo cuando gime su abandono por los canalillos de barro, y rumor que se hace tangible en la fuente; generosa, transparente, eterna... querido amigo Horacio... este agua que nace en la cabecera del río va en busca del gozo de los aljibes, de las fuentes, de los surtidores... donde mostrarse con todo su esplendor... y desde donde nos invita a su fiesta, a su disfrute... vayamos y festejemos sin importarnos su triste final allá abajo.


IV.  Cruz de piedra
Ambos suspiraron al alcanzar la explanada que aliviaba su esfuerzo. Enfrente el hotel Alhambra Palace, del mismo color bermejo que los palacios nazaríes, recortaba su historicista silueta sobre el vacío donde se aposentaba la ciudad vieja, abigarrada al pie de la colina. Atravesaron de soslayo la explanada de acceso al hotel, entre ronroneos de motores de modernos autobuses que empaquetaban las primeras remesas de turistas con destino a la fortaleza roja; momento en el que se apercibieron como, convenientemente apostadas, grupos de gitanas con sus atillos y ramas de romero hacían guardia al pie de los autocares, a la caza de las parejas de extranjeros rezagadas, a las que abordaban para echarles la buenaventura con estereotipada sonrisa de dientes de oro.

Cuando unos se negaron, las gitanas escupieron infinidad de maldiciones por sus relucientes bocas que ambos escucharon: "¡Mala puñalá trapera te den...: Permitá Dió que te véa en la mano der verdugo y arrastráo cómo lá culebra..."!, sin prestarles demasiada atención, prosiguiendo su peregrinaje hasta el borde del terraplén, justo donde se aposentaba una cruz de piedra, para observar y sentir el despertar de la ciudad: De las maldiciones gitanas, ¡líbrenos Dios!, le advertía Cecilio a su amigo, el que frente a la escena que se mostraba ante sus ojos soltó un sonoro: ¡Ooohhh!, descubriendo sorpresivamente a sus pies el milagro urbano, todavía envuelto en el resto de calinas del nacimiento del nuevo día. Mientras Horacio se reconfortaba en su visión, Cecilio la percibía por sus sonidos, los latidos que emite la ciudad cuando se despereza, cuando se va sacudiendo las brumas matinales que por momentos la desdibujaba, aunque había formas inconfundibles: la catedral, espesa, que ahora identificaba Horacio como animal varado en la blanquecina luz, orientaba su girola plagada de arbotantes como patas de enorme insecto, hasta su posición; privilegiada grada desde la que dominaban los planos secuenciales del paisaje, el que, a su modo, le contaba Horacio a su amigo Cecilio.

La lejanía se materializaba en los confines de la vega; allí donde la ciudad se dirige hacia el sur en busca del mar. Un tapiz de dibujos geométricos en verde y tierra se esparcían, siguiendo la línea del río Genil, entre el horizonte y el centro urbano a los pies de ellos; todavía viejo, histórico: árabe en su concepción, barroco en sus monumentos, ecléctico en lo burgués, e indefinible en lo moderno. Una ciudad que iba despertando de manera pausada, sin sobresaltos, con ruido sordo de metabolismo gigante. Era el pálpito de la urbe que ascendía, difuso, hasta el mirador donde se encontraban. Sobre ese fondo se percibían nítidas otras voces, otras músicas: los sonidos metálicos de las campanas de las iglesias cercanas llamaban a los tempranos oficios religiosos.

Se sentaron a descansar en el banco de piedra que recorría, como protección, el remate del muro de contención que hacía de pantalla de aquel favorecido mirador, y a seguir conversando entre pautas de silencios observando lo que les rodeaba, como conjeturo observa un ciego: en silencio, pendiente de que le sorprendan los sonidos nuevos: los del lugar; observándose a ratos entre ellos sin hablar, escrutando Cecilio ahora las otras asonancias: las ya familiares de su amigo, adivinando en la forma de respirar, de suspirar... de Horacio su regocijado estado de ánimo; y es que entre ellos el silencio era más elocuente que las palabras..., hasta que sonaron con fuerza tres toques de campana en la catedral.

Eran las doce de la mañana. La floja irradiación del sol, aún muy oblicuo, apenas calentaba. Sin darse cuenta se les había pasado el tiempo: Son tres badajazos con la campana gorda, las tres Ave María del Ángelus, dijo Cecilio para quién aquella llamada le era muy familiar al estar todo el día en la calle muy cerca de la iglesia mayor. Al instante empezaron a tañer el resto de campanas de las iglesias de la ciudad, Albaicín y Alhambra: Esa que se oye tan cerca es la de Santa María de la Alhambra... en esa misma dirección, más lejana donde el Albaicín, se oye la de San Nicolás y la del Salvador... abajo, cerca de la catedral, es inconfundible la de las Angustias... y santo Domingo... y san Matías...y...; Cecilio fue desgranando una a una las iglesias según los sonidos de sus campanas. Las notas de bronce afortunadamente --pensó-- marcaban aún el ritmo de esta ciudad, todavía abarcable, amable: ¿Hasta cuándo? --se preguntaba en silencio Cecilio-- en aquel desmesurado y especulativo desarrollo al que en los últimos años habían sometido su crecimiento por la vega.


V.  Realejo
Los toques de campana se fueron diluyendo en otros sonidos más cercanos, los que pulsaban la vida de esta parte del casco viejo, postrado a sus pies: el ruido de un motocarro en su dificultosa ascensión por la empinada calle, con repiqueteante bramido de motor ahogado por el esfuerzo mecánico, se sobreponía al menos ruidoso del "dos caballos" de reparto de comestibles... era la modernidad. Ahora estas resonancias habían sustituido, pero no borrado de la memoria de Cecilio, aquellas otras que muy de mañana se prodigaban por el barrio, cuando era pequeño --¡¡cómo ha cambiado todo!!--: el pregón del vendedor ambulante publicitando a gritos su mercancía expuesta en los serones a lomos de los mulos que la acarreaban, ante el regocijo de los chaveas camino de la escuela --la misma en la que conoció a Horacio y la que tuvo que abandonar porque allí era una rémora para el resto de sus compañeros--, acelerando los niños el paso para acompasarlo al pautado andar de los cascos de las caballerías que resonaban con golpe metálico repetitivo de herraduras sobre los adoquines de granito de las calles. ¡El panaeroooo...!, ¡traigo pan de Alfacar!...: ¡Ya está aquí el lecheroooo!, ¡oiga señora, leche recién ordeñá!...: ¡El aguaoooor!, llevo agua de la fuente del Avellano !..., voces pausadas, rítmicas con cierto deje musical, timbradas en la misma cadencia que las de aquellas primeras horas del día --algo más lentas que las que le siguen-- con las que despertaba la vecindad --gente sufrida, humilde--, anunciándoles que la vida proseguía, que había que tirar para adelante... que la hogaza de pan, el cuartillo de leche y la cántara de agua les ayudarían a sobrevivir hasta que vinieran mejores tiempos. Voces que se mezclaban, en sus recuerdos, con los insistentes ladridos de los perros al paso de los animales de carga... y las de los juegos de los niños en las placetas cuando salían de la escuela: ¡Chichiriboi!, a los pies de tu cabeza voy, el número uno soy... y el sonido metálico, acompasando el golpe de martillo sobre el yunque de la herrería... y el del corte de sierra en el aserradero...; llegándole con una nitidad que le asombraba.


Todo el fondo sonoro, pasado y presente, resonaba en los subyugados oídos de Cecilio, amplificado por el eco de la alta pared natural donde se hallaba y que dominaba en permanente vigilia al que fuera su barrio y el de su amigo: al antiguo suburbio de oficios judío --el Realejo--, al pie mismo de su placeta por excelencia: el campo del Príncipe, de una de cuyas esquinas se escapaba ahora, con acordes pop, un ¡¡Yeahh!! de blues negro... la nueva música en clave de guitarra eléctrica que era alternativa joven a la otra música de guitarra que se dejaba oír en otra parte de la plaza: la flamenca, como lo era también aquel gemido frente al ¡¡Ay!! de los flamencos, reparando Cecilio en la similitud de ambos gritos: En el fondo son iguales --reconocía Cecilio--, idénticos... ambos son expresión del gemir de un pueblo oprimido en busca de la libertad y la esperanza; y que se mezclaban y se repetían, expandiéndose en toda la placeta, la que presidía en su centro, inmortalizado en piedra y cercado por laboriosa herrería, un Cristo de los Faroles. Cruz parecida a la que en lo alto estaba próxima a ellos. Por el paseo central que subía al Carmen de los Mártires, bajaron dos guardas forestales con su uniforme pardo y cinchas de cuero al pecho que les saludaron al acercarse aquellos a la cruz de piedra. Ambos amigos le correspondieron al saludo matinal con otro: ¡Buenos días! Todo estaba controlado. Todo estaba en orden.

Descendieron hasta el hotel a inscribirse como huéspedes ante la estupefacción de Horacio, al que se le agudizó el tartamudeo al conocer que su amigo le invitaba en el hospedaje y gastos de manutención durante varios días en tan lujoso hotel: nada más ni nada menos que el Alhambra Palace: ¡¡Es mu-mu-mu-mu-y ca-ca-ro!!, ¡¡tú-tú-tú estás lo-lo-loco...!!: Calma, amigo Horacio, por unos días para nosotros se acabó la miseria... es lo menos que puedo hacer por ti, por tu lealtad y amistad de tantos años, y por tu impagable ayuda haciéndome de lazarillo por las calles de Granada... a esta edad tu compañía es un bálsamo para mi vida. Horacio asintió alegrándose, dejándose llevar por la suerte de aquellos momentos: del fondo de su crónica resignación a las penurias, al cabo de una vida de sinsabores y frustraciones, remontó un halo de felicidad en la amistad: Tienes razón, ambos nos lo merecemos, le dijo a su amigo y benefactor, terminando de bajar el puente levadizo que les unía. Se necesitaban y mutuamente se reconfortaban.

Mientras descendían hacia la entrada del hotel, Cecilio percibió algo que provenía del otro lado de la cima donde se juntaban las dos colinas, y que coronaba aquel repecho; del otro lado donde lucía soberana en el lugar la Alhambra: ¿No oyes un canto llamándonos?... durante toda mi vida escuché esa señal, como efecto llamada que me impulsaba a ascender desde cualquier rincón de la ciudad donde me hallara hasta esta colina de exquisitos palacios y cuidados jardines... la misma, seguramente, que tú sentías cada vez que has necesitado subir a la Alhambra... mañana, como en los grandes días, atravesaremos sus ampulosas puertas y nos contagiáremos de su magia... mañana por fin podré oír el tan añorado canto de la Sabika. El mismo que fluyera, musitando su encanto con delicada prosa, a través de las páginas del libro que portaba en el macuto, el que esa misma tarde, una vez aposentados en la habitación del hotel, releería, aunque hubiera pasajes que ya se sabía de memoria.

En la recepción, después de inscribirse y a la espera de que el mozo de equipajes les guiara a la habitación, Cecilio se paró en lo que comprobó al tacto era un expositor de tarjetas postales en donde por instantes imaginaba las prodigiosas vistas de los jardines y palacios glosados por el escritor, con el fin de que al reverso Horacio le escribiera unos versos como recuerdo de aquellos acontecimientos: ¿Ésta de que es?...: Es el patio de los Leones...: ¡Vale!...: ¿Y ésta otra?...: Son los baños Árabes... ¡Vale!... ¿Y ésta?...: Es el patio de la Alberca con la torre de Comares al fondo...: ¡Sí, cómo no!, la torre de Comares, y declamó los párrafos hacia la parte final del poema de su amigo: "...y renuevo el éxtasis / del cielo levitado / en tenue luz / de finísimos calados / que modela / el prodigioso ámbito / en el vacío / profundo de los muros. / Y en los muros / nueve balcones / y en los balcones / explosión de celosías / de vidrieras de colores. / El del medio más grande / con adornos e inscripciones: / Soy como asiento de esposa / dotado de belleza y perfecciones"...; hizo una pausa emocionado, ante la complacencia y agradecimiento de Horacio, y prosiguió eligiendo postales hasta diez: La última ésta...: ¡¡¡Esa no!!!, le dijo rápidamente Horacio, notándole Cecilio algo contrariado a su amigo: ¿Porqué no?, le preguntó curioso Cecilio: Porque es la que tiene el cartel con ese dicho...: ¿Qué dicho?...: Sí, ese dicho tan conocido... el de la limosna y el ciego: ¡Ah!, ese que dice: "Dale limosna mujer, pues no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada", dijo Cecilio con gran naturalidad: Sí, ése, el mismo, le replicó Horacio esta vez también sin atascarse, de corrido y con claro sentimiento de compasión por su amigo.

Cecilio le sonrió al tiempo que le aliviaba su pesar: ¡Ay! mi querido Horacio, no penes por mi ceguera... desafortunado no es ser ciego... sino sordo...; ser sordo en Granada.



FranciscoMolinaGómez
(¡Cincuenta años para afrontar aquel reto!... bien valen si se llega a tiempo de entender de que iba todo aquello de la creación literaria... un camino largo y trabajoso que nada tenía que ver con aquellos concursos improvisados a la demostración de una prematura genialidad, que ni siquiera nos habían motivado, en la evocación de no sé qué musas... sintiéndonos en la competición desubicados, frustrados... ¡tantos años! bien valen en definitiva si se llega a tiempo de ser protagonista de tu propia historia)