martes, 15 de abril de 2014

TRAZAS DEL TIEMPO EN BLANCO Y NEGRO I










Lo que fuera de todo punto sorprendente es que aceptáramos sin rechistar, como veraz, que el mundo de colores que visualizábamos a nuestro alrededor no era tal; en el mejor de los casos sólo una ensoñación, sólo un artificio para engaño del ojo humano: el verdadero color del mundo que nos rodeaba no era de sorprendentes azules cielo, ni asombrosos verde bosque... ¡el universo era realmente en blanco y negro!... y en esa singular cromaticidad, en esa verdad irrefutable que se mostraba en el revelado del papel fotográfico, algunos hemos profesado la realidad de aquel tiempo






Escarbando en la caja de cartón donde guardo celosamente las pocas trazas en blanco y negro que poseo de mi existencia he hallado una antigua foto que me hace viajar a través de esa poética del tiempo a la que me he referido en alguna ocasión: Un tiempo en el presente de las fotografías donde no existe pasado ni futuro y que duerme el olvido en algún cajón de cualquier mueble hasta que es rescatado para el recuerdo (...) donde ya no importa la cronología de los sucesos, reducida a un solo instante: el de la escena congelada para siempre en el intervalo diferencial de la cuarta dimensión; los instantes precisos de unas vidas que prodigiosamente han quedado atrapados en la imagen impresa en el papel (...) y que espolea mi memoria en su ignición por reparar los vacíos existenciales de seres que han habitado mi misma encrucijada espacio-tiempo, pero que se han ido difuminando hasta desdibujarse completamente; adquiriendo en la memoria la visión de manchas imprecisas, huellas borrosas sobre las que se grabaron nuevas encrucijadas, nuevas emociones, nuevos sentimientos... para reencontrarme otra vez con las mismas caras que eran, al igual que la mía, reflejo de almas hendidas en el infortunio de las ausencias... un paisaje humano de miradas perdidas ahora hacia el objetivo de una cámara fotográfica: "Atentos chicos --¡click!--; ya está".

Ahí estamos todos con los enormes bañadores de tela negra, cerca del mar, junto al chambao... viajeros en el tiempo, ocupando toda la imagen, negando el espacio físico del que sólo importa el suelo arenoso que pisamos y que nos ancla al mundo real de un verano de nuestra infancia... seguramente un día más de verano como otro cualquiera, nada especial; pero alguien tomó una fotografía que ahora me trae un mundo de recuerdos... de voces y risas mezcladas con el ruido de las olas y el chapotear del agua... en el que revivo los exiguos días de aquel pequeño paraíso para niños sin besos; un fugaz edén de cielo muy azul y arena dorada, sintiendo como si ahora estuviera allí el olor a salitre y el sabor del mar... y estamos todos... y todo vuelve a suceder de nuevo... aunque la evocación de la efímera felicidad se haya ausentado en el gesto serio de la rígida pose, como si no estuviéramos disfrutando, como si no pudiéramos manifestar la alegría de unos días de sol y playa, como si esos pocos días que nos regalaban fueran inmerecidos, como si tuviéramos que pedir constantemente perdón por nuestra condición de huérfanos; debiendo estar eternamente agradecidos a la caridad que se nos daba, que era sólo eso: compasión.

Y en la negación del fondo de la imagen, como un lugar irreal, percibo más nítido el auténtico paisaje: filas de materia humana; razón --o sinrazón-- de un destino que nos unió en la suerte --sin que la hubiéramos pedido-- de un rígido orfanato, y que fue tejiendo extraños vínculos entre nosotros que se fueron inevitablemente creando al tener que compartir el mismo aislado lugar, los mismos patios cerrados, los mismos alargados dormitorios, la misma severa escuela, la misma comida, los mismos juegos... las mismas letrinas... las mismas tapias... la misma exagerada disciplina y los mismos castigos; empeñadas aquellas gentes que nos tutelaban en que sólo fuésemos competidores en la ardua tarea de la supervivencia, impidiendo que entre nosotros anidara la intimidad de los afectos y la amistad, aunque nos resistiéramos en muchas ocasiones... la misma alegría de escapar unos cuantos días al paraíso... la misma esperanza de marchar un día para siempre de aquel opresivo lugar. Sin otro horizonte que me distraiga, ahora viajo hacia el interior de aquellas miradas --de mi mirada--, y constato en mi memoria un trasfondo de tristeza en ellas porque el sueño fuera siempre tan efímero y la "normalidad" tan larga, casi eterna... aquella penosa normalidad que nos había ido marcando cada segundo de nuestras tempranas existencias... y que hacía todo interminable: los pabellones, los pasillos, las filas, los dormitorios, la oscuridad, la culpabilidad, los confesionarios, los propósitos de enmienda, las sotanas y los hábitos, las misas, el frío, la soledad... los domingos sin visita... el tiempo.

En ese viaje hacia dentro, ahora ya no oigo aquellas voces y risas mezcladas con el ruido de las olas y el del chapoteo del agua. Ahora escucho casi perdido el eco de otras voces infantiles que diariamente marcaban, con su repetitiva cadencia, el ritmo de todas las primeras horas, de todas las mañanas de un tiempo en blanco y negro: "¡Dos por uno, dos! / ¡dos por dos, cuatro! / ¡dos por tres, seis! / ¡dos por cuatro, ocho! / ¡dos por cinco, diez!"... mientras un ensordecedor ruido de motor de avioneta-caza militar, sobrevolando diariamente el orfanato, se expandía hacia la escuela haciendo vibrar los cristales de las ventanas, lo que nos obligaba a forzar las gargantas... "¡¡dos por seis, doce!! / ¡¡dos por siete, catorce!! / ¡¡dos por ocho, dieciséis!! / ¡¡dos por nueve, dieciocho!!"... y en la uniformidad de las voces nos sentíamos seres ínfimos, anónimos, autómatas, sin rostro en las horas matinales de todos los dias grises; sólo cuando gritábamos por encima del ronco sonido del pájaro de acero bullía cierta grandeza..."¡¡dos por diez!!... ¡¡¡¡veinte!!!!"... y así hasta el diez... después cuando se acababa la lírica de la tabla de multiplicar comenzaba el tiempo de la sinrazón de la "letra con sangre entra" y su singular protagonista: una flexible vara india cuyos nódulos se clavaban punzantes, con singular chasquido en carne tierna, en las manos extendidas a la vergüenza de no saberse la lección.

Ahora oigo aún, como latigazos en las sienes, cada golpe seco de la vara que marcaba en la palma de la mano una lacerante marca... aún percibo el gesto y la mueca de intenso dolor contenido en apagados lamentos que hacía aflorar dos espesas y continuas lágrimas recorriendo silenciosas las mejillas; suplicantes en la indefensión de algo de caridad, aunque sin obtener compasión del inalterable rostro del ser infame que sin vacilar descargaba con mucha furia la vara, dejando impresos amoratados cardenales en unas manos doloridas que, de vuelta al pupitre, las abrazábamos fuertemente debajo de las axilas ya que el calor corporal aliviaba algo aquella insufrible quemazón... y ya sentados con la mirada disipada en la silente conmoción que sucedía al castigo, en el momento en el que la avioneta cruzaba de nuevo el patio, agradecíamos en el intenso zumbido de hélice que se aposentaba en aquel ámbito, el que desviáramos unos segundos hacia la calle la cuita del sufrimiento infligido por uno de aquellos seres que se intitulaban: hijas de la caridad.

Todavía insiste en mis oídos aquel silbido en el aire de la vara que no atendía a la razón de que una cruel afrenta nunca abriría el camino del conocimiento, al igual que tampoco lo haría las infames orejas de burro prendidas en la frente de los castigados en un rincón mirando a la pared; burla que invertebraba al resto de niños que en la mofa le cantaban a los "tontos" --jaleados por la monja--, señalándoles con el dedo "Borriquito como tú / que no sabes ni la ú / la cartilla se me fue"...; pero nunca hubo orejas de burro, por muy grandes que fueran, que obraran el milagro de la aplicación en la sabiduría, todo lo contrario: aquella otra infamia --la de la vejación y humillación-- no conseguía el propósito de enmienda perseguido, ya que creyéndonos predestinados de por vida al ángulo donde quebraba la pared lo buscábamos afanosamente como amparo a nuestras desdichas... en la insistencia siempre de los seres con hábito... y aquellos sonidos cotidianos que se repetían una y otra vez, sin solución final en nuestras vidas, se fueron haciendo tan habituales que llegamos a admitirlos como algo natural, consustancial con nuestra existencia; parasitándose en nuestro ánimo --al transcurrir del tiempo sin referentes afectivos y aislados del mundo-- un sentimiento de culpabilidad, de asentimiento de ser merecedores del castigo por no sabernos la lección, por el borrón de tinta en el cuaderno, por la pizarra rota, por copiar el problema...; justificando en nuestro fuero interno aquellos golpes como expiación a las culpas, las de muchos días, las de toda una vida de infantes hasta que creciéramos.

Entretanto otro sonido, el de una pequeña campana anunciando el final de las clases y con ello el fin momentáneo del oprobio... nos daba una tregua al mediodía. Era la señal para la entrada en fila de dos al comedor en donde, durante la comida, no debiéramos proferir el más leve ruido --un silencio sepulcral-- de tal suerte que fueran perceptibles los otros sonidos: los de las cucharas al rasgar el fondo de los platos de aluminio, los del gaznate al deglutir la comida, los del agua al escanciarla en los vasos, los que hacía la monja con el trajinar de la paila en el reparto de las viandas... los del zumbido de las moscas revoloteando alrededor de las mesas... pero ¡ay!... a la salida del comedor los guardianes de las monjas --fuera de la vista de éstas-- nos ajustaban las cuentas porque el silencio en las filas no había sido el esperado, o el silencio en el comedor no era el deseado, o porque les venía en gana, con un cruel castigo en el sótano del pabellón a la hora del recreo por la tarde, y lo que debía ser el único momento ocioso se convertía en una tortura:"¡¡Todos de rodillas con los brazos en cruz!!, ¡¡vamos!!, ¡¡ya!!"... la que se prolongaba en el tiempo hasta el inicio del decaimiento muscular... y en ese titánico esfuerzo, al intentar competir con la gravedad, agudizábamos los sentidos y las miradas se nos nublaban en torbellino de paredes blancas dándonos vueltas en la cabeza, a punto del desmayo; y en ese punto escuchábamos el cansancio, la saliva se tornaba amarga; enrojecíamos, y desfallecidos dejábamos caer los brazos que ya no enderezaban ni miedos, ni amenazas, ni incluso los golpes de la vara india en la indefensa mano, pues el dolor de la quemazón por el impacto en la carne se difuminaba en el agotamiento general de huesos y músculos, espoleados por el sufrimiento... y agotados nos recostábamos entre el duro suelo y las paredes el resto de la tarde, hasta que comenzaban de nuevo las clases.

Al llegar la noche... el sombrío rezo retumbaba, por efecto de la acústica, entre los gruesos muros del sótano: "Yo he de morir, más no sé cuándo / yo he de morir, más no sé cómo / yo he de morir, más no sé dónde / lo único que sé es que si muero en pecado mortal me condenaré para siempre"... y el desasosiego se apoderaba del espíritu y comenzaban a aparecer ya los miedos de la noche --la fría y oscura noche--, antes aún de que nos arrebujáramos dentro de las heladas sábanas; antes aún de que transitáramos la infinita sucesión de camas; antes aún de que con la misma formación del rezo subiéramos a los dormitorios; antes aún de que las sombras de la noche cayeran sorpresivamente sobre el día... Después se apagaban las luces y al poco rato sólo se oía un mar de resuellos de respiraciones. Había que evitar pensar; era mejor abandonarse al sueño. En las horas de la oscuridad, en los tiempos de la intolerancia, con los desvelos del sueño, a algunos, se nos ahogaban las ilusiones por vivir; las ausencias se hacían más evidentes, sudábamos, sentíamos el corazón golpear contra el pecho y padecíamos profundamente el dolor del desconsuelo. En las horas de la oscuridad era conveniente dormir y no despertar hasta que apuntara la luz de un nuevo día; una nueva fecha en el calendario. Y una a una las íbamos tachando, deseando fervorosamente que llegara aquel día en el que, después de once meses de asfixiante sinvivir en los pabellones --más de trescientos treinta días de ansiosa espera--, se nos iluminaba la cara de felicidad montados en los autobuses que nos trasladarían por la vieja carretera de la costa hasta aquel pueblo de mar con clima tropical: un lugar mágico lleno de secretos y misterios por descubrir.

Y allí estamos con los torsos desnudos absorbiendo por la dorada piel los beneficiosos efectos de los rayos de sol que nos aliviarían de los fríos cuando el invierno --con poca ropa de abrigo-- nos pusiera prolongado asedio. Y ahí seguimos todos con la expresión uniformada en más de treinta caras como si fuera una sola, con la misma incredulidad, las mismas dudas, las mismas desconfianzas, los mismos recelos, las mismas suspicacias, las mismas aprehensiones; la misma incertidumbre, la misma vacilación, la misma perplejidad, la misma indecisión, la misma inseguridad, el mismo titubeo; el mismo miedo, la misma turbación; la misma docilidad, la misma mansedumbre, la misma nobleza; el mismo conformismo, el mismo aguante, la misma entereza... donde reconozco a casi todos desde un Pepito "Gordo" echado en la arena sólo en su mitad hasta mi apostura marcial con los brazos atrás de pie en el otro extremo: "Pocholo", "Calelillo", "Cebolla", Juan Antonio, "Bicho", Espinosa, "Esqueleto", "Cañí", Paqué, Cortés, "Habichuela", "Jesús Panaero", Manolo Gómez, "Pepino", Alejandro, "Colillas", Bartolo, Daza, ¿?, ¿?, "Enterao", "Antonio Decuenta", Agustín, ¿?, Joseico, Nicolás, Mingorance, Felipe, Fornieles, "Churriana", "Quiqui", Melgares, "Cateto" y yo, de pie en un gesto --manos atrás-- de obligada sumisión que prodigamos. Somos sólo eso: los de la foto de un día que no recuerdo, de un verano que no recuerdo, en un lugar que si recuerdo porque me dio la oportunidad de conocer muy de niño lo más cercano a la felicidad, aunque siempre fuera tan efímera.

Y seguimos siendo sólo eso: los de la imagen en negativo, los del revelado en blanco y negro, quedando ya por siempre inmortalizados en la espiral de un tiempo en el que la prioridad era sobrevivir y en el que colocado siempre en sus márgenes, ahora me desdibujo entre la abrumadora nostalgia y la deseada melancolía: ¿Qué habrá sido de todos ellos?... los que se fueron marchando, al igual que yo, sin que nos dieran siquiera oportunidad a despedirnos... un adiós desde la distancia... desde el recuerdo, ahora, de que en aquel lugar el destino fue tejiendo extraños vínculos entre nosotros con final cierto en la despedida sin que hubiera ocasión para el hermanamiento, ni tan siquiera una verdadera amistad... y en esa pesadumbre reescribo aquellos adioses: Y muchos años después de marcharnos, todavía seguíamos untando las cicatrices con yodo para sanear las heridas, aún perceptibles. Así fue como finalmente quedamos algunos de ese lado de las tapias. Así quedé yo. Sin edad ni tiempo ya para entender el mundo de los afectos, se nos fueron definitivamente. Equivocamos las direcciones y recibimos devueltas las cartas sin acuse de recibo. Después nos lanzaron al vacío partiendo hacia un viaje desconocido. Entre los gruesos muros quedaron las pruebas de nuestra existencia: las confesiones, los inútiles llantos, las risas...; hasta la inocencia (...) De muchos ni nos despedimos, ¡¡Hasta siempre!! (...) Ahora están muy lejos, en ese remoto lugar donde habita el olvido. Otros, los menos, nos citamos, nos llamamos sin darnos cuenta de que era inútil (...) Viajamos solos, guardando en la maleta la única herencia: no queríamos olvidar los primeros apegos; no estábamos dispuestos a perderlos. Durante las escalas embarcamos a nuevas rutas que nos obligaron a reinterpretar los mapas; marcamos nuevos territorios; trazamos nuevos caminos (nunca en línea recta); y acogimos nuevos conocidos que se nos incorporaron poco a poco.
Al final hubo que elegir. Los que llegaron a nuestras vidas rotas, cuando todo era negro; nos reinventaron. Eran ellos a quienes siempre buscamos sin darnos cuenta. Y los advenedizos nos regalaron sus afectos; nos enseñaron a querer, sin haber sido queridos antes; a amar, sin haber sido amados antes; a darlo todo, sin haber recibido nada antes; y descubrimos que hay fechas señaladas en el calendario, y comprobamos que los regalos no llevaban contrapartida...; y los antiguos conocidos fueron extraños, y los extraños conocidos parte de nosotros mismos: la mitad que nos faltaba.


A esa generación de la foto, a ese grupo de seres de paso con la mochila "a medias" (a medio vestir, a medio sonreír, a medio comer, a medio calentar... a medio existir): Ojalá que con el discurrir del tiempo hayáis completado, como yo, la otra mitad.


FranciscoMolinaGómez --"Emilio"--


martes, 1 de abril de 2014

AQUELLOS INSÓLITOS AÑOS










Con mi amigo Toni Viñuales el pasado veinticinco de noviembre del primer año del blog. El tiempo, que nos ha impreso en los rostros su inevitable pátina blanca, es testigo de una prolongada y duradera amistad. Gracias Toni


Fueron tiempos vibrantes, oscilantes, conmovedores, arrebatadores; trepidantes, temblorosos, estremecedores, intranquilos, despavoridos, sobrecogidos; palpitantes, interesantes, emocionantes, vehementes, penetrantes; movidos, borrosos, confusos, velados, nebulosos; dinámicos... de afán de aprender... de ambición por comernos el mundo... de avidez de libertad... de construir puntos de encuentro... de conseguir difíciles consensos...; fueron los agitados tiempos de la Transición Política...; tiempos jóvenes... irrepetibles... de amistad de bancada de escuela técnica, compartida con Moncho, Chema y Toni.








Han tenido que pasar más de treinta y cinco años para inmortalizar en instantánea fotográfica esa recíproca pero intermitente relación de amistad --podemos pasar de llamarnos por teléfono frecuentemente a períodos de silencio sin "rallarnos", como dicen los jóvenes-- que desde los días de la universidad en Barcelona mantengo con mi querido amigo Toni Viñuales.

Aprovechando una reciente visita a la ciudad condal quedamos citados, junto con mi mujer Teresa, para conversar unas horas --las que me parecieron sólo minutos-- en la placidez de un humeante y estimulante café en un bar del paseo de Gracia que aquella mañana a horas tempranas ya bullía de gente, y en el que acomodé, sentados cara a cara, un reciente adquirido sosiego frente a su eterno cansancio; agotamiento que Toni ya arrastra desde aquellos días cuando, tras una intensa jornada de trabajo, se incorporaba al aula a últimas horas de la tarde en donde, sentados en la primera fila de bancas, le esperábamos tres viejos mosqueteros --algo más mayores que el resto de la clase--: Moncho, Chema y yo; casi siempre justo en el momento en el que el profesor de cálculo matemático pedía un voluntario: Vamos a ver un voluntario; tú mismo... señalándonos con el dedo a alguno de los tres por aquello de la proximidad, los que aunque no entendíamos el concepto de voluntario-forzoso subíamos a la palestra a aguantar, la mayoría de las veces, los improperios de aquel espécimen para el que el resto de alumnos no eran visibles.

No era el caso de Toni que como nosotros tres también era visible, pero lo era más su agobio que mostraba arrojando --más que depositando-- en el asiento vacío de al lado la bolsa en bandolera donde guardaba libros y apuntes; tanto que el mosca cojonera de el Serna --creo se llamaba el profesor-- no se atrevía a señalarle, temiendo que se le desvaneciera en el trayecto de la banca a la pizarra. Llegada las últimas horas del día, y no creo equivocarme, Toni no estaba para tocaduras de escroto; ya era bastante esfuerzo ejercer de oyente en aquella y sucesivas clases.

Mi situación podía ser, en principio, similar aunque con una pequeña diferencia: trabajando durante toda la noche después tenía la mañana para reponerme... excepto aquellas mañanas en las que el profesor de dibujo --un tal Anguera-- nos citaba en distintos puntos de la ciudad para croquizar algún detalle constructivo de determinado edificio conocido; entonces sucedía lo previsible: mientras los demás se peleaban intentando hallar las proporciones del objeto en la medida del lápiz colocado al final de la mano extendida que se interponía en la visual entre el ojo y el edificio, para después dibujar en el papel los detalles a mano alzada, yo descabezaba sentado un improvisado sueñecito, lo que me obligaba a realizar el croquis antes que los demás, dibujando casi a sentimiento --con la visión que tenía de pintor-- pero, no obstante, con aceptables resultados; los que no entendía el profesor: Ya veo que ha terminado el dibujo aunque está dormido, me decía el primer día con cierto asombro intentando descubrir la "trampa" ante la visión de la lámina: Bueno es que trabajo de sereno y ya se sabe..., le dije; ocurrencia que zanjaba la pereza que da el explicar a alguien tu vida medio dormido: ¡Ah!, pero todavía existen..., se asombraba de que no hubiera desaparecido oficio tan peregrino, mientras mi mermada consciencia no era ajena al interés que mostraba sin quitar ojo a la cartulina: ¡Yá!, lo del dibujo..., bueno es que soy muy rápido dibujando; aseveración de una supuesta virtud que provocó que en las sesiones de dibujo y desde aquel primer día intentara buscarme con su inquisitiva mirada, de la que intentaba huir camuflándome entre el grupo de postulantes a arquitectos técnicos --curso primero--, a fin de congraciar mi mente con mi cuerpo que se rendía de sueño..., hasta donde podía... o hasta donde me dejaban: Usted siempre dormido... ¡eh!... ¡ah, sí!, que trabaja de sereno... ¿pero todavía existen?... ya veo que ha terminado la lámina... no por más rápido quiere decir que esté bien...

Y entre clases Toni y yo quedábamos en el bar de la escuela a intercambiar apuntes y conocimientos, mientras dábamos cuenta con algo de gazuza de unos "diferenciales de queso": bocadillos de lámina de queso tan fina que puesta al trasluz se transparentaba, y es que su propietaria habiendo adquirido algunos conocimientos de cálculo diferencial por efecto ósmosis al oír hablar de ello continuamente --su bar era el "aula" más visitada y masificada de la escuela--, los aplicaba al negocio. Lugar de encuentro donde siempre se hallaba al compañero perdido: Toma los apuntes de física, estamos dando mecánica vectorial..., y Toni agradecía las explicaciones de la lección dada en clase y a la que por motivos laborales no había podido acudir. Actitud que se invertía cuando yo lo necesitaba.

Muchas veces fue Moncho el que hizo de profesor particular. Le envidiaba sus conocimientos de álgebra y cálculo matemático, y me empeñé en ser su aventajado alumno ya en el primer parcial de ambas asignaturas. Era el mes de febrero de mil novecientos setenta y ocho y quedamos en que pernoctara en su casa, un pequeño apartamento en Castelldefels donde vivía de alquiler con su pareja Maise, una chica moderna, liberada de mente, algo más joven que él y con la que tenía una hija que residía en Cantabria con los abuelos. Yo había pedido noche libre aquel día: Sabes que esta noche nos vamos de vinos con gente de clase a la Barceloneta... vienen la Susi y otras chicas... y el profesor de dibujo, no el Anguera, ese otro que está por Susi: el Meca... y el de materiales de construcción... ese que se descojona a carcajas cada vez que explica lo del penetrómetro... está salido... no sé cómo acabará esto... ni a que hora llegaremos a casa... bueno después tenemos toda la mañana para preparar el examen... , le decía a Moncho poniendo a su disposición mi coche Renault-12, todo un lujo de estudiante, y que aquella noche, a la salida de clase, se llenó de compañeros de tal manera que no tenía visión por el espejo retrovisor y en la tarea de intentar que apartaran sus cabezas de la visual del vial me despisté nada más salir, tomando la calzada contraria de lo que se dio cuenta el Maño --ejemplar rural, cuasi básico pero empeñado en hacer todas las futuras casas de su pueblo-- que en aquella ocasión tuvo varios instantes de raciocinio: ¡Oye!, ¡has cogido el carril contrario!...¡no ves que los que suben tienen todos la luz blanca!...¡métete!...¡métete!...¡te has equivocado!, gritaba el Maño ante mi parsimonia que aún ante la visible evidencia, todavía aún me daba una oportunidad: ¡Bueno!... ¡bueno!, a lo mejor los que se han equivocado sean todos esos que suben, reflexión que duró unos segundos, los que empleé para, en una arriesgada maniobra, volver a mi carril cuando las luces que subían me deslumbraban; mientras, aunque asustado, le quitaba hierro al asunto en el convencimiento de que había dispuesto de cierto margen de seguridad. Aseveración que produjo algo más que desasosiego en la tropa --posiblemente acojono-- y que les duró unos minutos, silenciando la algarabía del principio, escudriñando todas las siguientes maniobras del conductor en la posible sospecha de que el que estaba al volante no estuviera cuerdo, ya que pasado el incidente no cesaba de reírme con una risa nerviosa, la que contagié a Moncho: Paco, tienes más peligro que un mono con pistola...¡já!, ¡já!, ¡já!...

Ir de vinos por las tascas de la Barceloneta en amigable camaradería con compañeros de clase, lazándole puyas a los dos profesores aprovechando su bajada de guardia que sólo atendía al género femenino, es de los recuerdos más gratos que conservo. Aquello se iba animando poco a poco con cada vaso de aquel vino a granel que el cantinero escanciaba en los cubiletes de cristal con rapidez inusitada: antes de que vaciáramos por el gaznate la ronda, ya nos servía la siguiente; y así ronda a ronda ya casi ni reconocíamos a los jóvenes profesores que quedaban descartados en los continuos brindis: ¡Por nosotros!... ¡por todos nosotros, menos estos dos!, de tal suerte que viendo éstos la deriva a que nos conducía llenar el estómago sólo de líquido, y para paliar, o más bien aliviar, de alguna forma los desbastadores efectos en su dignidad de conquistadores ante las chicas, que le infligían nuestras continuas cargas de profundidad en las líneas de flotación de su autoestima, se les ocurrió invitarnos a unos curiosos bocadillos --los famosos "coreanos"-- que uno de ellos ya había probado en uno de aquellos bares, a donde nos fuimos raudos. Para algunos, o más bien algunas, fue peor el remedio que la enfermedad. A la primera que le atacó aquella extraña pasta rojiza extremadamente picante que habían extendido en el pan fue a Susi. La chica llevándose las manos a los oídos no cesaba de chillar como si la estuvieran matando; gritos de dolor a los que se unió, seguidamente, los de otra chica, con el consiguiente revuelo de toda la tropa --sobre todo de los profesores--, y el que aprovechamos Moncho y yo para escabullirnos pues se hacía muy tarde y había que madrugar para preparar el examen de álgebra a celebrar la tarde del día siguiente; bueno, del mismo día dada la hora de la madrugada en la que estábamos ya: ¡Jóder!... ya es carnaval, se alegraba Moncho mientras íbamos a recoger mi coche aparcado en las inmediaciones de los bares.

De vuelta conduciendo mi Renault-12 no sé que me pasaba pues no lo reconocía, ni me reconocía yo al volante: era como si hubiera perdido el control de aquel artefacto, el que más que rodar parecía que flotaba yendo a toda velocidad por la autovía de Castelldefels sin encontrar el freno en los semáforos que lucían de todos los colores --los que fue atravesando sin detenerse mientras éstos se abrían y cerraban ante nuestras atónitas miradas-- en tanto yo no era capaz de adivinar aquel jeroglífico de pedales excepto el del acelerador que se me había pegado incomprensiblemente al pie sin poder despegarlo hasta justo antes de llegar a la zona de su apartamento, la que estuvimos recorriendo un buen rato, dando vueltas y vueltas porque al parecer en medio Castelldefels-playa Moncho había alquilado un apartamento distinto: en cada bloque de viviendas que parábamos para mirar, Moncho reconocía su apartamento: Es ahí..., seguro y ya iban unos cuantos hasta, no sé cómo, dar con el verdadero: No hagamos ruido... vayamos a despertad a Maise... y entonces la liamos..., tú duerme aquí... ¡buenas noches! Despertar de una cogorza y ponerse inmediatamente a estudiar es un ejercicio que consume mucha energía pero llamaba el cumplimiento del deber, aunque con la estimable ayuda de varios densos cafés que inevitablemente nos fueron despertando. Cuando estaba arrancando el coche para irnos al examen de álgebra a la escuela, observé que Moncho bajaba por la escalera exterior del edificio con la cara pintada de todos los colores imaginables:¡Pero como vas a ir así al examen!, le prevenía sin éxito de la gente de orden que vigilaba en los exámenes: ¡Jóder!, un poco de alegría; estamos en ¡¡carnaval!!, mientras me golpeaba el hombro con aquella manaza en corpachón con hechuras y gestos de jugador de rugby, deporte de su Cantabria natal por el que suspiraba continuamente. Un nobilísimo cántabro.

Era además de excelente persona muy generoso, ayudándome en lo que pudo en el examen de tal suerte que obtuve notable alto, la nota máxima de toda la clase --siendo felicitado al día siguiente por el profesor, un joven recién licenciado que daba las clases dando saltos de la tarima al pasillo y al que yo llamaba "señor K", por aquello de que siempre empezaba las clases con la misma frase que parecía una contraseña: Sea E un K espacio vectorial; al contrario de él que tuvo la mala fortuna de verse envuelto en un gran lío, en una extraña trama de confusión: entregó el examen en el límite del tiempo, cuando siempre inevitablemente se forma la tangana: alumnos intentando rascar algunos segundos al reloj y profesores nerviosos exigiendo la entrega de los papeles escritos, cruzándose unos y otros por los pasillos entre las bancas, aglomerándose en la mesa de entrega ante profesores que chillan y amenazan con marcharse... un auténtico caos y alboroto en el que se vio inmerso Moncho con tan mala fortuna de que en su entrega coincidiera con el catedrático de la materia --un tal De Juan--, el hombre más odiado de toda la escuela; el que apercibiéndose de sus pinturas de carnaval, creyéndose que venía de la calle, se negó a recibir su examen acusándolo de que aprovechando el bullicio pretendía entregar un ejercicio que suponía no lo había hecho él sino que se lo habían dado hecho; no atendiendo a los repetidos testimonios de los que justamente terciábamos a su favor; consecuencia de lo cual suspendió injustamente. Aquel espécimen nos confirmó aquel día su mala fama: el más denostado de todos los profesores. Una tremenda injusticia... pero no había libro de reclamaciones. Ello exacerbó, aún más, su espíritu reivindicativo, liderando las asambleas de alumnos en el contenciosos de las continuadas huelgas de los profesores no numerarios, y el de la reforma educativa de la universidad... eran tiempos de profundos cambios y los ánimos estaban muy caldeados . Aún conservo aquella imagen barbuda de viejo lobo de mar en un cuerpo recio, embutido en su eterna y antigua zamarra de piel; figura que apreciaba encima de la tarima arengando a los compañeros, intentando dirigir los debates con una voz recia y firme, pero amable. Siempre te recordaré, querido amigo Moncho, aunque no hayamos mantenido relación posterior desde que mudaste tu domicilio de Castelldefels a otro pueblo de Barcelona y luego a tu Cantabria natal.

Algunos reivindicaban otras cosas, y a su manera. Era el caso de Chema. Exhibía una blanca sonrisa entre acusados labios carmesí de una seductora y pálida cara que era la viva imagen del protagonista de la ópera rock: "Jesucristo Superstar", el moderno dios humano de cabellos largos, barba rubia, y arrebatada mirada azul, casi mística. Un ser salido de aquellas estampas religiosas que conocimos de pequeños. Él estaba inmerso en la batalla anarco-ideológica, pero de forma prudente, sin extremismos, sin imponer sus razonamientos como inmutables; sin dogmas: ¡Paco!, vamos ahí al lado, al cuartel del Bruc... se está celebrando un consejo de guerra contra los actores de Els Joglars; era el seis de marzo de mil novecientos setenta y ocho y hasta los aledaños de la escuela, ubicada enfrente del cuartel, se descolgaban las fuerzas de policía a caballo, iniciándose algunas cargas contra manifestantes en los alrededores del establecimiento militar. El caso del juicio a la compañía de actores Els Joglars por injurias al ejército, con su creador, director y principal actor Albert Boadella en rebeldía, había suscitado mucho interés en la opinión pública y curiosidad en el lugar: familiares de los actores enjuiciados, periodistas de varios países, actores, actrices, directores, productores, escritores, y curiosos en general nos concentramos en el lugar... hacia donde nos habíamos dirigido --yo en mi innegociable rol de espectador que he mantenido toda mi vida-- con mucha prevención. Sus continuos compromisos le robaban a Chema mucho del tiempo lectivo que le pertenecía: Paco, hay que ir a llevar un comunicado a "Mundo Obrero", y he pensado que tú que tienes coche...; y a sus oficinas de redacción del periódico que no recuerdo donde estaban le llevé. El valor de la amistad por encima de todo. Era la Transición... donde todos arrimamos el hombro en una sola dirección: la tan ansiada reconciliación, que después "idiotas contemporáneos" la han intentado dinamitar... ¡¡¡con lo que costó!!! La generosidad, entonces, de la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles ahora frente a la mediocridad de formación y pensamiento con la vuelta a los "demonios" de este país, la lucrativa "profesionalización" de la política y la generalizada corrupción económica, de poder... que vino después, ha hecho de aquel tiempo una época de gigantes.
(Veintitrés de marzo de dos mil catorce: el recuerdo de su principal artífice --Adolfo Suárez-- planea con dolor sobre mi memoria. Este mismo día, mientras el moderno Ulises que nos condujo a la Ítaca democrática ascendía al Olimpo, el sempiterno odio revanchista --primogénito de las dictaduras--, que en su trayectoria hacia la libertad tanto combatió; emergió, una vez más, de las tenebrosas profundidades para expandirse como un infierno por toda la ciudad. Sobre el epitafio de su tumba: "La Concordia fue posible", sobrevuelan y sobrevolarán durante mucho tiempo aún los ruidos de fondo de una guerra... una guerra... una guerra... ¿hasta cuándo? Paradojas del devenir histórico de cuyas trágicas experiencias nunca acabamos de aprender en este ¿venturoso? país. En ocasiones quisiera despertar en un lugar muy lejos de aquí...)

Aquel primer curso de universidad, forma ya parte de uno de los hitos importantes que han jalonado el escarpado terreno hacia el sueño anhelado, allanado gracias a la calidad humana de los amigos que hallé en sus aulas. Al comenzar el segundo año de carrera técnica, la arbitraria imposición de parte del alumnado en connivencia con algunos profesores del idioma catalán en las aulas --desgraciadamente utilizaban los mismos procedimientos en la ausencia de libertad que decían combatir-- en una época en la que no se había normalizado aún su uso, ni previsto alternativas a la población estudiantil castellano-parlante que sufrimos un continuado agravio comparativo en nuestro derecho a la enseñanza en desventaja siempre respecto al nativo, hizo que nos desperdigáramos en aulas distintas en los años siguientes, aunque aquello no fue óbice para seguir siendo amigos. Siendo justo tengo que reconocer que no todos fueron tan intransigentes. Agradezco a una gran mayoría de alumnos y sobre todo a algunos profesores que entendieron que la normalización lingüística era un proceso, con leyes consensuadas, y no una exigencia inmediata en la que podía quedar atrapada mucha gente. De cualquier forma aquello no supuso ninguna ruptura; me adapté ¡qué remedio!, y ahora, al cabo de tanto tiempo, son tantos y tan buenos recuerdos que vivo un continuo cortejo con esa tierra, deseando que me seduzca cada vez más. Me gusta Barcelona en donde, aparte de haber nacido dos de mis hijos y de tener más familia allegada, mi mujer Teresa y yo tenemos buenos amigos.

Uno de ellos cuya relación de amistad he mantenido a lo largo de todo este tiempo era con el que tomaba café y el pulso, aquella mañana, a la compleja actualidad catalana. Conforme dejábamos atrás aquellos insólitos años nos hemos ido viendo de manera intermitente; sabiendo de su mujer Angélica y de su hijo Toni, un joven empresario que trabajando duro se está haciendo a sí mismo, luchando a contracorriente contra los elementos que intentan arrastrarle, si la situación de crisis económica no cambia, al punto de partida --generación que al igual que la de mis hijos ha quedado apresada, paradójicamente en el mayor tiempo de libertad y prosperidad de este país, entre la perversa y corrupta "casta política" y la tan abyecta "banca"; ambas aliadas--; y ellos han ido conociendo cada suceso importante de nuestra vida, a la vez que nosotros los de la suya; hemos tenido oportunidad de brindar por nuestros hijos, por los sueños conseguidos..., quedando pendientes todavía muchos brindis por la nueva etapa que se nos abre, próximos a la jubilación: la de espectador del mundo en mi caso y la de profesor temporal y conferenciante de Toni en la misma escuela donde ejerció de alumno "cansado".


Escuela universitaria de arquitectura técnica, en avenida Gregorio Marañón de Barcelona

Escuela que no descarto visitarla alguna vez y así remover los recuerdos de los espacios que habitamos y acogieron nuestras inquietudes e ilusiones, y los de sus "personajes" que han quedado grabados en mi memoria: la bibliotecaria; una señora algo mayor siempre con gesto grave --creo que ya nació con él-- y mirada inquisitiva, o más bien matadora, escrutándonos por encima de las pequeñas lentes cuando nos recriminaba exigiéndonos silencio en la sala de lectura, habilitada por algunos como ruidoso punto de encuentro más que estancia de estudio; Pedrito, un joven-gay --le importaba un bledo los prejuicios ajenos sobre su opción sexual-- muy amable y que nos atendía presto y con mucha simpatía... comprensible, pues la "pela es la pela" y Pedrito, además de cordial, era más listo que el hambre: tenía la concesionaria del negocio de las publicaciones; la mujer que regía el bar, la que con el tiempo fue ampliando los bocadillos-diferenciales, y así al queso le sucedieron todo tipo de fiambres: jamón, chorizo, salchichón... todos cortados con el mínimo espesor en el límite entre la materia y la nada; el grupo de conserjes a cuya información era necesario acudir para estar al tanto de las novedades y chismorreos de la escuela; los chicos y las chicas, fauna diversa que coincidimos en aquel "zoológico": algunas en solitario como la sofisticada Susi, o aquella otra muy deshinibida aunque se enfadaba mucho por el apelativo "Chocho eléctrico", otras iban en pareja como María Margarita&María Romualda, dos santas vírgenes no muy agraciadas físicamente que parecían salidas de un convento y que siempre iban juntas y abrazadas; y los otros profesores: el Puigrós, el César, el "Tigre", el aburridísimo profesor de materiales de construcción de segundo, el "Algarrobo", profesor de dibujo de segundo, el Durbán, un coronel del cuerpo de ingenieros del ejército, el que me daba una clase de estructuras de tercero aquella tarde del veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno. Clase que quedó extrañamente interrumpida: casi a la mitad de la lección se acercó un conserje hasta su mesa para hablarle algo al oído en voz muy baja, y al instante salió disparado del aula sin mediar palabra en la explicación de aquella urgente huida, dejándonos con la incertidumbre en la curiosidad de tan rara actitud, hasta que alguien que entró precipitadamente al aula nos dio la noticia: ¡¡Han asaltado el Congreso de los Diputados!!

El afortunado desenlace de aquel grave acontecimiento es de todos conocido, aunque hubo un momento crítico de aquella noche en el que pensé con preocupación que tanto esfuerzo e imaginación se iban al garete por mor de los sempiternos "salvadores de la patria", de cuyas sonadas y alzamientos veníamos padeciendo siglo y medio, y de los que no nos deshacíamos ni con agua caliente, parapetados en las instituciones civiles y sobre todo en el ejército. Después la aparición del rey en la pequeña pantalla de casa nos trajo el sosiego y la confianza en el futuro en libertad. Aquello fué el cruce del Rubicón de la Transición Política; se había superado la prueba más difícil; atrás empezaban a quedar ya los años de plomo.

¡Como pasan veloces las horas cuando estás feliz, disfrutando de la compañía de un buen amigo! En esos momentos no somos conscientes del paso del tiempo: Bueno, seguimos hablando por teléfono, le dije mientras nos abrazábamos. Después de despedirle en la esquina del paseo de Gracia con la calle Aragón, nos descolgamos mi mujer y yo hasta la plaza de la Universidad --disponíamos del resto de la mañana y de las primeras horas de la tarde antes de la salida del tren para Madrid--; y en la quietud de la paz y el relajo, sentados en una mesa del bar Estudiantil frente a unas frías cervezas, visualizaba desde mi sitio el edificio antiguo de la universidad y el entorno de las calles Pelayo y Vergara, lugares que eran centros de gravedad, entonces, de las revueltas políticas de la época en su flujo hacia las Ramblas, donde todos los días a las siete de la tarde ardía Canaletas, contrastando en la distancia ambos tiempos; alegrándome enormemente de lo conseguido: hoy son prósperos sitios de comercios y hostelería por donde transitan en paz otras gentes más libres y ¡cómo no! muchos "guiris".


Ahora estos territorios están en "otras batallas". Sea cual fuere el desenlace de ellas yo seguiré yendo y queriendo a esa tierra y a sus gentes... mayoría de personas libres que creo ya han escrito su futuro: una sociedad plural, sin veleidades con el pensamiento único, venga del nacionalismo que venga. No hay que tener miedo al voto en democracia siempre que no haya manipulación ni engaño.

Y como lo importante son las personas --como ya escribí al inicio del blog--; mis saludos, mirando aquella tierra para hermanos, cuñados y sobrinos... y ¡cómo no! a los amigos que aún quedan: Toni, Angélica, Maribel, Pepi, Miguel..., bueno y a todos en general.


PacoMolinaGómez --el cuarto mosquetero--
(Dedicado a los tres mosqueteros de la primera bancada: Moncho, Chema y Toni)