domingo, 15 de febrero de 2015

LO IMPERFECTO DE LA BELLEZA











Transcribo el correo electrónico de 16.05.2011/ 13:12 h: "Aquí os mando para que tengáis un gran recuerdo de sor Gloria Aguirre Andaluces --en realidad Landaluce--, la gran Maestra, recordémosle siempre. Como siempre vuestro amigo José Antonio".
Gracias José Antonio por la foto, aunque la reseña es como poco, por lo vivido, de dudoso título. Junto a una pléyade de buenos maestros que he conocido, fue la primera de la otra serie: la de los malos maestros: Nunca, nunca, nunca... las crueles afrentas abrieron, ni abrirán, el camino del conocimiento; al contrario...











Ha si-do so-lo u-na mi-ji-ca..., balbuceaba el "Mijicas" --mirando temeroso a sor Gloria--- más con el parpadeo de los ojos que con la boca; guiños que en sus intermitencias imploraban algo de compasión a la monja que muy de mañana, con sonoras palmadas, había despertado a los internos del orfanato en la salutación de siempre: ¡Arriba el Niño Jesús!...: ¡Y por siempre en nuestros corazones!; la que de urgencia, como si en ello le fuera la vida, se había acercado a su cama --al igual que lo haría con las otras de los "meones"-- apartando con enojo las ropas que la cubrían, al tiempo que éste le seguía suplicando con gemidor balbuceo: Ha si-do so-lo u-na mi-ji-ca..., rehuyendo a sor Gloria en la progresiva irritación de su agraciada cara: Además de mojar la cama, ¡eres un mentiroso!...¡una mijica, una mijica!..., ¡recoge las sábanas manchadas y a la ducha de agua fría...; ¡vosotros también!

El Mijicas coleccionaba adscripciones a grupos siempre denostados, desde que nació; si acaso alguna vez lo hizo porque no había indicios, datos, ni documentos de que aquello hubiera sucedido en algún lugar; tampoco se conocía el momento exacto, tan sólo que brotó de manera espontánea una mañana muy temprano envuelto entre trapos que sólo liberaban su cabecita, abandonado en las tapias junto a la portería del orfanato, sitio del que fue rescatado por el portero --Pepe el Bolas-- que le oyó gemir cuando hacía la primera ronda mañanera. De sus padres ni rastro. El Mijicas pasó, desde aquel instante, a ser niño expósito, y, para más señas, también niño cunero. Desde entonces aquella mijica de carne comenzó una ardua lucha contra el infortunio. Su poco peso y sus escasas defensas eran una rémora que negaban la viabilidad de aquel conato de existencia que había surgido milagrosamente junto a las tapias. Desde el primer momento su cuna fue sitiada por un ejército cruel: el de las enfermedades infantiles, activándose en el niño cunero un eficaz sistema inmunitario contra el implacable asedio, del que pudo zafarse a duras penas. Pasó de la Cuna al Destete y después, con cuatro años, al pabellón donde estaba sor Gloria.

Sor Gloria era en su beldad el contraste de facciones perfectas y armoniosas con respecto de las caras de las otras monjas: un rostro de fino cutis blanco que acentuaba un lunar negro en la mejilla, y que se prolongaba terso en el mismo color del gorro de la toca --aquella de largas alas- y en el que destacaba luminoso el intenso azul de sus ojos, abriéndolos mucho con la mirada fija en cualquier niño cuando le recriminaba por algún hecho a su opinión reprobable, desafiándole con aquellos ojos dilatados, quietos, intensamente abiertos... hasta que el niño aturdido, los rehuía y bajaba la cabeza; después volvía a su estado natural en el tiempo que dictaba el castigo. Aún así con su dureza de intención, era como si su belleza le redimiera a la vista de los infantiles ojos: tenía la hermosura femenina tan deseable para una madre... y ahora se suponía que ella lo era para el Mijicas y los demás niños. De la persistencia de la lozanía de su cara se contaban muchas cosas entre los internos, las que con el tiempo habían adquirido carácter de leyendas: Qué si se daba pomada en la cara...: Qué si se pellizcaba suavemente los carrillos para tenerlos sonrosados...: Qué si se ponía colorete en las mejillas... Cara angelical que por las mañanas no le pareciera tanto a Mijicas.

En el pabellón de menores, las desdichas del Mijicas comenzaban muy de mañana, cuando despertaba con la misma sensación mojada de siempre, con los calzoncillos, la camiseta y las sábanas empapadas en orines, y aunque minimizara el hecho --Ha sido una mijica, repetía siempre--, la verdad es que no era una mijica, era una formidable meada que discurría en el sueño, caliente y apacible entre sus piernas recogidas contra su cuerpo en actitud fetal, plegadas hasta confundirse con su pecho; amparándose en la elasticidad de sus carnes, hecho un ovillo --en ese otro rincón de su existencia--, para sentir más dulcemente en su piel el calor de la micción nocturna, y de la que le despertaba sobresaltado, poco después, el frío de los orines; la humedad fría de las sábanas que percibía gélidas por efecto del hule que cubría su colchón. Y no era el único: varios chicos amanecían empapados en orines hasta el cuello.

Se culpaban de aquella denostada condición sin preguntarse siquiera las razones. No eran conscientes de sus carencias --siempre las mismas-- que en sus subsconcientes admitían y justificaban, quizás, en el pánico a despertar a media noche para no sentir miedo a las extrañas y alargadas sombras proyectadas en la pared, y que se movían a la par que el parpadeo de la llama de la lamparita de aceite, acechada por la oscuridad, y que en alto dominaba el alargado dormitorio; tal vez en la dificultad de avanzar un solo paso en el implacable asedio con el que aquel insufrible frío cercaba las camas, impidiéndoles llegar hasta los aseos; o, porqué no, en la existencia de alguna patología orgánica que les relajara sus esfínteres durante el sueño, en la necesidad de evacuar la tóxica orina. Pudiendo ser cualquiera de ellas las razones, ¿dónde quedaban las otras?, las relacionadas con el mundo de los afectos, con las ausencias de estos.

El Mijicas no percibía de una forma cierta las carencias afectivas. Estas actuaban de manera inconsciente, y cada noche al acostarse repetía los mismos gestos, los mismos ritos, las mismas posturas; las que su ser evocaba de otros tiempos, cuando aún no había nacido; en los que sentía, al amparo de aquel refugio primigenio --el seno materno-- un inmenso sosiego, una extraordinaria paz; sentimientos de agrado que percibía cuando escondido entre las ropas de la cama, su cuerpo se enroscaba hasta hacerse esférico, rotundo, globular --y así exponer la menor superficie de éste al frío hule--, sintiendo el pálpito de su corazón en todas sus carnes y cómo la sangre caliente iba templando su ánimo, olvidándose de sus desdichas hasta quedar profundamente dormido..., creyendo flotar en el líquido intrauterino, extasiándose en su calor --unos segundos de intensa felicidad-- cuando involuntariamente evacuaba los orines. Y así todas las noches, durante mucho tiempo, con el aliento cortado cuando despertaba.

¡Venga rápido, todos a la ducha!..., les increpaba sor Gloria. No había piedad para los meones, y desfilaban con las banderolas mojadas de color orín, como blasón de vergüenza, asidas en las manos entre los demás chicos --que le señalaban-- hacia las duchas de agua fría, muy fría, muy de mañana, muy temprano, tan temprano que aún la temperatura de sus cuerpos no había alcanzado la de sus existencias, y bajo el gélido chorro de agua, el Mijicas desnudo, destemplado, miraba al resto de chicos que se lavaban al tiempo que éstos le contemplaban; suplicando conmiseración, con el pelo mojado y el agua escurriendo por la suave y tersa piel ante la atenta mirada de sor Gloria:¡No salgáis aún todavía!, ¡debajo de la ducha hasta que os lo diga!, ¡a ver si el agua fría os quita esa fea costumbre!... sintiendo en la clavazón punzante del frío limpiar su yerro; buscando entre las miradas escrutadoras y acusadoras un gesto de perdón: ¡Venga!, salir ya fuera, el que se orine mañana doble sesión de ducha fría..., hasta encontrar las manos que le ofrecían una toalla seca en donde envolvía la tiritera y el insistente castañetear de dientes que persistía hasta que la temperatura de su cuerpo alcanzaba la de su ser, el que mantenía en vilo con el exiguo tazón de leche con miga de pan del desayuno, después de la obligada misa y antes de las clases.

Del grupo de los atrasados de la escuela del orfanato, el Mijicas ya arrastraba tan desafortunado título desde los tiempos en que sor Clara --la primera educadora con apenas cuatro años-- le ubicara definitivamente en uno de los rincones de la escuela, mirando a la pared, con unas prominentes orejas de burro en la frente y al que la burla constante le había invertebrado del resto de chicos que en la mofa le cantaban: Borriquito como tú / que no sabes ni la ú..., y en el progresivo aumento del tamaño de las orejas de burro, y de la repetición de la eterna letanía, perennemente aparcado en el rincón, Mijicas perdió la letra u y ya no la coreaba con los otros niños, y sor Clara le castigaba a la salida de las clases encerrado en el aula, repitiendo una y otra vez las vocales a las que falta siempre una: a, e, i, o..., a, e, i, o..., y empezó a hablar sin la u..., evitando aquellas palabras que la contuviera: muro, cuerpo, humedad, hule, ducha, burla, burro... hasta que la reencontró justo a tiempo de pasar a la otra clase, la de sor Gloría: Uuuuffff, menos mal!...: ¡Ave María Purísima!..., ¡Sin pecado concebida!

Había momentos que sor Gloria, desprendiéndose de su dureza en su mesiánica misión de salvaparias, mostraba su lado humanista: el de la creación artística. En esta afición o necesidad de mostrar sus habilidades artísticas se transformaba; era otra distinta: hablaba amigablemente con los niños mayores --los cuidadores--, mientras sus manos iban confeccionando artísticas flores de tela de colores: las rosas con sus pétalos abriéndose; los claveles rojos apretujados en el verde cáliz; y las amapolas con sus estambres negros...; flores que destinaba para adornar y embellecer la iglesia. También decoraba la clase con sus destrezas en el dibujo y la pintura: como las láminas de peces al pastel que Mijicas contemplaba clavado en la pared, al lado del mapa de España. Dibujaba en la pizarra grande --encerado-- primorosos dibujos, sombreados con tizas de colores, en donde escribía leyendas y rótulos de caligrafías muy elaboradas que después copiaban los niños en los cuadernos. Y es que parecía querer traslucir la belleza en aquellas actividades cotidianas. ¿Quería inculcarles el arte a los niños, o era simplemente un ejercicio de lucimiento personal?

En la escuela de sor Gloria cuando se acababa la lírica de la tabla de multiplicar, comenzaba el tiempo de la sinrazón de la letra con sangre entra, y tomaba protagonismo la flexible vara india. En el segundo grado de la enciclopedia Álvarez las lecciones eran incomprensibles y algunos niños mayores seguían sin saber que un triángulo equilátero era el que tenía todos sus lados y ángulos iguales; que el Mulhacén era el pico montañoso más alto de la cordillera Penibética; y que los Mandamientos eran diez y se resumían en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Los mismos que en ese momento no eran prójimos de su maestra sor Gloria, que los iba apartando en un pelotón de torpes, a fin de recibir los correctivos varazos en las manos, y de los que siempre era carne de cañón un tal Pitraco. Cada golpe seco marcaba en la palma de la mano del Pitraco una lacerante marca, y en su gesto una mueca de intenso dolor contenido --le había tocado a él; a continuación podía tocar a cualquiera de los otros de la bancada--, sin obtener compasión del inalterable rostro de sor Gloria que sin vacilar descargaba con mucha furia la vara, dejando impresos amoratados cardenales en unas manos doloridas que, de vuelta al pupitre, mostraba a sus compañeros:

¡Toma!, ponte ajo en las manos; verás como te duele menos, le decía el Milindres a fin de aliviarle el escozor de los golpes, y a Pitracos en su dolor le brotaba hacia el compañero una esbozada sonrisa de complicidad y agradecimiento, que era muy seductora; la que le daba cierto brillo a su cara de niño malo, y que desmentía la leyenda de diablo con la que las monjas le habían rebautizado, pues le marcaba en el gesto una expresión angelical que no le favorecía en su adquirida notoriedad de duro, al hacerle vulnerable a perder su otra identidad, la del inconformismo que llevaba muy adentro y que afloraba en multitud de ocasiones, como la última en la que, para escapar del castigo, apretando con fuerza la vara india en el momento en que la descargaba en su mano sor Gloria se la arrebató escapando con ella hasta el patio; arrojándola lejos, detrás de la tapia. Vano remedio: otra vara, después, quedó marcada en rojo en sus jóvenes y blancas nalgas; donde más se hunde; donde más duele.

Los escolares mayores esperaban con ansiedad el receso del castigo en el cambio de tercio: al mediodía el toque de campana anunciando el Ángelus se expandía por todo el recinto, irradiando notas de bronce para la oración: El ángel del Señor anunció a la Virgen María...: Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. Y el rezo les daba una tregua a los chicos mayores; pausa que el Pitracos aprovechó para soplarse las palmas de las manos a fin de calmar la intensa quemazón que no le aliviaba siquiera el ungüento de ajo, y los otros para desechar momentáneamente de sus mentes aquel temible silbido --que habían percibido con la desazón del inminente golpe, tantas veces-- que hacía la vara en el aire antes de dibujarse en la carne.

Silbido que, como un zumbido constante que atormentara los oídos, pendía todos los días como espada sobre el corro de niños --alrededor de sor Gloria-- que daban la lección del primer grado a la monja, la que ahora iba apartando a aquellos de los menores que no sabían que dioses había uno sólo y no tres; que España limitaba al norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separaban de Francia; y que Viriato fue un pastor lusitano que luchó contra los malos tratos de los romanos...; los que también desconocían que un cuerpo era todo aquello que ocupaba un lugar en el espacio; aunque ahora ellos estuvieran ocupando el espacio del castigo infame; era igual estaban allí, a la vista de todos, expuestos a los demás niños para escarmiento más que para escarnio; para que sintieran el mismo miedo de los castigados; la penosa incertidumbre de que fueran ellos los que seguidamente ocuparan aquel lugar; nadie estaba a salvo cuando a los sonoros crujidos le sucedían apagados lamentos --dos solitarias y espesas lágrimas por más muestras de dolor--; suplicando con las miradas de niños indefensos algo de caridad al descargar la vara. No había compasión pues el golpe sonaba siempre igual: como chasquido en carne tierna; y el intenso dolor de las manos buscaba consuelo al apretarlas Mijicas contra su cuerpo, ya de vuelta al refugio del pupitre: Duele mucho..., cuando sea grande voy a venir aquí y le voy a dar en sus manos con la misma vara, para que sepa lo que duele, en donde rumiaba su desdicha, de la que era asombroso que cupiera más en su corta vida.

Aquel justo deseo se desvaneció tiempo después en la alegría de la marcha de sor Gloria del orfanato; a la que despidieron las otras hermanas a la puerta de la comunidad de monjas, en la misma explanada donde en sus jardines --los del estanque de la patera-- seguían creciendo las dos profusas matas de bambú, que le habían proporcionado, sin agotarse, aquella peligrosa arma; a las que los niños miraban con temor incluso cuando, proyectándose en el tiempo, sobrevivieron a su perverso uso...; y en la reflexión de aquella huida y del tiempo transcurrido: Qué alma, que no hubiere enfermado de insensibilidad, de ira o de soberbia, podía permanecer impasible ante la impactante imagen de la tristeza infinita en los ojos vidriosos de un niño, con la congoja desbordada en dos lagrimones que se van deslizando, lentamente callados, por las angulosas mejillas hasta la comisura de una boca cerrada, contenida de rabia, de impotencia, de resignación impresa en apretados labios por los que discurren las gotas ya saturadas, mezclándose con la saliva y probando su salado sabor; sorbiendo para adentro su dolor, el que se transformará otra vez en lágrima para aflorar silenciosa cualquier otro día... ¿qué pasaba entonces por la mente de un niño?... ¿qué pasaba en aquellos momentos por las mentes del Pitraco, Milindres, Mijicas...?...; y quién no era capaz entonces de conmoverse.

Nunca la "belleza" fue tan imperfecta.



FranciscoMolinaGómez --"Emilio"--
(Sufrí como todos con reprimida conmoción y mucho dolor la "gratuita" violencia... y hoy --ahora-- quiero creer que aquella agraciada mujer escarbando en lo más profundo de sus convicciones religiosas y en obligada reflexión desde su exilio forzoso que le llevó a la otra punta del país --el norte--; lograra por fin, en el tiempo de la confesión, conmoverse)














domingo, 1 de febrero de 2015

EN LOS TIEMPOS (I) DEL FINAL DEL ÁGORA: FORMAS I












"El último de esos días amaneció esplendoroso. Después de desayunar en la aparatosa habitación donde destacaba una anticuada cocina económica --prueba viva de la antigüedad de la casa--, al despedirnos de la anciana y cerrar la puerta dejamos atrás el rancio olor a vivienda antigua que persistía en el olfato, el que empezó a diluirse nada más salir a la calle de una ciudad abierta, acogedora, de la que nos sabíamos casi todos forasteros, con similar climatología a la de nuestra ciudad --Granada--, y que mostraba a primeras horas de la mañana un limpio y claro día primaveral de domingo soleado que sugería por otras visitas anteriores, como costumbre para los visitantes de provincias, una expedición al parque del Retiro. Pero no fue así. Cambiamos, a petición mía, el bullicio de los conocidos y populares jardines por la paz y el silencio de la ciudad universitaria; desierta aquella mañana; extensa al oeste de la ciudad en el distrito de Moncloa, caminando tranquilamente por los largos y anchos paseos arbolados que arropaban grandes parcelas ajardinadas en las que destacaban, muy visibles, alargados volúmenes de edificios racionalistas.
Llegar hasta la puerta de uno ellos, la escuela superior de arquitectura, era el deseo solicitado a mi anfitrión. Subimos la escalinata y escudriñamos el solitario vestíbulo a través de las cristaleras de las puertas cerradas. Mi emoción que trascendía la aséptica fachada de piedra, de formas limpias en ausencia de cualquier superflua decoración que distrajera la sobria portada de pilastras jónicas, conllevaba en mi imaginación una esperanza futura de conjeturarme en su interior como alumno algún día. Lo que sucedió, para mi regocijo, algo más de una década después..."
( Del libro: "Curso´63, del bachiller en los tiempos del pop", del autor de este blog)













Análisis de Formas I



En mil novecientos setenta y tres debía viajar desde Granada a Madrid para presentarme a unas oposiciones estatales. Emprendí viaje con un compañero y amigo de la infancia --Agustín-- con el que había coincidido en Granada; éste de visita a a punto de retornar a la capital del país. Ya en Madrid me invitó a pernoctar los días del examen en la casa de una solitaria anciana a la que hacía compañía a cambio de cobijo, asistiéndose ambos. Días en los que me hizo de cicerone, acompañándome incluso hasta la misma puerta donde en el frontispicio que sostenían unas pilastras jónicas aparecía, cincelada en la piedra y con pomposas letras romanas, la leyenda del lugar donde habitaba el sueño fervorosamente deseado. Tuvo que notar mi emoción cuando, agarrado a los barrotes de la puerta cristalera y pegando la cara al vidrio, quise traspasarla con la mirada... Cuando en mil novecientos ochenta y cinco, me reencontré con la misma portada, era como si entre aquella soleada mañana de domingo y el momento de intensa emoción al atravesar por primera vez la puerta cerrada entonces a los sueños, hubiera transcurrido una eternidad.

Aquel primer día, al tiempo que tomaba posición frente al caballete, suspiré con alivio: aún estaba a tiempo de remediar la obsesión que me había perseguido durante muchos años: demasiados; tantos que no la ubicaba en origen; posiblemente la adquiriera de pequeñito cuando fabulaba construcciones amasando barro en aquel patio cerrado al mundo, del que no tenía otra consciencia que no fuera la realidad de la argamasa blanda de un ocre oscuro que al apretarla se me escurría por entre los dedos, fascinado por poder domeñar la mezcla: la tierra y el agua, dos elementos indomables por separado, ahora juntos obedecían a lo que mi mente ordenaba a las manos; brotando en mí, al tiempo que intentaba modelar el oscuro pegote suave y húmedo, la satisfacción de la primera conciencia de estar jugando a "petit dieu de rien", al que las monjas castigaban sin piedad cuando el exceso de barro se adhería de forma pertinaz en aquellas pobres ropas de niño huérfano... no comprendía porqué se castigaban aquellos impulsos irreprimibles... quizás fueran merecidos por mi torpeza con el barro... por los oscuros churretes que ensuciando la camisa y el pantalón escurrían por la pierna, sin que apenas me apercibiera, atareado en conseguir la forma deseada... tengo que esforzarme... y ahora, al cabo de tanto tiempo intentando, estaba allí, de pie ante el alto caballete esperando al profesor de Análisis de Formas, en el aula de modelos (copias en yeso de órdenes y estatuaria clásica) que se desperdigaban por la amplia sala, y cuyas hieráticas poses enfatizaban en relieve los brillos y las sombras que les producía la proyección de la artificial luz de los focos, en un ambiente de semipenumbra favorecido por la escasa luz natural que apenas dejaban pasar, por entre ventanucos, los gruesos muros del sótano de la escuela de arquitectura; observando a los que a mi alrededor se erguían frente también a otros viejos caballetes de madera como el mío, casi tapados por éstos, afanados en fijar el papel cartulina sobre el tablero. Aquellos advenedizos a arrebatar el fuego de los dioses --pensé-- seguro que habían penado menos en vida que yo para llegar hasta allí; eran más jóvenes y más altos... de entre ellos habría aspirantes a ser uno más del obligado eslabón de la elitista saga familiar de arquitectos, con todo a su favor menos la vocación, o por lo menos ésta dudosa.

El profesor se demoraba y apenas hablábamos por primera vez entre nosotros, mirándonos con cierta desconfianza, y a ratos observando el modelo enfrente --tímidamente asomadas las cabezas por entre los caballetes a los que uniformaba la misma suciedad de restos secos de pintura y tinta-- no ocultábamos cierta preocupación, aunque algunos --posiblemente los de la saga familiar-- que iban de sobrados, se acercaban hasta aquella amalgama de objetos del modelo con desparpajo y cierto aire de suficiencia, mostrando maneras de alumnos de taller privado de dibujo: reclinando la cabeza hacia atrás y entrecerrando uno de los ojos, pretendían demostrar que ellos ya sabían hallar las proporciones de éste, en la medida del lapicero al carboncillo colocado al final de la mano extendida que se interponía en la visual entre el ojo abierto y los objetos apilados al fondo, en los que destacaba un busto de cabeza de época arcaica griega.Impostada concentración en las poses reflexivas, acercándose mucho al modelo para después alejarse hacia el tablero; gestos que intentaban, quizás, ahondar la incertidumbre de principiantes del resto: ¡Bah!, simple postureo --dije mentalmente--; aseveración que confirmé cuando aquellos que tanto iban y venían, después se asomaban, disimuladamente asombrados, a mi encaje del modelo en la lámina. No había que dejarse guiar por las primeras apariencias entre nosotros. Se me mostraban irrelevantes; incluso la primera del profesor hacia mí, el que colocado muy cerca me observó un rato --debiendo sorprenderle más mi edad que lo que dibujaba-- hasta que algo azorado porque le adivinara el pensamiento de su mirada, la desvió con aire docto, hacia el papel cartulina, sin pestañear, con la mirada fija escrutando el esbozo del dibujo, y sin que trascendiera en su expectante silencio la señal de algún sentimiento que me diera una pista, al rato sólo dijo: Autodidacta, ¡eh!

Después, conforme avanzaba el curso y se multiplicaron aquellas sesiones de dibujo de encajado de modelo, lo escrutaba, a intervalos, mientras merodeaba por los otros tableros. Me di cuenta de que con todos sólo observaba casi la misma cara de circunstancias del principio. El nivel general, a pesar del tiempo de aprendizaje transcurrido, le debió parecer muy flojo; casi decepcionante, comparado, probablemente, con el que le exigieron en su día hacía ya bastantes años para su ingreso: sólo el que llegaba a dominar la mancha (sombras de tinta china diluida en agua sobre el dibujo) se salvaba de la quema; el resto tenía que abandonar aquellas inquietudes. Posiblemente pensara, a la vista de los resultados y del relajamiento en la exigencia del dibujo de modelo clásico, que aquellos tiempos eran, sin lugar a dudas, el inicio del final del Ágora: Muchos de ustedes, de no producirse un milagro, suspenderán irremisiblemente, nos decía a menudo. Nos mirábamos algunos con la duda grabada en la expresión de la cara por descifrar a quienes se refería; sorprendidos a la vez de las insinuadas sonrisas de otros --tal vez los de la saga familiar-- parapetados en el apellido conocido entre el profesorado de escuela y en el ambientillo profesional, como salvoconducto para salir airoso de la primera prueba importante de la carrera. Aún no tenía ni pajolera idea del favoritismo de la élite --muchos de ellos profesores de la escuela-- que venía medrando, unos desde instancias políticas y otros desde las propias aulas, en las calificaciones de los alumnos, beneficiando a los del apellido que hablaba antes... claro que esto producía cierta indisimulada tensión entre los diversos clanes de profesores llegando a luchas soterradas entre ellos. Alguno lo ha contado después.

Conforme se avanzaba en los ejercicios, el encaje de modelos se iba complicando: hasta aquel momento habíamos intentado ordenar en proporciones, mediante líneas rectas, elementos de arquitectura y figuras con poses estáticas. Ahora se trataba de descubrir la línea curva imaginaria --números invisibles que estaban allí, sin percibirlos aún-- generadora del espectacular movimiento de la copia en yeso, a tamaño natural, del Discóbolo de Mirón, que nos retaba enfrente. Lo observaba atentamente. Cada vez que levantaba la vista del papel, ahí estaban los números que hacían posible aquella fabulosa sensación de movimiento del cuerpo del atleta. Durante las clases mostraba cierta ansiedad por descifrar los secretos que guardaba, ya que las sesiones con aquel modelo se estaban acabando. Un día, no sé porqué, en una de ellas se me mostró, perfectamente visible, la línea de máxima tensión, paradigma del movimiento petrificado de la escultura. Mentalmente fui descubriendo la espiral cerrada que envolvía la acción. Partiendo de la sección áurea de la mitad del cuerpo y en una continua sucesión de curvas tangentes, con razón en el número fí y límite en el infinito, quedó al descubierto aquel instante único: todo el cuerpo agachado hacia delante --concentrando la máxima tensión muscular, y en vigorosa torsión-- traslucía el impulso final. Aquella revelación la pude aseverar en la inmediatez del dibujo cuando sobre la cartulina quedó trazada, exactamente, la espiral buscada.

Con el sentimiento de proximidad que da el reconocerse, al igual que hacían los demás, como una víctima expiatoria más del mismo sátrapa --¿porqué esa tendencia joven a demonizar a los maestros?-- que enjuiciaba con mucha dureza los trabajos, y el de la confianza de ir viéndonos en las aulas; a ratos, obviando las prevenciones iniciales en la sublimación del magisterio de nuestro profesor, conveníamos entre todos la deficiente enseñanza que nos prestaba en el análisis de las formas, pues al cabo de muchas clases teníamos sólo una impresión: allí nos habían congregado más para demostrar que para aprender... ¿pero demostrar qué?... quizás lo que hubiéramos aprendido en las academias privadas de dibujo, con ventaja de los pijos del lápiz, o lo que habíamos aprendido y practicado por cuenta propia... en todo caso para qué queríamos un maestro que se dedicaba simplemente a puntuar. Al final admitida aquella realidad, sólo esperaba que lo hiciera basando sus juicios en criterios objetivos más que en los subjetivos: en sus gustos, como lo eran ciertas enrevesadas arquitecturas como la impresa en la fotocopia que un día nos repartió.

En el segundo trimestre habíamos cambiado de ejercicios. Ahora se trataba de demostrar no sólo nuestra familiaridad de proporción a mano alzada con los órdenes y estilos clásicos, sino también nuestra virtuosidad como dibujantes en técnica libre, para lo que no se le ocurrió otra imagen que la rebuscada portada de la iglesia de Sant Carlo alle Quattro Fontane --"San Carlino"-- en Roma, obra del ínclito Borromini del que aún no habíamos oído hablar en las clases de historia del arte, pues el profesor --un tal Casado-- se había parapetado en las iniciales lecciones del mundo clásico, explayándose en las génesis de las arquitecturas de Grecia y Roma. En el itinerario histórico, estábamos aún muy lejos del barroco y ahora, sin opción a reclamación alguna, teníamos que plasmar sobre el papel, y sin que nadie nos lo hubiera explicado, el espíritu intrincado de aquella época que a duras penas intentábamos leer en la compleja fachada de la imagen de la fotocopia: profusión de curvas y contracurvas que mostraban efectistas volúmenes de salientes y recovecos, y que le daban a la piedra en movimiento cierto vértigo y una ingrávida sensación... algo ininteligible y realmente complicado para alumnos de primero de aquella novedosa asignatura. Nuestra visión entonces de éste estilo no fue más allá de aquellas primeras impresiones de la reproducción. Lo complicado venía después al tener que dibujarlas. Además la gran cantidad de ornamento lo enredaba aún más. Así que me dediqué el primer día al estudio de las medidas de aquella manifiesta transgresión que no seguía ni en las proporciones, ni en su organización, el módulo de los antiguos del que ya sí teníamos noticia; concentrado en el papel de la copia colocada encima del tablero de la mesa de dibujo, sin haber trazado todavía ninguna línea en la cartulina, abstraído, cuando se me apareció de repente en la visual del rabillo del ojo, muy cerca, aquel perfil conocido y reconocido por su estatura media, más bien baja, y cara de circunstancias en la que destacaba un recio bigote que me hablaba:
- Al parecer no se lleva usted bien con el barroco --me dijo con cierta sonrisa socarrona el profesor, señalando la cartulina en blanco.
- ¿Barroco?, esto no es barroco --le contesté mirando inquisitivamente la fotocopia.
- Entonces, ¿qué diantres es? --preguntó él un poco sorprendido.
- Esto es... ¡mala leche! --gracieta con exclamación final que le hizo trasmutar su gesto incial a sonrisa abierta.

Ejercicio de dibujo del autor del blog de representación de la portada de la iglesia de Sant Carlo alle Quattro Fontane, en Roma; ejecutado con técnica libre: lápiz de color y tinta sepia con plumilla 

Todo aludía a lo antiguo, a enseñanza decimonónica... el alargado brazo de Chueca Goitia --entonces ya desvinculado de la escuela-- y su clan en defensa de aquel anacrónico academicismo era todavía patente en la enseñanza y formación de los futuros jóvenes arquitectos. En sus clases de historia de la arquitectura y del urbanismo jamás se extendía más allá del barroco, por lo que en cierta ocasión --se contaba en la escuela-- un grupo de alumnos, revelándose contra su empecinada postura de no hablar de la arquitectura moderna, le espetaron su actitud en su falta de conocimientos más allá de la etapa histórica con la que terminaba el curso, a lo que contestó con la seguridad y parsimonia de vieja gloria del centro: El que no desee estar en mi clase, le invito a que se marche. ¿Dónde estaban los maestros que nos introdujeran en el discurso de lo actual? Había alguien suficientemente capacitado pedagógicamente, que nos llevara de la mano, obviando las etapas clásicas ya consagradas y consabidas de la historia, a través de los primeros movimientos modernos hasta acabar en lo que en aquel momento de denominaba: postmodernismo. Pues sí, había una asignatura --Estética y Composición-- que pretendía este objetivo, intentando cubrir aquella carencia inexplicable; pero, desgraciadamente, su profesor --Guillermo Cabezas-- aburría hasta a las ovejas --lo siento por Guillermo, porque era muy buena gente--; lo que unido a mi eterno sueño atrasado --trabajando, obligado a viajar por todo el país y con cargas familiares, le quitaba horas al sueño para estudiar e iba como zombie por la vida-- era como una bomba de relojería de sueño. Me explico: las clases se habían programado a primera hora de la tarde --la peor para la obligada cabezada--, para la que se echaban persianas y se apagaban las luces del aula, dejando sólo las de ambiente, ya que el profesor utilizaba para sus explicaciones un proyector de diapositivas. Entonces sucedía lo inevitable: de inmediato mis párpados caían como telones sobre el ojo... yo intentaba entreabirlos con los dedos, resistiéndome, pero era inevitable... me despertaba con el barullo del final de la clase cuando alzaban persianas y encendían las luces: ¿De qué ha hablado hoy?, le preguntaba a mi compañero de banca un día: De la Bahuhaus, pero es igual no me he enterado de nada.

¿Entonces?... bueno que no cunda el pánico, afortunadamente para tamaño dislate había alternativas: la escuela vivía un momento álgido de inquietudes culturales que había contagiado la propia calle --eran los años de la postmovida madrileña-- y las exposiciones y debates sobre lo contemporáneo llenaban vestíbulos y pasillos del centro. Moneo se acababa de ir como decano a la universidad americana de Harvard, y Sáenz de Oíza, en su etapa ya de profesor emérito --referente de una generación de profesores arquitectos que habían hecho el tránsito desde una escuela adocenada en las viejas enseñanzas, a los postulados del Movimiento Moderno-- no sólo llenaba el salón de actos, sino que la demanda de oyentes alumnos había obligado a la dirección a habilitar una pantalla gigante donde seguir sus conferencias. La oferta de exposiciones de arte, tanto en museos como en galerías que se prodigaban por Madrid, era casi ilimitada: al mismo tiempo que la sala de la arquería de los Nuevos Ministerios recogía en sus dos niveles una extraordinaria exposición sobre el Constructivismo; un pabellón del Retiro presentaba al Le Corbusier más utópico y más vanguardista en su intención de arrasar París y llenar la ciudad de rascacielos. Adquirí el libro que se publicó con ocasión del evento, el que leí con interés, yo diría casi con devoción: ¿cómo aquel tipo, con aspecto de antihéroe, había puesto patas arribas los fundamentos del arte de la arquitectura y del urbanismo que durante siglos se habían considerado intocables; casi sagrados? Fue mi primer contacto serio con el maestro. Pero si al final fallaba todo esto, siempre teníamos a mano el tocho de Leonardo Benévolo: "Historia de la arquitectura Moderna", aparatoso libro de difícil manejo por sus excesivas dimensiones y su notable peso, y que nos recomendaban comprar el primer año.

Por fin la luz natural. Con la llegada de la primavera salimos de las catacumbas de la escuela para expandirnos por todo Madrid con nuestros blocs de papel grueso y los lápices y pinturas. Durante aquel tercer trimestre, próximo el final del curso, se nos exigiría más que los anteriores, ya que nos iban a valorar por las aptitudes artísticas que se suponía habíamos adquirido en el transcurso de los dos trimestres anteriores, a los cuales complementaba la última tanda de ejercicios: habíamos aprendido a encajar y proporcionar figuras a lápiz carboncillo; después habíamos dibujado el modelo con todo lujo de detalles, aplicando cierto virtuosismo en el dibujado; ahora había que demostrar las enseñanzas recibidas aplicándolas en el natural. Algunos palidecieron ante su escaso dominio del dibujo, los que se ahogaban en su propia impotencia, por falta de tiempo ya, de no haberse quejado bastante por la deficiente enseñanza del profesor... pudo ser así... pero reconociendo que llevaban parte de razón no a todos nos pasó lo mismo, pues aunque en realidad no hubo método de enseñanza, y las explicaciones escaseaban a favor de la práctica, y tal vez por esto último, tengo que admitir que aquellas clases pulieron bastante mi maleamiento que aún arrastraba en el dibujo a sentimiento, producto de mi aprendizaje personal; logrando ahora, como nuevo descubrimiento, poder acercarme de forma reflexiva al modelo: El próximo día sesión de calle: dibujaréis con técnica libre una vista del ámbito de la fachada de la Biblioteca Nacional con todos sus elementos urbanos; a la enunciación del ejercicio por el profesor alguien, alzando la voz, preguntó: Las farolas también, a lo que el profesor apostilló: ¡¡También!!, ¡¡¡todo!!! Calqué la orden al pie de la letra y así en la panorámica tomada en mi lámina, y en primer plano, aparece una tradicional farola fernandina con todo lujo de detalles.

En aquellas sesiones de clases al aire libre, en alegre camaradería, se mascaba la tensión del principio del final del primer paso de la aventura. Hacíamos bromas entre nosotros, ya con más confianza, mientras nos curioseábamos los dibujos e inquiríamos a continuación sobre las técnicas empleadas por cada uno... sin orillar el lado humano, indagando en los demás sobre sus vidas, sus inquietudes como futuros arquitectos, su visión del largo camino que aún nos quedaba por recorrer: Eso, suponiendo que aprobemos esta asignatura, porque yo lo veo francamente mal; no consigo hacerme con todo esto; creo que voy a abandonar... mira que mierda de dibujo... en cambio a ti siempre te sale bien, me lo decía con esa desilusión rayana en la frustración de alguien que no es capaz de conseguir entender las claves de algo que le apasiona: Tienes que ver su lado pictórico, le insistía siempre, sin saber si le ayudaba o le perjudicaba: Es que hasta tus árboles parecen reales. Aquel alumno muy joven, tímido, poco ejercitado en el dibujo y que admirara cada una de mis láminas, dejó los estudios de arquitectura antes de acabar el curso. A él le siguió alguno más.

¡Los últimos días de curso!, ¡quién no ha vivido alguna vez la experiencia del barullo del final de un curso lectivo?: noches sin dormir... impotencia por falta de tiempo... carreras por los pasillos... entrega de trabajos in extremis... ¡¡¡pues en la escuela de arquitectura de Madrid más!!!..., y la incertidumbre de no saber cuándo van a poner la listas con las calificaciones finales en el tablón de anuncios... después las visitas periódicas al tablero de corcho acristalado con resultado infructuoso... y por fin un día el nerviosismo que te recorre el cuerpo mientras deslizas rápidamente la vista por entre la relación de apellidos y nombres hasta que lees el aprobado junto al tuyo... entonces tus piernas se relajan abandonando el inicial temblor y la euforia se contagia por todo el cuerpo porque el "sueño" ya no es tal sino algo posible: efectivamente aún estaba a tiempo de remediar la obsesión que me había perseguido durante toda la vida.

A todo esto, ¿cómo se llamaba el profesor?... ¡Huuummm, que estraño!, no lo recuerdo..., ¿cómo se puede olvidar el nombre de un maestro?..., acaso es que no fue tal.


FranciscoMolinaGómez
(continuará)