miércoles, 1 de julio de 2015

EN LOS TIEMPOS (III) DEL FINAL DEL ÁGORA: ELEMENTOS



















Elementos de Composición


Aquellos inicios de curso comenzaban siempre con las mismas pacientes e interminables filas en el hall de entrada de la escuela para formalizar la matrícula; había que rellenar unos complicados formularios llenos de códigos: unos para datos y otros para asignaturas. No me puedo acordar si ya se podía elegir cátedra para las asignaturas gráficas --creo que no--, ni que extraña formula empleaban para distribuir el alumnado en aquellas materias que más nos preocupaban aprobar, así que a mí me enviaron a Elementos de Composición con los jesuses: Jesús Bernejo y Jesús Perucho que pertenecían a la cátedra de Juan Daniel Fullaondo, el que después de un periplo ausente había regresado a la escuela como adjunto de Sáenz de Oíza, a vuelta de su primera etapa como profesor cuando todavía era director de la revista Nueva Forma --el catecismo para las nuevas generaciones de jóvenes estudiantes de arquitectura de mediados de los sesenta y años setenta-- y que ahora era catedrático de la unidad; de hecho recuerdo que un día hicimos con él una clase conjunta reuniéndonos los cuatro niveles de proyectos --desde tercero hasta sexto-- ya que en la asignatura de proyectos regía lo que denominaban talleres verticales: se organizaban clases conjuntas con todos los niveles -- quiero recordar que Elementos y Nivel I estaban juntos--, corrigiendo todos en un trasvase directo de conocimientos; un sistema de estudio que posibilitaba observar todo el itinerario de proyectos, desde la más tierna infancia hasta la madurez en la misma unidad docente, aunque después no pudiéramos seguir en ella. Los profesores aconsejaban cambiar cada curso por aquello de la diversidad en el aprendizaje de la arquitectura.

Y hete aquí que me volví loco para saber exactamente quienes eran mis profesores y donde se ubicaba mi aula, hasta que la descubrí parapetada entre el laberinto de mamparas al fondo de una de las amplias aulas del pabellón viejo --aquel novedoso invento de los talleres verticales llevó aparejado la descuartización en espacios menores de estas enormes clases--; empanelados los paneles prefabricados de separación con profusión de dibujos y fotos de obras de Le Corbusier, Mies Van der Rohe, Frank Lloyd Wright, Alvar Aalto, Louis I. Khan... y otros maestros del movimiento moderno: Ellos son la luz de faro que os guiarán en la oscura y peligrosa tormenta de vuestro aprendizaje de la arquitectura..., algo así nos repetían constantemente, elevando a la categoría de sublimes aquellos nombres cuando ni siquiera sabíamos bien qué era todo aquello del Movimiento Moderno, y, a su vez, denostando los nuevos vientos que soplaban con la maldita palabra que sólo se pronunciaba en los cenáculos alejados de las aulas de proyectos: posmodernismo...; aquello se complicaba.

El culpable de todo aquel revuelo era un tal Aldo Rossi y su libro de cabecera: La arquitectura de la ciudad --directa embestida contra el discurso moderno-- que era ya parte de la bibliografía recomendada más leída por el alumnado. La constatación del fracaso de la ciudad moderna propuesta por las vanguardias, basada en esquemas que no sólo daban la espalda, sino que arrasaban con todo lo anterior en el tiempo, ahora a favor en el nuevo discurso de una búsqueda arquitectónica y urbana conectando con las formas tradicionales y recuperando algunos elementos figurativos esenciales mínimos, sólo era reseñada tímidamente en las clases de Estética y Composición. Menos mal que alguien nos hablaba de Aldo Rossi, Mario Botta, Richard Venturi, Peter Eisenman... del cubo como punto de partida con giros, transposiciones..., realizado no a lo largo del tiempo, sino a través de una solución de diseño que tenía que ver con las transformaciones generativas de lo que se denominaba: estructura formal.

Me empapaba de aquellas lecciones agradeciendo el cambio de profesor de la asignatura --dos cursos con Guillermo Cabezas fueron insufribles--, un tal De Gracia, un hombre que se preparaba concienzudamente las clases; ordenado, dinámico --daba paseos por el pasillo mientras explicaba y dictaba apuntes-- que evitó que me durmiera al estimular mi interés y mi atención además de no bajar persianas ni apagar la luz...; una gratificante experiencia de maestro que enseña. Pero sólo eran visiones teóricas de reflexiones del momento sin la seguridad de que este nuevo discurso sobreviviera en el tiempo...; al contrario del anterior que había pervivido durante casi cuatro décadas y dejado innumerables ejemplos --bastantes obras maestras--. Sea por esto o porque lo novedoso nos parecía ininteligible, o porque nos influyeran poderosamente --bastaban razones solo de aprobar la asignatura-- aquellos profesores parapetados en los maestros modernos y en toda aquella documentación de sus obras que exponían como irreductibles focos de resistencia. El caso es que nos seguimos formando en los postulados del Movimiento Moderno: lo ya experimentado frente a la incertidumbre de lo novedoso.

Durante todo el curso trabajamos en una nueva propuesta de escuela de arquitectura que sustituyera a las edificaciones actuales. El primer ejercicio consistía en diseñar unas viviendas para estudiantes de posgrado en el propio recinto educativo. ¡Qué satisfacción personal!, por fin íbamos a comenzar a proyectar..., a aprender a controlar el barro sin que se escurriera por entre los dedos...; demasiada pretensión: se nos escurría constantemente. Lógico todos esperábamos que nos dieran el manual de la arquitectura paso a paso, para inmediatamente, sin más preámbulos, resolver con éxito aquella peliaguda cuestión del hecho arquitectónico: ir por atajos, sin esperar el largo y esforzado camino --como obligado itinerario de cualquier educando-- que nos iría mostrando las claves y los códigos de aquel arte. Además en aquel inicio teníamos la misma impresión de siempre: había que demostrar... ¿pero qué?... aquella asignatura era nueva y apenas había dado tiempo de explicar la teoría en la que sustentar una justificada propuesta.

Estudio de composición por el autor del blog del primer ejercicio: Vivienda para estudiante de posgrado en la escuela de arquitectura

Al menos algo intentó Bermejo --el tal Perucho parecía que asistía de oyente-- cuando nos introdujo en la práctica proyectual de Le Corbusier, en su teoría de que el universo estaba sometido a un orden numérico --principio pitagórico--; orden inmóvil al que se remitía el maestro en el esfuerzo por establecer un vínculo entre naturaleza y nuevo orden formal, utilizando la razón y no la fe, desarrollando unas series numéricas que tenían su fundamento en las medidas del cuerpo humano --Modulor-- y de las que tuvimos harto conocimiento, hasta saturarnos de aquellas infinitas sucesiones de números. En aquellos momentos Bermejo hacía hincapié en las que relacionaban ciertas medidas con las actividades cotidianas del hombre y la del propio espacio que habita, para unos días después lanzarnos al vacío de la experimentación, pues sería muy atrevido, decir creación.

Hubo uno que no debió entender nada, como casi el resto --siempre hay excepciones-- y que, además, le tocó mostrar primero su "despropósito" y, por tanto, inaugurar ser el blanco de un descomunal enfado de aquel profesor que sólo hasta aquel momento había mostrado buenas maneras: Esto es un despropósito; aquí hay falta de atención; falta de trabajo... esta vivienda es de folleto de inmobiliaria... con su sofá... su que sé yo... repase lo dicho en clase y empiece a trabajar en serio..., al que sólo le faltó romper el papel, mientras inquiría sentado con su mirada la opinión a un Perucho que, de pie a su lado, descargaba toda la batería de descalificaciones posibles hacia el ejercicio; así; por las buenas; sin aportar ninguna premisa donde apoyar las justificaciones de éstas.

Inmediatamente me hice mi propia ruta para sobrevivir en aquellas peligrosas tormentas de las correcciones: nunca presentar el primero, y si pudiera ser de los últimos mejor, así me permitiría escudriñar lo que hacían los otros; no calcar la planta de una vivienda de folleto de inmobiliaria o cosa similar; y evitar en mi presentación del ejercicio la presencia del tal Perucho. Era corrosivo.

Esto último no lo pude evitar ya que en el momento que desplegaba el papel de croquis delante de las narices de Bermejo, llegaba Perucho el que interrumpiendo el silencio reflexivo de Bermejo sobre el dibujo, sin esperar siquiera mi turno de exposición de los planteamientos del ejercicio, empezó a descargar la matraca de improperios que no dejó seguir Bermejo: ¡No!, espera, hay en la expresión del dibujo como un lenguaje distinto... no te recuerda esas láminas en color de los dibujos de los libros de anatomía humana... este enorme pilar central seccionado, como masa muscular, del que a modo de nervios, venas... sobresalen armaduras, tubos y conductos... es muy sugerente... Hubo muchos peros a aquel primer ejercicio de proyectación, aunque para mí aquel inicial favorable comentario constituyó el poder subir y afianzar el primer peldaño de la larga escalera que me llevaría a descubrir aquello que perseguía.

A pesar de esta buena impresión inicial, lo cierto es que seguía --seguíamos-- bastante perdido en las raras lecciones de Bermejo que era el único que hablaba. Y lo hacía con ese aire serio de viejo y docto profesor que pareciera monótono y aburrido, pero , al contrario, destilaba un soterrado humor con una fina ironía; muy sutil, de formado intelectual. Charlas teóricas un poco caóticas que podían ir de los detalles más sublimes al referir el pensamiento del maestro Louis I. Kahn --"El orden es intangible, es un nivel de la conciencia creadora que se va elevando cada vez más, y cuanto más alto se eleve, tanto mejor resultará la composición..."-- a las cuestiones más insustanciales: ¿A que no saben ustedes porqué en el París decimonónico las puertas de los aseos públicos masculinos no llegaban al suelo?... silencio expectante: Para vigilar con el recuento de piernas que no se metieran dos hombres a la vez a hacer determinadas "cosas" que ustedes pueden imaginar... a lo que alguien le espetó desarmando el invento: Pero, ¿y si los dos eran cojos?... más silencio expectante: Bueno, alguna ventaja tenían que sacarle a su cojera.

Pasaba de una magistral clase sobre la génesis del edificio "Copelec" en la ciudad chilena de Chillán que realizó a principios de los años sesenta en colaboración con dos arquitectos nativos --Juan Borchers e Isidro Suárez-- como paradigma de la primera arquitectura moderna en aquel país, a los detalles más escatológicos: ¿Nunca se han sorprendido de la cantidad de tiempo, desde la salida de sol hasta su puesta, que las indígenas bolivianas, pertrechadas con todas esas faldas de recia tela de colores desbordadas hasta el suelo, permanecen acuclilladas, sin moverse ni para siquiera hacer sus necesidades, en sus puestos de los mercadillos de la capital?... inicial asombro y perplejidad de todos...: De verdad, ¿no se han sorprendido nunca?... continuidad del silencio sepulcral...: ¿Y ustedes quieren ser arquitectos?, pues deberán ser más observadores y sorprenderse de muchas cosas... por último una expectante curiosidad del colectivo por que nos descubriera la solución al enigma: La respuesta es obvia; están sentadas, sin ropa interior, directamente encima del orinal en el que evacuan en el día los orines y excrementos, impidiendo el sin fin de capas de faldas que las rodean que el mal olor trascienda al exterior; sabia respuesta indígena a la necesidad de estar allí horas y horas para subsistir de la venta ambulante de sus productos; deben ustedes esforzarse en pensar más..., recriminación esta última que quedó diluida en el descojono general de risas. Y así una tras otra, para al final después de casi tres horas hablando de lo divino y de lo humano, soltarnos aquello: De cualquier forma no me hagan ustedes puñetero caso; sigan pensando como quieran.

Todo quedaba en familia; vamos en la misma cátedra pues las noticias que nos llegaban de las clases del propio Juan Daniel Fullaondo era un totum revolutum que pasaban, también, del análisis más profundo de épocas históricas, de exhaustivas historiografías de autores..., al humor más agudo e irónico; bueno no todo era igual, pero parecido.

Estudio de composición por el autor del blog del tercer ejercicio: Taller de proyectos en la escuela de arquitectura

Y cuando estaba más perdido en la siguiente propuesta a enfrentar en la que se nos pedía ya, sin más preámbulos toda la organización general de la nueva escuela de arquitectura, y que por desmesurada para nuestra exigua formación de proyectistas, nos parecía descabellada: ¿cómo íbamos a ser capaces de controlar las proporciones, los números suficientes para encajar el complejo programa de una escuela de arquitectura? Digo que cuando estaba más perdido tuvimos de forma providencial una clase conjunta de todos los niveles de proyectos con Juan Daniel Fullaondo. No me lo podía creer: el aula a rebosar era una fiesta, cuya palpable atención --que era parte admiración, expectación, interés, curiosidad y sorpresa-- de los alumnos recaía en el lugar donde aquel hombre de mediana estatura, algo regordete, risueño, con expresión de cara amable, la que remataba con avanzada alopecia, parecía disfrutar, con aquel revuelo, aún más que los alumnos.

La clase consistió en que visualizáramos una película de ese cine experimental que sólo se proyecta en las aulas universitarias. Proyección que, al parecer, debiera incitarnos a reflexionar sobre no sé que asunto... que, seguramente, era importante para nuestra formación como arquitectos porque había alumnos --los más aventajados o los más atrevidos-- que con mucha familiaridad y confianza, y de forma intermitente entablaban debates, entre serios y jocosos, con el agrado y la venia de Fullaondo; siempre dispuesto a aceptar la sesuda reflexión, la boutade, o la picardía, sobre todo de las chicas a las que atendía con especial y pícara deferencia. De una de ellas se contaba que una vez en plena explicación del ejercicio alzó una mano a fin de despejar una duda al tiempo que se dirigía al profesor cambiándole una letra del apellido por aquello de que sonara algo bizarro: ¡Por favor, señor Follaondo..., señor Follaondo!, le inquiría repetidamente la chica con el brazo en alto, el que quedó paralizado en las alturas ante la rápida aclaración fonética del catedrático: Con "u", señorita, con "u"... Fú...Fúllaondo... Todavía le recuerdo bajando las amplias escaleras rodeado sobre todo del género femenino, abrazando la cintura por detrás de las más próximas; despacio, relajado, sonriente, complacido, mirando a unas y otros, sin perder ese aire paternal a la vez que erudito de filósofo antiguo que está feliz y encantado de rodearse de discípulos, en animada conversación que después proseguían en el bar de la escuela.

Al término de la proyección y en el espacio de tiempo más corto lectivo, apenas unos minutos, recibí una clase magistral que me ha servido toda mi vida profesional: Aquellos que no hayan entendido todo este montaje, que supongo son mayoría, sólo una sugerencia: ¡Copien a los maestros!, no tengan prurito en hacerlo... quién mejor que ellos que nos han legado sus obras... trabajen con sus plantas y alzados... busquen en los diseños sus propias interpretaciones de las ideas que los generaron... ¡calquen!, ¡fusilen sus dibujos sin miedo!... verán como el complicado puzzle del principio de los ejercicios se irá resolviendo en la medida que trabajen los esquemas copiados.

Le hice caso y fusilé sin piedad para mi ejercicio de la nueva escuela de arquitectura las plantas de algunas de las obras maestras de aquellos arquitectos que referí al principio --poseo una popular colección de monografías de ellos--, sobre todo las de Louis Khan que era un autor que había tratado profusamente los edificios institucionales, entre los que descollaban bastantes centros culturales y de enseñanza. Distribuidas en la lámina --de forma aleatoria aunque con cierta intención según el programa de necesidades dado como enorme collage-- descubrí con satisfacción que empezaba a diluir ese pánico de hallarme perdido frente al papel en blanco, lo que sucedía cada vez que me enfrentaba a él en el tablero de dibujo.

Empecé a dibujar sobre el papel de croquis que puse encima y al instante de lo invisible surgió lo tangible: líneas, bordes, recintos, espacios, volúmenes, formas..., parecía increíble: en poco tiempo había proyectado con cierto orden de medidas y proporciones toda una pequeña ciudad... y aunque aquel collage era lo más disparatado que la mente de una arquitecto-urbanista hubiera concebido yo sentí haber dado un paso de gigante ya que al pasar de la nada al todo en tan corto período de tiempo atisbé los inicios de la creación: al principio todo era oscuridad; después fue la luz.

Estudio de composición por el autor del blog del séptimo ejercicio: Biblioteca en la escuela de arquitectura

Ahora procedía ir poniendo orden poco a poco en aquel desbordado caos. Ir desmenuzando cada una de las partes sin olvidar la estructura del esquema general de la escuela: el taller de proyectos con cierto aire posmoderno; la biblioteca muy organicista; el aula magna que indagaba en la teoría constructivista... y por último, como ejercicio final, vuelta al esquema --ahora definitivo-- de la organización de la escuela: sobre el mismo papel de croquis apliqué acuarela, lápiz, tinta sepia... un pastiche en el que en una de las esquinas del solar, en la parte alta del jardín, proyecté una reproducción del Partenón ateniense como primera lección para los neófitos que ingresaban cada año en la carrera.

Y todo aquello me llevó mucho tiempo del día y de parte de sus noche. Horas que pasaba en vela dibujando con la única compañía de la música y los relajantes sonidos de profundas respiraciones al fondo de las habitaciones de mis seres queridos que dormían apaciblemente. Una sensación de agobio y de paz, a la vez

Estudio de composición por el autor del blog del noveno ejercicio: Organización definitiva de la escuela de arquitectura

En la confianza que ya tenía de que iría aprobando curso a curso las asignaturas gráficas, relajé aquella primera obsesión de mirar periódicamente las listas últimas de calificaciones del curso. Tuvo que ser una compañera de estudios la que me dio la noticia. ¡Has aprobado!, aunque la buena nueva, además del aprobado, era, en realidad,que sentía de manera palpable que ya empezaba a controlar parte del barro que antes se me escurriera todo entre los dedos.


FranciscoMolinaGómez
(continuará)