jueves, 15 de enero de 2015

L U G A R E S... III, IV, V...








En ocasiones la poesía es sólo ese instante catártico al que nos lleva los sentidos: el embeleso del fluir del agua..., la lírica del paisaje..., la épica trágica del espíritu romántico...



III. E S P E R A


En la estancia
de mi espera
el aire es perfume,
y el agua música
contenida
en el fluir de la fuente
que domina la habitación.

Notas comprimidas
eclosionando
en el artificio de piedra,
y que desparraman
en el ambiente
sinfonías infinitas
de sonidos y silencios;
cadencias
que marcan las horas
de esta soleada
mañana de otoño.

Y en la espera,
el alma se sosiega.


FranciscoMolinaGómez
(DESDE EL "TARAY". ORGIVA. GRANADA, octubre 2004)







IV. B R U M A


La mañana se ha teñido
de colores fríos y húmedos
como fondo de lienzo
que desdibuja
el paisaje norteño.

A lo lejos
las copas de los pinos,
en dientes de sierra,
delinean el monte
salpicado de casonas
suspendidas;
levitando en la pendiente
bajo pronunciadas
cubiertas;
atrevidos vuelos de aleros
que protegen las largas
galerías;
ojos cautivos del paisaje.

Más cerca
la neblina se desparrama
hasta el riachuelo,
difuminándose
entre la espesa vegetación
de abetos y arces
que acompañan
el discurrir de las aguas
cerca del Balneario.


FranciscoMolinaGómez
(DESDE EL BALNEARIO DE PUENTE VIESGO. CANTABRIA, septiembre 2005)






V. P E N U M B R A


Hijo pródigo de Granada,
pensador del diecinueve,
el último romántico...,
sigue ausente.

De la renuncia a la vida
en tierras bálticas
al sueño petrificado
en los jardines
de la Alhambra.

... y ya por siempre:
infinitud en la mirada,
serenidad en el gesto;
¡Qué nadie ose
turbar tu silencio!
pues mil fustes
de arces te protegen
en tu último ensueño.

Y hoy; ahora
¡Qué sólo te
acaricie el viento!
con revuelos
de hojas de oro viejo.


FranciscoMolinaGómez
(DESDE EL MONUMENTO A ÁNGEL GANIVET EN LOS BOSQUES DE LA ALHAMBRA. GRANADA, enero 2009)










jueves, 1 de enero de 2015

TRAZAS DEL TIEMPO EN BLANCO Y NEGRO II










1958 / Almuñécar / Granada / Pese a la vetustez y antigüedad de aquellos autobuses de berlina, en donde habíamos viajado desde el orfanato de Armilla a través de la vieja carretera de la costa --y de donde bajan ahora los últimos pasajeros ante la atenta mirada de sor María Begoña--, al fin habíamos arribado sanos y salvos a la colonia marítima. ¡Menuda suerte!: habían acotado  parte del paraíso para nosotros y no necesitábamos mucho: apenas unos colchones y unos bancos. 

"El pasado siempre está ahí", era el asunto de mi correo electrónico dirigido al que había sido uno de aquellos niños --"Quiqui"-- de infancia de orfanato con el que casualmente había contactado por Internet. En su celebrada contestación a mi correo adjuntó la foto que he reseñado. Una traza más de ese tiempo en blanco y negro, que por escasas tienen ya la impronta de verdaderos tesoros por donde bucear en los recuerdos, avivando mi memoria ahora en la visión de los detalles impresos, a perpetuidad, en el papel y que ayudan a mi mente a entender ese concepto de tiempo existencial --también aplicado a nosotros-- que alguien definió: "como, tan solo, el espacio entre dos recuerdos". Nuestro tiempo existencial nos hizo ser actores forzosos de una dicotomía: habitábamos, con perplejidad, en la contradicción de dos mundos distintos y próximos a la vez; dos realidades desiguales que se sucedían, intentando ambas acoplarse en la inmediatez de un tiempo de difícil ajuste --¿cómo se podía pasar inmediatamente del infierno al cielo, y al contrario?--; sin conseguirlo: la colonia marítima y el orfanato, los dos extremos --"dos recuerdos"-- donde basculó el péndulo inexorable de nuestra joven existencia... sí, muy joven ¿verdad Quiqui?... sólo teníamos seis y siete años y aquel era nuestro segundo verano allí... y ahora --en gratitud por el regalo en blanco y negro-- deseo que me acompañes en el recuerdo a aquel otro tiempo más corto pero más benévolo; el de la foto...











Del infierno al cielo no transitábamos en la inmediatez, hubiera sido una locura inimaginable; ese itinerario lo recorríamos día a día en la negación de casi un año completo --¿cómo se puede negar tanto tiempo sin quedar anulado en la historia?-- para después admitir sólo treinta días de vida --¡qué existencias más cortas!--. Así era; literalmente íbamos tachando las fechas de aquellos pequeños calendarios de bolsillo o bien, a falta de estos, borrando mentalmente los días de santos y señas que nos marcaban diariamente la existencia. ¡Ah!... sí... la foto... hay interferencias en los recuerdos; tengo que regresar más atrás todavía... me cuesta: estamos en el grupo de niños pequeños con sor Gloria y ya no oigo corear la tabla de multiplicar, ni veo la vara india en la mano de ésta... ahora oigo nuestras voces afinadas en el improvisado coro que dirige la monja, acompasadas en las canciones ya conocidas:... A tu madre la han visto / en el río lavar / y a mi me ha parecido / la sirena del mar / la sirena del mar / la sirena del mar / a tu madre la han visto / en el río lavar... y rememoro con emoción aquellos ilusionantes días que precedían a nuestra marcha, resguardadas las tardes del implacable sol del verano en la frescura del sótano, todos --pequeños y grandes-- sentados con los pies recogidos sobre el duro suelo de cemento ensayando las canciones populares de siempre, como aves mensajeras de buenas nuevas:... Si se va la paloma / ya volverá / que dejó los pichones / a medio criar / No se va la paloma, no / no se va que la traigo yo..., y que después viajaban con nosotros --recuerdas Quiqui-- inundando de fiesta por dentro --en alegría de cánticos-- los anticuados autobuses.

Desayunamos muy nerviosos, deseando terminar para formar ya la larga fila de dos --nosotros los más pequeños en cabeza cogidos de la mano--, en cuya acostumbrada formación nos dirigimos a la explanada de la entrada al orfanato donde aparcarían los alargados vehículos... y la alegría va creciendo conforme avanzamos en la marcha... caras de niños con recién estrenada felicidad... de complicidad... contagiándonos la alegría... los más afortunados exultantes con las castrojas de paja cubriendo sus cabezas y exhibiendo --en la suerte de los regalos de sus familias-- a sor María Begoña y sor Josefa la chica ("Sosefa") que sonrientes nos recibían, los cubos y las palas de hojalata: ¡Sosefa!, ¡Sosefa!, mira lo que me ha traído mi madre para Almuñécar...; atentos todos a ver aparecer por el hueco de las verjas de entrada los autobuses; desatándose la euforia cuando asomaron la cabecera: ¡Sosefa!, ¡Sosefa!, ¡¡las ensinas!!...; y ahora nos apremiaba la ansiedad por subir: Despacio, de uno en uno..., nos dicen las dos monjas intentando calmarnos, ayudándonos a los pequeños a subir al pescante sobrealzado de la puerta: Bien, ¡ventanilla!... y en esa gracia ya no desvié la vista a través del cristal, sólo, por segundos, al compañero de asiento para de forma inocente regodearme en aquella suerte de privilegiado espectador del paisaje... despidiéndonos todos en el inicio de la marcha --cuando el autocar giraba hacia la carretera de la costa y perdíamos de vista Granada-- de nuestra ciudad con la acostumbrada canción: Al pie de Sierra Nevada / al pie del viejo Albaicín / está sentada Granada / con sus bellezas sin fin...

Sigo en el recuerdo --intentando acompasar el tuyo Quiqui-- rememorando el alegre éxodo hacia el sur buscando el mar, a través de la vieja y estrecha carretera empedrada, regocijándonos en una infinita sucesión de estampas rurales impresas en las ventanillas del primitivo autocar con berlina, que intentábamos captar y fijar en la retina de la mente en el mismo tiempo de la canción: Ya se murió el burro / de la tía Vinagre / ya se lo llevó Dios / de esta vida miserable / Qué tu-ru-ru-ru-rú...., para regocijo del resto del año, procurando no perder ninguna secuencia de aquella prodigiosa película que nos ofrendaba todo un espectáculo de colores, de olores, de territorios nuevos para nosotros; de sus gentes todavía ancladas en un tiempo: el de la dura y afanosa España agrícola de final de posguerra, conviviendo todavía con las huellas del pasado conflicto bélico, a mitad de camino entre el repetitívo vítore: FRANCO FRANCO FRANCO, impreso a la cal con mayúsculas en el profundo talud de un tramo del terreno por donde discurría la carretera que les llevaba a los paisanos a los campos de labranza y a nosotros hasta la colonia marítima; y el ¡PRESENTE!, grabado a cincel en los muros de piedra de las iglesias de los pueblos encastrados cómo nódulos --a intervalos-- en la tortuosa y continua línea de la carretera de la costa;

... el año de antes en nuestro inocente desvalimiento nos atemorizaron ya de madrugada el primer día de colonia los sones de fajinas y cánticos: Cara al sol con la camisa nueva / que tú bordaste rojo ayer..., que provenían de la explanada de tierra enfrente de la colonia. Extrañados nos aproximamos a la cerca de oxidados barrotes que cerraba el recinto, empinando la vista por encima del murete; y ¡no lo podíamos creer!: en una noche había surgido de la nada un campamento completo de tiendas de campaña, perfectamente organizado, con sus calles y su plaza de armas en el centro donde chicos jóvenes --cachorros franquistas del Frente de Juventudes--, uniformados, en formación militar, rendían honores a la bandera. A la noche en su reunión de "fuego de campamento" en el primer patio de la colonia, sus actitudes nos seguían intimidando --se mostraban seguros, bravucones, mirándonos con cierta conmiseración-- en el colofón de una patriótica jornada antes de recogerse en sus tiendas de lona con sones de toque de retreta; y otra vez el himno resonando guerrero en la noche, nos produjo cierto desasosiego...

y que íbamos atravesando ante la sorprendida mirada de sus habitantes más viejos, que nos observaban con el rictus cansado, impreso en sus semblantes curtidos por infinitas horas de trabajo al sol en los eriales, expectantes en las voces rancheras del coro pasajero:... Si Adelita / quisiera ser mi novia / si Adelita / fuera mi mujer / le compraría / un vestido de seda / para llevarla / a bailar al cuartel...; los hombres de gris calados hasta las orejas con las castrojas de paja y las mujeres de riguroso negro con pañuelo del mismo color en la cabeza, destacando sobre el fondo brillante cuando el sol empezaba a apuntar la perpendicular, compartiendo la exigua sombra de los árboles de la plaza que ahora tronaba con los sones jóvenes:... Si Adelita / se fuera con otro / la seguiría / por tierra y por mar / si por mar / en un buque de guerra / si por tierra / en un tren militar..., sentados en el banco cerca de la fuente en cuyo pilón saciaban su sed los animales de carga tan íntimamente ligados a aquellos pobladores. Al pasar junto a ellos nos regalaban su mejor sonrisa desdentada agradeciendo el final del corrido que se escapaba por las ventanillas del autobús:... Y si acaso / yo muero en campaña / y si mi cuerpo / en la sierra va a quedar / Adelita / por Dios te lo ruego / que por mi no vayas a llorar.

No sabíamos que significaban... ¿qué eran aquellos carteles con el yugo y las flechas?... el mismo que observábamos ahora a la entrada del pueblo de Dúrcal, todavía impactados por la imagen que habíamos dejado atrás --desde la bajada que trazaba la carretera al vadear el río-- de poderosa señal visual en la fascinación de mentes tan tiernas: la imponente estampa del alargado viaducto metálico por donde discurría el trazado de las vías del tranvía por la parte más alta del río... ¡qué grande!, pensé una vez más... cavilaciones sin más pretensiones de las que me sacó el grito de Paquito Gordo: ¡El pueblo de Agustín!... ¡Agustín, tu pueblo!..., cuando nuestro compañero de orfanato ya tenía, desde el inicio en la lentitud de la travesía urbana, la cara pegada a la ventanilla del autobús en donde seguíamos de fiesta en las voces del estribillo de aquella canción que aludía a unos gallos que anunciaban el día:... No te duermas / vida mía / no te duermas / mi adorada / que viene llena de vida / la madrugada..., y que duró hasta la salida del pueblo. Entonces siempre me hacía la misma pregunta: ¿A qué se refiere?, observando el extraño cartel: "Nitrato de Chile", con la silueta en negro de un hombre montado a caballo sobre fondo amarillo. Era curiosa su repetición siempre a la salida de los pueblos.

Habíamos dejado atrás el primer hito --señales que sólo sabíamos nosotros-- del camino, y repuestos de su impacto anhelábamos vislumbrar los otros referentes del paisaje de tan antigua vía y tras los cuales descubríamos al final el mar: los que se sucedían pasado el puente sobre el río Dúrcal, al ritmo de las canciones que no cesaban: los túneles --el pequeño y el largo-- bajo la montaña de Izbor, robándonos durante algunos segundos la luz del sol y adjudicando un sonoro pescozón a algún que otro cogote: El carbonero / por las esquinas / va pregonando / ¡carbón de encina! / ¡carbón de roble! / ¡carbón de encina! / ¡carbón de roble! / la esperanza / no está en los hombres...; las sugestivas e enigmáticas tres calaveras de piedra que como centinelas aparecían casi irreconocibles, por la erosión del tiempo y la climatología, en un hondo declive del terreno:... Tengo que subir al árbol / tengo que coger la flor / y dársela a mi morena / que la ponga en el balcón / que la ponga en el balcón / que la deje de poner / tengo que subir al árbol / y una flor he de coger...; la agradecida parada en Vélez de Benaudalla, oliendo a pestiños recién hechos:... A coger el trébole / el trébole / el trébole / A coger trébole / la noche de san Juan...; los empinados y sinuosos caracolillos de Vélez, cuya cuesta a duras penas dejaba atrás el autobús con un continuo y anestesiante zumbido ronco de motor que se sumaba al mareante y asfixiante calor en el interior del vehículo: Ahora que vamos despacio / ahora que vamos despacio / vamos a contar mentiras / Tra-la-rá...; la entrada en Motril provocando a sus pobladores con la burla: ¡Motril!, ¡Motril!, ¡pueblo cateto!, ¡repellado con barro!, ¡número uno!...; la inmaculada imagen del pueblo blanco de Salobreña suspendido en la Peña, ofreciéndonos generosamente su magia, merced a la única prolongada recta de todo el itinerario, y que nos regalaba los primeros aromas de brisa marina entrando a tropel por las ventanillas del autobús por efecto de la velocidad:... Naveira / naveira / naveira do mar / hay una barquiña / prai a navegar...; y después de aquella curva en ascensión se nos aparecía la inmensa concentración de agua --de azul intenso-- entre la masa vegetal de los pinos y los eucaliptos que, aunque en primer plano, no nos impedían adivinar su verdadera e impresionante magnitud, y sobrecogidos por aquella inmensidad de agua siempre le cantábamos la misma canción de bienvenida: Hay en el lago / rataplán / hay un velero / rataplán / como no hay viento / no puede andar /rataplán...

...¡Riau!, ¡riau!, ¡riau! / el orfelinato / el orfelinato / Riau!, ¡riau!, ¡riau! / el orfelinato / estamos aquí..., cantábamos todos, pequeños y grandes, hasta desgañitarnos las gargantas, marcando ya el territorio, entrando triunfales, envueltos los autobuses por el polvo que levantaban a su paso por el camino de tierra adosado a los huertos de caña que se alineaban con la colonia marítima: ¡Eh, la Paca y el Manuel!, gritamos alborozados divisándolos desde la lejanía en la puerta de hierro de la colonia...: Está Manuel el de la Burra...: Y también la Paca...: ¡Hola Paca!...: ¡Hola Manuel!... ¡¡¡Hola!!!

En fin que puedo hacerte recordar Quiqui de aquellos viajes que tú ahora ya no lo estés reviviendo. Instantes subliminales que vivimos juntos... bueno, algo menos los que siempre se mareaban... ¿Y que decir de aquellos días en la colonia?, sino que eran un bálsamo para cuerpo y espíritu. Si alguien nos hubiera preguntado por: ¿el mundo?..., en aquellos momentos nuestro mundo sólo era aquel: el que comprendía desde la Punta de la Mona a los tres Peñones y la línea de horizonte que dibujaban cielo y mar. No existía el resto. Y de ese mundo eran también la Paca y su marido Manuel --el de la burra-- que nos traía las viandas a lomos del viejo animal que él mismo cuidaba, y que nos hacía un chambao en la playa cerca de la orilla del mar para protegernos del sol; el descarriado Gabrié que estuvo en el orfanato de niño y que ahora, ya mayor, paseaba por la playa su desocupación de pescador ahogada en alcohol; la vieja Sanité, de inexorable negro, que vendía las gaseosas en el único chiringuito-barraca de la playa que regentaba próximo a la diminuta caseta-puesto de los guardias civiles --pequeña casita blanca en la foto--, que en pareja con tricornio de cortina rondaban continuamente la línea de la costa donde nada se movía sin su permiso; aquél fotógrafo gordo y algo bizco que nos inmortalizó en tantas ocasiones; un hombre pobre que habitaba en el hueco de una roca en China Gorda; y los pescadores con sus gastadas ropas grises reparando las redes para la pesca en la playa cerca del chambao, junto a sus barcas remozadas de vivos colores, varadas durante el día enfrente de la colonia marítima; y las luces de estas barcas tintineando en la faena durante la noche para atraer a los peces que, aún vivos, desbordaban las redes cuando con la temprana los marengos --pescadores-- sacaban las capturas --copo-- a la playa de san Cristóbal arrastrando cuidadosamente su sustento por la mojada arena de la orilla; y las mamparras atracadas en la improvisada bahía del peñón del Santo, desde cuya cima, coronada por una gran cruz de madera, se divisaba sólo: pueblo, mar y una extensa vega plantada de caña de azúcar --"cañadú"-- que degustábamos hasta dejar sin líquido la pulpa; los barquitos que construíamos con sus hojas y que echábamos al mar entre las olas, las mismas que nos arrullaban a la hora de dormir con ese relajante murmullo de fondo. De noche nos extasiábamos con el delicado olor a jazmín y galán de noche que ascendía hasta un insistente cielo estrellado.

...¡Sosefa! mira una estrella fugaz... y al rato de descubrirla nos quedamos dormidos sobre los catres de lona, en la cadencia repetitiva y relajante del sonido de fondo del romper de la ola contra la arena de la playa: ¡¡¡Broooummm!!!...¡¡¡Broooummm!!!...¡¡Broooummm!!!..., y lo hicimos de un tirón, y aquella primera madrugada no escuchamos sones inquietantes al despertarnos, sino otros agradables: las gaviotas nos hablaban, sobrevolando con sus agudos graznidos alrededor de las viejas barcas de pesca, cerca de la orilla... a donde bajamos después de saborear la dulce leche condensada del desayuno --¡Huuummm!, ¡qué rica!-- a jugar en la arena con los cacharros de los otros: ¡Sosefa!, Emilio me ha quitado mi pala..., haciendo agujeros en la arena para enterrarnos..., y atentos a media mañana al silbato de sor Josefa: ¡¡¡Píííííí!!!... al que siguió un fuerte rugido en el aire: ¡¡¡Al agua patos!!!, zambulléndome en el primer baño de mar junto con los demás: ¡Sosefa!, mira como hago el muerto...: ¡Sosefa!, mira como me tiro de pico...: ¡Sosefa!, mira que lejos me voy nadando...: ¡Sosefa!...

Es recurrente en mi memoria el recuerdo de sor María Begoña y de sor Josefa la chica en la orilla, embutidas en todos sus ropajes blancos y delantal del mismo color, con el sol dorándoles sólo la piel de sus caras que enmarcaban blancas tocas con las alas recogidas y pinzadas en alto para que el viento no se las llevara volando, empinando sor Josefa la mirada por encima de su baja estatura con cara de preocupación y exhibiendo visibles gestos de acercamiento con las manos..., siempre nos advertía: ¡Los pequeños en la orilla!..., ¡no os alejéis!..., ¡venga todos aquí!, cerca de la orilla que la mar es muy peligrosa... Luego de los baños de mar nos tendíamos, cual lagartos al sol, en la ardiente arena; aspirando por todos los poros de nuestro cuerpo la brisa marina: aquel olor fresco a mar y a salitre que según sor Josefa era muy beneficioso para nuestra salud por aquello del yodo, mientras secaba la única prenda que vestíamos durante todo el día: un largo y oscuro bañador. No teníamos otro. Eran tiempos de escasez, te acuerdas Quiqui.

Algunas tarde, después de una apacible y prolongada siesta y saborear el ¡¡chocolate!! de la merienda, seguíamos en la fiesta de las canciones sentados en el banco de madera corrido, adosado a la pared en el descanso del patio interior: De colores / de colores / se visten los campos / en la primavera / De colores / de colores / son los pajaritos / que vienen de afuera / De colores / de colores / es el arco iris / que vemos lucir / Y por eso / los grandes amores / de muchos colores / me gustan a mí / Canta el gallo / canta el gallo / con su kirikiri / con su kirikiri / la gallina / la gallina / con su caracara / con su caracara / los pollitos / los pollitos / con su píopío / con su píopí / se arma un lío / con el Kirikiri / con el caracara / con el píopí...; otras tardes, cuando el sol empezaba a declinar, nos íbamos a la playa de China Gorda a desenterrar conchas y caracolas pequeñas con las que confeccionábamos, después, artesanales collares para regalar a los familiares --el que los tuviera--, o a capturar algunos cangrejos que se escondían entre las resbaladizas rocas, cerca del peñón del veintiuno, bajo la atenta mirada de sor María Begoña, en los primeros tiempos y de sor Clara, sor Juana y sor Josefa, siempre: ¡Sosefa!, mira una estrella de mar... y a la monja le daba cierto repelús tocar su duro caparazón. Otros llegaban hasta ella con el gracioso caballito de mar, o los punzantes erizos, o el escurridizo y pegajoso pulpo, e incluso con la irritante medusa... todas ellas criaturas del mar.

¡Ah, el mar!: aquella inmensa masa de líquido nos sobrecogía y nos cautivaba a la vez. Lo misterioso para nuestras jóvenes mentes radicaba en el "número", en la "proporción", algo muy desmesurado para nuestra comprensión: aquella infinidad de agua era en el mundo físico lo más parecido a la eternidad; esa de la que nos hablaban aludiendo al cielo y al infierno. Aprendimos a amar y respetar la incontenible fuerza que presumíamos subyacía en aquella inmensa masa de agua. Había días que se dejaba acariciar, invadir, compartir su sustancia con nuestro cuerpo: ¡Hoy el mar está sereno!, exclamábamos muy alegres los días en que apenas había olas, pues nos bañábamos a nuestras anchas; pero otros días nos rechazaba, como enfadado, con grandes y peligrosas olas, sobre todo en los días que soplaba viento de levante: ¡Hoy el mar está alborotado!, decíamos malhumorados y decepcionados: nos prohibían el baño. Y así durante los días de semana; los domingos tocaba paseo.

...: ¡Nos vamos de paseo!; Alejandro yo contigo ¡eh!...: Sabes le voy a pedir mi dinero a Sosefa...: ¡Y qué vas a comprar?...: No sé; cosas...: ¡Dame la mano que yo nos vamos!; ¡venga!...: ¡Mira, allí está Sosefa, pídele tu dinero!...:Luego, cuando lleguemos al pueblo...

Y en la ilusionada e inocente conversación de niños en fila de dos, asombrados por comprobar que detrás de las tapias existía el mundo, del que desconocíamos casi todo, hacíamos la incursión al nuevo paseo hasta la plaza del Altillo, que conectaba la playa de san Cristóbal con la de Puerta de Mar; una inusual comitiva de niños con ropa limpia, de domingo, impactando visualmente de colores --el rojo, verde y azul de las camisas a cuadros, según las edades--, y a los ojos de los sorprendidos transeúntes, tan singular camino que se abría paso entre el mar, a un lado, sintiendo el sonido de sus olas al golpear el artificial dique de piedra que acababa en balaustrada, y los edificios, en el otro, encastrados en la roca, fundiéndose con ella, a la que encumbraba un antiguo castillo; itinerario que comenzaba con la fachada circular del hotel de extraño nombre :Sexi, y que nos regalaba una singular experiencia de camino sonoro que al final nos abocaba a un kiosco de tebeos, juguetes y dulces que presidía aquel espacio abierto, de árboles tropicales y que se asomaba al mar en amplio mirador-terraza,

...¡Sosefa!, a mí una peseta...: ¡Sosefa!, yo quiero dos reales...:¡Sosefa!...: Pero dejarme que saque el monedero y la libretita...: Vamos a ver primero los pequeños...: A ver tú Paquito...; todos ansiosos por ser los primeros en recibir parte de ese dinero que los padres y familiares de los niños confiaban, en los domingos de visita en el orfanato, a la custodia y reparto de la monja...: ¡Jó!, a éste le has dado más que a mí...

quedando emplazados en los juegos; nuestros particulares juegos de niños: ¡Nicolás!, a ver si me pillas..., mezclándonos con toda aquella gente que había en la plaza: Pocholo, ¡cogido!..., los que proseguíamos por la noche después del delicioso arroz con leche de la cena: ¡Eh!, Joseico, Felipe..., poner todos las manos, ¡venga!: A la pavica / la pavá / pone huevos / a maná/ pone uno / pone dos... /.../...: Antón / Antón / Antón pirulero / cada cual / cada cual / que atienda su juego / y el que no lo atienda / pagará una prenda...; o al día siguiente en la playa antes de bañarnos, aprovechando lo mullido de la arena por si derribaban los agachados al saltar sobre ellos: Mingorance tú eres el primero, después el Habichuela...: ¡Chichirimboy!... ¡a los pies de tu cabeza voy!... ¡el número uno soy!...; y todos aquellos gritos, canciones, voces, risas... han quedado como ecos imperecederos vagando eternamente en el vacío de esos ámbitos... huellas que ahora recupero en el pálpito de los recuerdos felices y que ya forman parte de nuestras existencias fundidas con la historia de aquel lugar... aquel privilegiado lugar: parte acotada del paraíso, del que desgraciadamente nos expulsaban cada año devolviéndonos al averno, en uno de aquellos viajes de vuelta. Del último hice su reseña hace un tiempo ya:

... Al día siguiente el viaje de vuelta... ¿aquellos viajes de vuelta?... Nunca hablábamos de ellos como si no hubieran sucedido. Pero este regreso no era uno más, era un viaje sin retorno en el tiempo, una experiencia que se habrá alojado en el recoveco más profundo de la memoria, de difícil extracción, pero que puedo imaginar en la reflexión de otros retornos que nos depararon muchos finales de escapada; en la similitud de otras llegadas, después de cualquier huida, al lugar a dónde no deseábamos regresar, suspirando que el viaje se prolongara indefinidamente, sintiendo la impotencia de quién le llevan a la fuerza al sitio que no quiere y no puede hacer nada por evitarlo... en la constatación de un progresivo pesimismo conforme el autobús iba devorando los kilómetros, generando una dinámica de sensaciones inversas a las del recorrido de ida; en una ruta, ahora, hacia adentro: al interior de las emociones de las que afloran sólo trazos entre líneas en ese imaginario diario que guardo celosamente en algún vericueto del subconsciente... en el vértigo de todo lo perdido.

Final del Verano de 1971: "Revisar bien vuestras bolsas, ¡no os dejéis nada!" --nos apremiaba don Ángel en las filas formadas frente a los autobuses...

Cae la tarde cuando iniciamos la marcha. Dentro del autobús es perceptible cierto bochorno por el calor que este ha acumulado durante las horas de espera, aparcado frente a la colonia mientras hemos sesteado al sopor de la canícula. Abrimos las ventanillas y la fuerte brisa de la avanzada tarde atenúa la temperatura...

Recorremos los primeros metros...

Estoy en el último asiento, vuelto hacia el cristal de la ventanilla de atrás, y hago gestos de despedida con la mano, permaneciendo durante un tiempo en la forzada postura. En mi retina han quedado grabadas las últimas imágenes de Manuel y la Paca despidiéndose desde la oxidada puerta de hierro con fondo: la silueta de la alta palmera, atrás, bamboleándose al viento... ya no los volveré a ver más...: ¡Adiós!...

A la derecha en dirección de la marcha el ruido de las olas al impactar contra la arena se muestra intermitentemente fuerte --hay oleaje-- reclamando el mar nuestra atención que mantenemos hasta que en el viraje del autobús hacia el interior del pueblo, a la salida a Granada, le ha ocultado de la vista...

Es ahora cuando el tiempo empieza a volverse lánguido, indefinido, silencioso... no nos apetece cantar y hasta pensar es algo innecesario, así que nos abandonamos al ronroneo del motor que se hace más evidente con el inicio de las primeras pendientes de la carretera que salva el desnivel desde la costa a las estribaciones de la montaña donde el autobús rueda lento...

Ahora muy lento... al filo de la peligrosa topografía plagada de terraplenes y barrancos (el Cambrón, el Safio...) que visionamos a través de las ventanillas con prevención, desechando pensamientos inevitables de caídas al precipicio en la protección de san Cristóbal al que nos hemos encomendado al inicio de la partida, fijando la mirada a lo lejos hacia el mar que aparece y desaparece, como por arte de magia, entre estas intermitencias montañosas, de un color dorado por efecto de los últimos rayos de sol reflejándose en el agua, esparciendo ese fulgor brillante hacia las laderas de los montes que atravesamos, hasta que en la curva de Salobreña, tamizado por eucaliptos y pinos ha desaparecido finalmente de la vista...

Aunque seguimos avanzando, aún estamos lejos...

Nos agarramos todavía al disfrute del crepúsculo vespertino contemplado, cuando empieza a oscurecer...

El alargado vehículo va dibujando en su marcha un sin fin de cerradas curvas no sin cierta dificultad por la estrechez de la carretera; la misma estrechez que, conforme la recorremos, aprieta nuestro ánimo, el que también se resiente con las primeras sombras de la noche que ya se ciernen sobre el pueblo de Ízbor, desluciendo el blanco de sus casas encaramadas en la montaña, al fondo a la izquierda del sentido de la marcha, y que alcanza en aquel punto su cota de terreno más alta... A partir de aquí, iniciamos un progresivo descenso que apaga la esperanza en la medida en que afuera se desdibuja el día. Arrellanados en los asientos, despreocupados, cansados, profundamente resignados, la mirada perdida hacia el paisaje que, ahora en la penumbra, se percibe plano, sin profundidad, esbozado como una pintura a la aguada con colores pardos y uniformes en donde la masa vegetal se confunde con el terreno y éste con las casas de los últimos pueblos que recorremos...

La noche afuera se vuelve amenazante y el oscuro entorno ya nos es nuestro aliado... incluso en la visión del viaducto de hierro de Dúrcal al vadear el río por el puente de piedra, sólo vemos un espectral artefacto apoyado en dos masas oscuras...

Hemos dejado atrás la hondonada de el Padul y, ahora, atravesamos el pueblo de Otura, en donde unas pocas luces iluminan la calle central que aparece fantasmal y solitaria al paso del autobús...

Silencio también en el interior del vehículo...

El monótono y continuo sonido del rozamiento de las ruedas sobre los adoquines acredita que nos acercamos inexorablemente a nuestro destino...

Estamos cerca cuando un tenue brillo rojizo en el terreno destaca en la oscuridad de la noche... en los rescoldos del fuego se adivinan los campos de Alhendín, y un olor a chamuscado --a quema de rastrojos de cereales-- se ha colado al autocar...

El olor a quemado ha impregnado incluso el aire de los llanos que ahora recorremos... profunda quietud en la negrura de la extensa planicie... pero no es la soledad del llano sino la nuestra la que nos ahoga cuando ya en Armilla circulamos en paralelo a las tapias del cuartel de aviación... estamos muy cerca...

Sigue el olor a quemado...

Hemos parado en la encrucijada de la carretera general y el inicio del camino del orfanato a dejar a don Ángel: "¡Hasta otra!"...

Implorando una fortuita amnesia o una súbita locura del conductor deseamos que no tome la desviación; que prosiga la marcha; que no pare...

Al acercarnos a la verja de entrada la silueta de las tapias portan un efecto extraño, visión que se acentúa por la débil luz de la lámpara de la esquina de la calle... el celador nos espera en el pabellón al que ingresamos con un sentimiento raro: la sensación de transitar por unos espacios que nos resultan familiares, pero que, a la vez, no queremos reconocer, y con un extraño eco entre las paredes al hilo de las apocadas conversaciones...

Estamos muy cansados y nos vamos directamente a dormir...

Mañana, sin más remedio, tomaremos conciencia del lugar.





FranciscoMolinaGómez
(... y aunque la felicidad era muy efímera, ésta nos daba siempre suficiente fuerza y energía para seguir sobreviviendo el resto del tiempo, empezando de nuevo a tachar los días para al final alcanzar, otra vez: la existencia...¿verdad Quiqui?... Hoy, cincuenta y seis años después, cuando comienza un nuevo año, todavía persiste la misma esperanza en la amistad: ¡¡¡Venturoso año 2015!!!)