miércoles, 17 de diciembre de 2014

LA DENSIDAD DE LA NADA










16. 12. 2014
Hoy te nombramos y no nos respondes; ¡cómo empezamos ya a echarte de menos!
Ahora deambulamos desorientados por oscuro túnel hacia la luz, buscando una salida que nos cure esta desazón, esta amargura.
Gracias por existir, aún en la ausencia.
¡Gracias Paquita!

Yo no tuve conciencia real de la muerte de mis padres hasta que percibí con dolor, bastante tiempo después del óbito del último de ellos --mi padre ya viudo--, la vorágine del vacío interior. Desde aquella mañana de domingo en la que mi hermano Antonio, inesperadamente y asiéndome del brazo, me sacó con fuerza y determinación de la fila de chaveas en formación de dos hacia la iglesia para la misa de las ocho --irrenunciable obligación de santificar las fiestas aún en edad tierna de juegos--, abrazándome fuerte a continuación, como sólo recordaba lo hacía al principio mi madre y después mi padre --ahora ya no me iría a ver los primeros domingos de mes, ni los otros; ahora ya ninguno de los dos me abrazaría nunca más--; anduve arrastrando aquel abrazo durante el tiempo que fui creciendo en el desconcierto que me produjo la sombría premonición de muerte que capté en el profundo silencio que aquel día exhalaba la mirada vidriosa de mi hermano mayor, en su súbita huida después del abrazo, compungido, tapándose la cara con ambas manos para que no le viera llorar, alejándose hacia la portería del orfanato embutido torpemente en un traje de salir de calle. Traje prestado para un funeral.
La separación definitiva de los seres más queridos me fue calando lentamente en el ánimo: primero fue la congoja que anidó en mi pecho impidiéndome respirar por las noches en los desvelos del sueño, intentando entender el "otro lado"..., después aquella oquedad, aquel agujero..., y al final cuando definitivamente me cubrió entero el vacío, padecí en propias carnes la densidad de la nada











A Paquita, allí donde esté.

Declinaba el verano de dos mil catorce --once de septiembre, fiesta nacional en Cataluña--, cuando nos conocimos. Formabas parte de la extensa familia de primos que "de improviso" habíais surgido en nuestra vida al hilo de haber hallado, al fin, Teresa --mi mujer-- sus raíces biológicas. Buscando dimos con hermanos, sobrinos, con todos vosotros: los primos..., y, como sabes, casi con su madre Manolita: ¡no llegamos a tiempo por muy poco; apenas cuatro años! Habíamos perdido mucho tiempo, así que no lo pensamos más y aquel mismo verano decidimos ir a Calafell en Tarragona --lugar de promisión donde obtener el pan y la cebolla de subsistencia que se les negaba a "la familia" en su tierra-- a conoceros.

Ya la primera noche, recién llegados, nos sorprendió la hospitalidad que todos nos dispensasteis. Las muestras de cariño, de asistimiento en aquella primera visita eran apabullantes: en la misma puerta del hotel a la salida, junto con parte de la familia, allí estaba clavado el hombre --primo Garrido-- con el que has compartido gran parte de tu vida --en la foto muy orgulloso de tenerte por compañera--; solícito en todo momento en su afán por atendernos, poniéndose incondicionalmente a nuestra disposición para que nos sintiéramos a gusto, acompañados, arropados...; ¡y así lo vivimos! Después en la relajada y amena velada, sentados en una terraza de vuestro territorio de siempre --de las vías del tren a la playa-- cerca de vuestra casa, nos sentimos ya parte de vosotros; dándoles en reciprocidad también, la bienvenida en nuestras vidas a tus dos hijas: Carmen y Silvia, dos encantos de mujeres... afinando todos sensibilidades en las conversaciones que prosiguieron relatando historias, anécdotas... había muchas que contar: aquellas cuatro hermanas --Carmen, Felipa, Clara y Manolita-- que emigraron hasta aquel lugar y luego arraigaron allí con sus hijos, habían dejado un largo reguero de huellas de paso por la vida. Ese día faltabas tú. Ya nos contaron que te hallabas indispuesta por causa del tratamiento médico a esa inoportuna visita --cáncer-- que testaruda se había instalado sin tu permiso en el vestíbulo de entrada de tu vida, al acecho del menor descuido.

Los días pasaron entre mañanas de sol y playa y tardes de encuentros con los que ya erais parte de nosotros, intentando que nos incluyerais entre las personas que queríais. Todavía no te conocíamos, pendientes de la gran celebración: ¡la comida de primos!al final de las vacaciones.

Tan importante evento de encuentro de familia había que celebrarlo antes de que nos marcháramos, como siempre lo habíais hecho: congregados alrededor de una mesa en los acontecimientos familiares importantes(bodas, bautizos, comuniones...), como si para los pobres no pudiera haber otros días de fiesta...; ¡era igual!,es lo que había e intentabais apurar --a tenor de las fotos, videos y reportajes que nos habéis mostrado-- hasta el último sorbo de aquellas especiales ocasiones, con la alegría desbordando las penas cotidianas que por momentos las aparcabais, como sí no existieran, en eso que ya era costumbre de vivir sólo el día a día: Hoy estamos en lo que estamos...: ¿Mañana?...: ¡Mañana será otro día!...; al igual que lo hacían aquellos cuatro caracteres difíciles de hermanas --templados, al parecer por la mayor Carmen, tu madre política-- dejando a un lado, por un día, las cuitas de sus diferencias: cuando se trataba de ir unidas las matriarcas de los clanes de los primos reunidos allí, lo hacían a muerte, como viejas mosqueteras. Y como tantas otras veces, también aquel día sentamos las ilusionadas expectativas y los buenos ánimos alrededor de una bien surtida mesa --que sí, Paquita; que ya sé que hubo alguna que otra pequeña queja, pero eso pasa hasta en las mejores familias y aquella no lo era menos-- ¡Y lo pasamos en grande!, todos pendientes de la gran protagonista, a la que arropasteis como una más de vosotros: mi mujer Teresa. ¡Al fin te conocimos! Y aunque nos hemos visto y tratado también este verano, te he de confesar que aquel primer encuentro fue suficiente para descubrir y disfrutar tu calidad humana... y lo digo no por hacerte un cumplido, sino en aras a la verdad.

Ahora liberada de las cadenas de las miserias de aquí, sólo te queda un plus: la incertidumbre en las preguntas de tus deudos y seres queridos: ¿Porqué a mi mujer?...: ¿Porqué a mi madre?...: ¡Quién decide?...: ¿Porqué leyes se rige?...: ¿Cuáles son las razones?...; desazón que les aliviarás desde ese lugar seguro donde ya estás... al igual que les ayudarás a sobrellevar durante ese tiempo de congoja y confusión el peso hiriente de la densidad de la nada... eso que aparece cuando el alma se resquebraja...; no se sabe narrar...; sólo se siente.

¡Hasta la próxima!, seguiremos en contacto.




FranciscoMolinaGómez
(... queridos Francisco, Carmen y Silvia, permitidme el cumplimiento del deseo de enviarle esta misiva a ese ser tan querido por todos, especialmente por vosotros... estoy seguro que cuando se pase el dolor del duelo comprobaréis que Paquita no se ha ido... como escribí hace ahora un año--a propósito del recuerdo de mis padres--: Sólo son invisibles los olvidados y Paquita está viva en nosotros. ¡¡¡Mucho ánimo!!!)












lunes, 15 de diciembre de 2014

DEL PORTAL DE BELÉN, ¡NO NOS MOVERÁN!











Nadie sospechaba unos días antes que las figuras del belén se iban a encerrar como protesta en el portal de Belén... --belén del autor del blog--


De muy pequeñito me extasiaba durante las horas de aquellas solitarias navidades, escudriñando los pormenores del artificial paisaje del "belén" que en su desmesurada dimensión ocupaba casi una habitación del orfanato y en cuyo empeño las monjas empleaban casi una semana.
Con el paso del tiempo pasé de fervoroso espectador a ilusionado actor y en aquella obsesión de que llegara el "momento" estaba expectante durante todo el año para convertirme, entonces, en su creador: todo un privilegio..., una desbordada alegría que duraba poco..., con cierta melancolía vivía después los días de su desmontaje y la vuelta a la cotidianidad del orfanato...:¿Porqué no dejarlo montado todo el tiempo como exponente de la alegría de aquellos días distintos?
De mayor pude cumplir aquel deseo y mantuve el belén que había lucido --ante las asombradas caras de mis hijos-- en casa las fiestas de navidad de no recuerdo bien que año --hace bastante tiempo-- sin retirarlo durante los tres inviernos siguientes... al cabo de los cuales y sin padecer de aquella melancolía de entonces, lo desmonté guardando de forma delicada --envueltas en profuso papel de periódico, y en cajas de madera que coloqué cuidadosamente en estantes del garaje-- sus figuras.
Hace un año las desembalé con mucha ilusión: quería que ahora fueran mis nietos los que se asombraran con esa tradición cristiana... y volví a las andadas: lo dejé luciendo no sólo la Navidad del pasado año sino los trescientos sesenta y cinco días siguientes... y ahora en esta Navidad, al ir a remozar el artificial paisaje y a recolocar las figuras...: ¿¡Qué cuernos pasa aquí!?











Todo comenzó cuando me pareció que el pastor con la oveja al hombro, al que intentaba enderezar su oblicua postura, me espetaba: ¡Ya era hora!, ¡más te vale!, llevo así inclinado y con la oveja a cuestas ¡un año!, ¿te parece bien? Recoloqué recto al anciano pastor de barba blanca sin darle más importancia a aquellos murmullos figurados que creía oír --serán suposiciones mías--, y cuando limpiaba de arena la lámina de plástico transparente que figuraba el agua de la laguna para que esta brillara cristalina, ya no fueron figuraciones; ahora estupefacto oía claramente la ceñuda conversación entre la lavandera que se dirigía, con esa confianza que da el estar juntos tanto tiempo, de manera displicente al pescador: ¡Vaya mierda de pez!; y para eso, todo un año...: Pues anda que tú que llevas con la misma ropa, dale que te pego todo este tiempo... Hasta ahí normal, era la típica discusión de dos que ya se conocen todos sus entresijos por verse obligados a tratarse a diario, pero lo que no me gustó fue la siguiente aseveración de la boca del mismo pescador, que no soltaba el pequeño pez ni a tiros: La culpa la tiene éste...: ¿Quién?...: Quién va a ser; éste que ahora está limpiando el agua Me quedé de piedra pues se refería a mí; claro que las figuras de barro no hablan, ni piensan, ni...; así que no debía preocuparme. Pero la cosa no quedó ahí; se complicó con la siguiente afirmación que oí, ahora de la lavandera: Si se cree éste que nos va a tener así toda la vida; vá aviáo... Entonces comprendí que efectivamente allí estaba pasando algo raro y extraño; no sé porqué notaba percibir cierta queja colectiva de todos aquellos personajes. Inaudito; ¿o es que no sabían que podía disponer de ellos a mi antojo desde el mismo instante que los compré? Pensando que así pudiera ser y que con el tiempo fueran conscientes de haber adquirido ya algunos derechos, quise pensar que tal actitud de desapego a su dueño, era sólo la de unos pocos.

Pero cual fue mi sorpresa cuando centré mi atención para recomponer la escena --de hacía un año-- de la anunciación por el ángel de la buena nueva a los pastores: ¿Dónde diablos está el dichoso ángel?..., debería estar aquí en lo alto del árbol..., ¡ah! acabáramos... El ángel que ya no brillaba --se le había acabado la pila-- bajándose por su cuenta y riesgo, estaba ahora en relajada conversación de colega con los pastores, y no se crean ustedes que les hablaba de lo divino; al contrario, haciendo dejacción de sus obligaciones, de lo mundano: Ustedes necesitan agruparse en un sindicato de pastores, a fin de reivindicar sus derechos contra los abusos del que os tiene aquí postrados, mirando absortos hacia la copa del árbol ¡un año entero!..., sin días de descanso, ni vacaciones...; ¡tenéis que rebeláos!... Lo que me faltaba --pensé-- un sindicalista, y para más inri: el propio ángel; a éste seguro que lo mandaron aquí abajo porque, cierto, no lo querían allí arriba...: Esto no tiene buena pinta..., esta Navidad me temo que no voy a ser capaz de montar el belén..., esto es una rebelión en toda regla.

Temeroso y casi de reojo miré hacía el Portal, expectante en que se respetaría el "misterio", deseando que por lo menos allí no visionara nada anormal...; y así era, comprobando aliviado que no había novedad: San José de pié con la larga vara en la mano protegía al Niño Jesús, al que miraba amorosamente la Virgen María..., iluminados todos en la resplandeciente luz --favorecida por la pila alcalina-- del ángel del portal, al lado del buey y la mula que seguían dando calor al infante. No se oía ninguna conversación...:¡¡Uuuuufffff!! Bueno lo voy a dejar por hoy; ya mañana desde la normalidad del portal intentaré poner orden a todo esto; faltan pocos días y los familiares que vienen de fuera están ilusionados por ver otra vez el belén. Me voy a dormir.

A la mañana siguiente: mi gozo en un pozo. La situación de moderación en el portal del día anterior había mutado en la contraria; ahora aparecía colmatado: estaban todos los personajes reunidos en asamblea reivindicativa, a los que no bastando tan evidente muestra de disconformidad la publicitaban, ahora, desde lo alto del portal: a la cubierta de éste habían subido un pastor y el paje del rey Melchor, sujetando en alto una pancarta en donde se leía: "DEL PORTAL DE BELÉN, ¡NO NOS MOVERÁN!" Lo que me temía: la protesta se había deslocalizado, añadiéndose ahora a los nativos del lugar, los advenedizos de Oriente. Dentro del portal con gran alboroto de voces se debatían las propuestas, dirigidas por el pastor de las blancas barbas; algunas hay que reconocer, extrañas: ¡Eh!, vosotros los caganers, ¡afuera a cagar!, ya está bien del pestazo que estáis metiendo aquí...: ¡Ah!, nosotros no tenemos la culpa de estar cagando un año entero...: Bueno pues exigid que os hagan unos retretes fuera... Ante aquel alboroto del que se había solidarizado el niño pequeño aunque no participaba ya que, al parecer, sus reivindicaciones trascendían este mundo, miré pidiendo auxilio a San José, el que me miró encogiéndose de hombros, y después a la Virgen María que sí pedía un poco de calma..., sin saber que hacer. Para colmo en los aledaños del portal los reyes magos, comandados por Baltasar, habían organizado un top-manta con sus propios regalos --los que generosamente había cedido el Niño Jesús-- a fin de obtener recursos para volver a sus lejanos países, aprovechando aquellas fechas en las que brillaría de nuevo en el cielo la estrella que les podría guiar de vuelta a sus casas; los que no eran ajenos a las mismas críticas de los otros hacia el tirano artista, sobre todo Gaspar: ¡Cuidado con éste! --se refería a mi-- que es capaz de dejarnos otra vez un año entero aquí sin estrella polar. ¡A éste ni carbón!






... y no bastándoles con eso habían desplegado una pancarta reivindicativa en lo más alto del portal... --belén del autor del blog--

¡Ah, claro!, es que en el belén no tengo romanos. Éstos se van a enterar. Rápidamente voy a poner orden aquí con una compañía de la guardia pretoriana de Herodes; y dispuesto a acabar con aquel motín me fui a la plaza mayor de mi ciudad, donde por estas fechas, como todos los años, ya se había llenado de tenderetes con un montón de figuritas del belén de distintos tamaños, a cual más curiosa. Recorrí todas las casetas, asomando la cabeza sobre los expositores donde desafiantes --embutidos en sus cascos, corazas y escudos-- brillaban de oro los soldados romanos, esgrimiendo aceradas espadas o largas lanzas en las manos. Los primeros que encontré eran demasiados pequeños..., otros no estaban lo suficientemente pertrechados..., hasta que di con lo que buscaba: eran ideales para aquella misión: altos, fuertes, perfectamente uniformados y equipados, con caras de pocos amigos...¡perfectos!, sí pero... observando aquella perfección en la cantidad de detalles de toda la parafernalia guerrera amenazante... reflexioné... y desistí de aquella idea: no era para menos: cada romano ¡¡¡costaba un huevo!!! y haciendo cuentas necesitaría, por lo menos, una decena de ellos... alojamiento, mantenimiento... ¡vamos!: una fortuna... además en los tiempos que corren éstas coercitivas actitudes ya no son buenos procedimientos...; no tendré más remedio que negociar..., seguramente con el pastor de la barba, el del borrego a los hombros: en el encierro del portal me dio la impresión que era, aparte del más follonero, el que llevaba la voz cantante y el que coreaba con más fuerza la consigna: Del portal de Belén, ¡no nos moverán!, del portal de Belén, ¡no nos moverán!, porque el portal ahora es el refugio, ¡¡no nos moverán!!...

Sabía que las negociaciones serían difíciles pues el pastor viejo, aparte de testarudo y exigente, sufría aún en sus riñones de las complicaciones de haber estado inclinado con el peso del borrego tanto tiempo, y no me lo iba a poner nada fácil... además estaba ya cansado de portar durante todo su vida --ahora próximo a la jubilación-- el mismo animal a los hombros y tener que convivir siempre con aquel olor a bicho del que no había logrado desprenderse nunca...; después estaba la mujer de la leña a un hombro que se quejaba de dislocaciones en éste por desajuste de los huesos en la articulación, producto de tantos días llevando la leña en el mismo sitio... y aunque se le notaba buena mujer, tenía su puntito borde de indignación en la exigencia de su queja...; tampoco me iba a allanar el camino de un justo acuerdo que satisficiera a las dos partes el pastor de la gallina en la mano, la que tenía agujereada de la cantidad de picotazos que la dilatación en el tiempo había facilitado a la oportunidad de la gallina de revolverse contra él, sin que el pastor pudiera desprenderse de ella... al igual que de las pródigas cagadas de ave, ya secas algunas, que enseñoreaban de manchas grises sus ropas, oliendo a gallinácea...; y no digamos del sentimiento de asesino que había adquirido el pastor de la matanza, acuchillando durante un año al animal, y viendo, durante este tiempo, brotar continuamente sangre de su cuello... exigiría, como poco, indemnización por daños psicológicos...; todo esto sin pararme demasiado en la crueldad a que había sometido a los cuerpos de los caganers: ¿alguien puede hacerse idea del sufrimiento de un vientre evacuando sin parar todo ese tiempo?... ¡impensáble!... más indemnizaciones, ¡aparte de los retretes!

Al menos habían unos que apenas se quejaban, a pesar de las arengas sindicalistas del ángel, al estar todo el tiempo recostados en la tierra... aunque aquellos pastores exigirían que se les repusiera el rebaño de ovejas pues las que guardaban habían acabado en la olla al ir quedándose sin comida, a la que, por si fueran pocas bocas, ahora se había agregado, con más jeta que alas, la del dichoso ángel...; ¿y con éste que hago?: ¿mandarlo de vuelta a los cielos, donde no lo quieren por conflictivo; o darle otra oportunidad comprándole una pila alcalina?...; y el pescador que querrá nueva caña, pero no una cualquiera: el último diseño que se vendía en Galilea...; y la lavandera que exigirá que le construya un lavadero protegido, ¡¡y público!!...; y los reyes magos magos con sus exigencias regias...; hasta la mula y el buey denunciarán su obligada y forzada asistencia al portal en el falseamiento de la historia --lo habían escuchado del ángel de la pila alcalina-- y ahora exigirán vacaciones indefinidas... En fin una compleja y dilatada negociación si quiero que la familia y amigos disfruten de la magia del belén en estas fechas de ilusión. Bueno aunque sea por ellos me avendré a tantas exigencias, reconociéndoles algunos derechos... pero que no se me suban a las barbas... porque sino doy por finalizadas las conversaciones y les corro las cortinas dejándolos a oscuras. Espero que la sagrada familia me ayude.

Estas reivindicaciones, más o menos matizadas, que formaban el núcleo de la letra grande del contrato fueron aceptadas rápidamente por ambas partes; ahora quedaban las otras, las de la letra pequeña, las culpables de todo aquel follón y las de más difícil negociación: Jornada laboral completa sólo los días de las fiestas de Navidad, desde el veinticuatro de diciembre al seis de enero siguiente...: Bueno, desde el veintidós de diciembre al ocho de enero...: No, lo dicho...: ¡Vale!...: Nos embalarás con nuevos papeles de periódico, el que empleas es muy antiguo y desgastado por lo que no podemos descansar bien...: ¿Antiguo?, pues no es tan antiguo...: ¡Hombre no!, el de la matanza dice que siempre está viendo la cara de Jordi Hurtado, al parecer la noticia es de cuando inauguró su programa en televisión...: Bueno, si eso es así, ¡vale!, realmente es muy antiguo, lo comprendo perfectamente...: A los caganers los colocarás en habitáculos aparte y en estante del garaje también diferente...: ¡Vale!...: Por último queremos por lo menos cinco años sabáticos para reponernos de tantas calamidades...: ¡Ah!, no, no, tres...: ¡¡¡Seis!!!...: Bueno ¡vale!, seis...¡y se acabó!, vosotros a cambio volveréis a vuestros sitios, calladitos, y sin moverse...¡¡¡¡ni un milímetro!!!!...: ¡Vale!, palabra de pastor viejo...: La mía de caballero.

Ahora al remozarlo: nuevo musgo, regeneración de arena y de paja, más palmeras en la zona del agua...reposición de ovejas... enderezamiento de figuras, el "nacimiento" ha adquirido el brillo de hace un año. Todo está en orden, y en la seguridad que no habrá nada anormal, deseo que sea un auténtico placer su contemplación para las personas queridas que esperan expectantes la invitación; quedan pocos días... aunque como siempre está ese amigo pesado que quiere verlo antes que los demás y que, pasando por casa y por encima del autor, te quiere mover los personajes...: Hay que ver lo bien que te ha quedado... todos los caminos hacia el portal... como tiene que ser:¡todos al portal!...: Sí, sí, van todos al portal, pero ahora cada uno tiene que estar en su sitio...: Sí, pero conforme transcurran los días de navidad, los puedes ir acercando a ver al Niño...: Bueno, al Niño ya lo ven desde lejos...: ¡Cómo va a ser igual desde lejos!, no pasa nada si los mueves un poco, mira...: ¡Ni se te acurra!...: ¡Anda!, ¿porqué?...: ¡Porque es muy peligroso!... ¡con lo que me ha costado!...: No entiendo, cualquiera diría que iba a romper las figuras...: No es eso, es algo peor...: ¡En fín!, no lo entiendo...: ¡Yo tampoco!...

En la inminente visita de mis seres queridos, compruebo aliviado --esta mañana al levantarme-- la bonhomía que traslucen en sus caras todos los personajes del belén... seguro que no me van a defraudar...; eso sí: ¡¡cada uno en su sitio!!

Os dejo, ¡ha sonado el timbre de la puerta!




FranciscoMolinaGómez
(En esta Navidad´2014/15: gozosos días a todos; ¡ah! y si alguno tiene problemas con las figuras del belén, haced lo que yo: ¡¡Acordad!!..., es lo mejor)





lunes, 1 de diciembre de 2014

LA BELLEZA DE LO IMPERFECTO



















El niño "Kruchev", en la escalinata del pabellón de mayores del orfanato, sentado en el extremo derecho de la segunda fila --visualizando de abajo arriba--


Dice la Wikipedia, refiriéndose a Nikita Grushchov --también conocido por Nikita Kruschev--, sucesor de Stalin como dirigente de la Unión Soviética entre los años mil novecientos cincuenta y tres a mil novecientos sesenta y cuatro:"... cuando Jrushchov tomó el control, el resto del mundo todavía sabía muy poco de él e inicialmente no quedaron impresionados por él. Era bajo, corpulento y vestía trajes desajustados, "irradiaba energía pero no intelecto" y fue desestimado por muchos, calificándolo como "bufón que no duraría mucho tiempo". El Secretario de Relaciones Exteriores británico Harold Macmillan se preguntó: "¿Cómo puede este hombre gordo, vulgar con sus ojos de cerdo y un flujo incesante al hablar ser el líder y aspirante a zar para todos esos millones de personas?
El biógrafo de Jrushchov, Tompson describió al voluble líder: "Él podría haber sido encantador o vulgar, exuberante u hosco, le dieron muestras públicas de rabia (a menudo artificiosas) y crecientes hipérboles en su retórica. Pero fuera lo que fuera, con lo que se hubiese encontrado, él era más humano que su predecesor e incluso que la mayoría de sus homólogos extranjeros, y para gran parte del mundo él fue suficiente para hacer que la URSS pareciera menos misteriosa o amenazante..."

Para entonces ya estigmatizado en su "ateísmo bolchevique" por el nacional-catolicismo que regía en aquel orfanato: Nikita Kruschev era en el inconsciente de las monjas la representación viva del demonio... de su fealdad... Y no tardaron mucho los niños internos en reconocerla en uno de ellos; en conocer a su propio "Kruchev"








Kruchev perdió su nombre de pila desde el mismo instante en el que ingresó en el orfanato de Armilla, ciudad próxima a Granada: Ha venido un niño nuevo, ¡es muy feo!... : A lo mejor es Kruchev... : ¡¡Sí, es Kruchev!!, ¡¡el nuevo es Kruchev!!, ¡¡el nuevo es Kruchev!!...:¡Eh, tú!...¡¡Kruchev!!..., y así aquel niño de aspecto rudo quedó bautizado otra vez y con otra agua: la turbia de la "canallería juvenil" de los otros niños que se regodeaban en la burla de la mella física de su fealdad y que le infligían sobre todo aquel primer día la mayoría de los que tenían mote consolidado: Bicho, Enterao..., motes a los que en su día se acostumbraron pronto --qué remedio--, y de los que sólo se desprendían unos instantes: los segundos de tiempo en los que, con dilatada periodicidad, se reconocían --¡presente!-- en los nombres y apellidos que la monja coreaba a viva voz desde la puerta del comedor, leyendo --mientras atentos permanecían todos de pie-- los datos escritos en aquellas cédulas de identificación: pequeños papeles que les ligaban a su reciente existencia, gracias a los cuales Kruchev, como el resto de internos, arraigaban por momentos en sus verdaderos nombres; en el tiempo de su nacimiento; y en el suelo que le dio soporte: el de él, la tierra de Lanjarón.

En Lanjarón, localidad balnearia, aposentada en el inicio de subida de la ruta de las Alpujjaras Bajas granadinas, a la que se llagaba por la vieja y estrecha carretera de la costa; una mujer sóla, pobre, avejentada, marcando curva ya al inicio de la espalda por la continua doblez hacia el suelo de las fincas que cuidaba, se conformaba en aras al bien de su hijo a su obligada renuncia, sin apenas muestra de resignación; al contrario: agradecida, dándole gracias al cielo de que le hiciera caridad por ayudarle en el ingreso de su hijo en el orfanato, donde le darían lo que ella no podía: casa, instrucción y un oficio con el que conseguir un trabajo que le haría ser un hombre de provecho el día de mañana... lo que no conseguiría de quedarse allí con ella, ayudándole en las tareas agrícolas, sin escolarizar... pero a ratos cuando en la soledad del cuartucho donde vivía se acordaba del día que lo dejó allí en aquel edificio grande --pabellón de muros de ladrillo-- a donde le acompañaron para entregarlo a las monjas, e inmediatamente después, sin tiempo casi a despedirse, separarse indefinidamente de él, no podía evitar que enrojecieran sus ojos y que de aquel brillo de fuego brotaran límpidas lágrimas silenciosas; esas que por invisibles no importan a nadie; las que sólo sirven para desahogarlas en suspiros, para acallar la amargura de la separación de parte de uno. Aquella prematura doblez ya se marcaba en las rigurosas ropas negras --como el carbón-- que vestía, en respuesta al duelo de su viudez que se prolongaría durante toda su vida. De aquella guisa: saya, vestido de falda y delantal hasta los pies y calcetines de algodón embutidos en unos viejos zapatos de hombre se presentaba cada noviembre en el pabellón de menores, arrastrando un enorme saco lleno de castañas que mostraba un volumen mayor que su cuerpo y al que sobrepasaba cuando, vertical, lo apoyaba en la pared del comedor.

¡Qué gran generosidad en la pobreza!: ¿Cómo aguantaba desde tan lejos arrastrando aquel enorme peso?... para al final, poder ofrecer a cada niño un puñado de castañas. ¡Cuánto agradecimiento a todos y a todo!... dando las gracias porque aquel ímprobo esfuerzo tuviera la reconpensa de poder ver y estar con su hijo aunque fuera unos minuitos. Su expresón de felicidad en el encuentro, clamaba en su rostro que el esfuerzo hasta el agotamiento había valido la pena en su inmensa alegría del reparto de las castañas y, sobre todo, de besar a su hijo.

Madre e hijo juntaron sus caras, que eran la misma, idéntica rareza de gestos en una única prolongación con la misma expresión: la extraña mirada de la madre, como de persona bizca por la casi cerrazón de uno de los ojos, era la propia del hijo, lo que les imprimía un duro entrecejo que agrandaba la frente, agudizada en el caso del niño por las tempranas entradas sin pelo que descubría el rapado cabello. Los dientes eran igual de desproporcionados y del mismo color --sucios--; los que siempre mostraban al mantener constantemente ambos una mueca de boca abierta. Aquel gesto --dándole a la expresión cierto grado de idiocia-- se agravaba en el caso de Kruchev pues el gesto de la boca abierta se escoraba lateralmente, y muy pronunciado hacia el ojo semicerrado, en otro más extraño aún, cuando basculando la cadera y elevando el pie derecho de su recio cuerpo, y sin pruritos, se rascaba gozosamente y de forma prolongada el culo; acción vulgar a la que seguía una escandalosa sonrisa de dientes sucios cuando cualquier compañero le reconvenía asestándole una sonora colleja en el cogote. Nunca se molestaba en el desprecio y el agravio; siempre sonreía, incluso cuando le degradaron al poco tiempo de su ingreso con aquella "broma", que era más una vejacción.

No era al primero que se la hacían: ¡Vamos a hacerle el agareo a Kruchev!... : Eso ¡el agareo!, ¡el agareo a Kruchev!... Lo cogieron entre varios tumbándolo en volandas mientras otros le bajaban los pantalones --lo que no fue muy complicado habida cuenta que siempre los llevaba medío caídos-- para después hacer lo mismo con los enormes calzones blancos que quedaron en las rodillas junto al pantalón cuando ya mostraba a la vista de todos su sexo preadolescente, al que inmediatamente, y de manera compulsiva, empezaron a escupir unos y a embadurnarlo de barro otros, en un espectáculo humillante de risas y vituperios, y al que no se resistía Kruchev --acción en su caso de inútil esfuerzo, al estar sujeto por manos y pies en aquella inconveniente postura de levitación--; al contrario, se reía también con ese registro hosco de rural cuasi básico, incluso cuando iba corriendo de extraña guisa --con los pantalones y calzoncillos al final de las piernas-- hasta el pequeño pilar adosado a las letrinas del patio, a limpiarse. Mostraba un sorprendente aguante a la humillación. Nunca se encolerizaba, todo lo contrario: siempre sonreía; y lo que era del todo sorprendente era que nadie lo había visto nunca llorar.

Pero no todo era escarnio. Con el paso del tiempo en obligada convivencia con los demás niños fue mostrando sus habilidades agrícolas. Cuando ingresó Kruchev en el pabellón de menores ya existían los huertos: pequeñas parcelitas adosadas a las tapias del patio en donde los internos intentaban aprender, por su cuenta y riesgo, el arte del cultivo. Gracias a la dedicación a ellos aprendieron más de botánica que lo que estudiaban en la enciclopedia Álvarez. La plena satisfacción de relación que no encontraba con sus compañeros, la proyectaba Kruchev, primero en los empeños de preparar la tierra: los cabellones de tierra en sinuoso camino de vaivén para el riego o las ingeniosas disposiciones de la caña donde despues se enroscaban las tomateras y legumbres..., y después en la siembra de las semillas: pimiento, tomate... guisantes..., y de la fruta: melones y sandías que guardaba de los postres que le daban, después de dejarlas secar. Había que regarlas mucho por el calor, y Kruchev hacía interminables viajes de ida al grifo de la pila del agua adosado a las letrinas y vuelta para escanciar el agua en el terreno, y que vertía de aquel extraño contenedor parecido a un sombrero chino: remate metálico de chimenea que nadie sabía cómo había llegado hasta allí; tampoco importaba: simplemente le dieron uso, y en su utilidad por todos, persistió en el tiempo. Delicados cuidados que las plantas devolvían en profusos brillantes colores: verdes, rojos, amarillos... más lustrosas sus plantas que las de sus compañeros; las que en ocasiones eran pasto de los gorriones y otras aves que se prodigaban en el patio en primavera y verano, o de la voracidad de los propios internos que, a veces, no esperaban ni a que maduraran...; no importaba: el estaba contento con aquella obsesiva dedicación al cultivo del huerto, visitándolas siempre a primera hora de la mañana regocijándose en su crecimiento...,sintiendo recibir de aquellas plantas el afecto que le negaban sus compañeros..., dedicándoles, por ello, todo el tiempo del mundo, incluso a pique de sufrir alguna insolación, como aquella tarde de verano que, a pleno sol, limpiaba las matas de broza y malas hierbas que depositaba en una esportilla de goma; otro de los pocos objetos extraños supervivientes y que aquel día le salvó de una --o varias-- segura pedrada.

Fulgencio, el guardián hospiciano que auxiliaba a las monjas en las tareas de vigilancia, desde la sombra que sobre el suelo del patio proyectaba el pabellón, donde se guarecían del implacable sol los internos que custodiaba, tensó hasta el máximo las gomas de entre la horquilla de palo de rama de morera y disparó la piedra hacia la figura solitaria que se movía enfrente, en la insolación de las tapias, probando su nuevo recio gomero que un secuaz le había elaborado expresamente para él: un peligroso capricho. La piedra fue a rebotar con fuerza cerca del cuerpo de Kruchev y golpear contra la tapia, advirtiéndole del peligro del que se puso a cubierto: parapetado en la recia goma de la esportilla, en la que golpeaban con fuerza, sonando en golpes secos, las piedras que, disparadas por Fulgencio, rebotaban en el improvisado parapeto, oyendo intermitentes sus amenazantes impactos que hacían vibrar toda la esportilla, ahondando la goma en el punto de contacto con la piedra... y así durante un buen rato hasta que decidió ponerse a salvo... sonando más fuerte las pedradas conforme corría, sin soltar el capacho, hasta donde estaban los demás internos y el propio Fulgencio, el que consciente de la ineficacia del gomero en la distancia corta, le dio con él en la cabeza --cuando lo tuvo al lado-- por haberle fastidiado el ensayo de la novedosa arma; mientras Kruchev se reía escandalosamente por su puesta a salvo. En la siguiente encerrona no tuvo tanta suerte.

Qué bueno que siempre haya un tonto que nos divierta, que nos entretenga, debió pensar el tal Fulgencio ideando aquella maldad --su perversa y retorcida mente no tenía descanso--, valiéndose aquel mes de inicio del otoño de antiguas costumbres que aún les rebrotaban a los internos de vez en cuando: las batallas a pedradas; aquellas particulares guerras en las que las piedras se convertían en proyectiles. Un profundo silencio separaba a los dos bandos, que era roto por un estruendo de voces que, como trueno, rugían en el ambiente del patio, y al instante una plaga de piedra, acompañadas de gritos y mucha furía, caían a uno y otro lado, como ritual purificador, catarsis colectiva, vuelta al estado primigenio: a la ley del más fuerte. En ese trance de enfrentamiento abierto fue cuando Fulgencio empujó al centro de los contendientes a Kruchev en misión de paz, con un trotar raro --el que sólo le permitía a sus pies los pantalones medio caídos, y a medio sujetar por un cordel en la cintura-- portando un pañuelo blanco que enarbolaba en lo alto de un palo; y tanto se metió en la refriega; en la peor zona: en la del tiro cruzado, que una piedra le impactó en la cabeza y lo derribó al suelo; instante para dar por acabada la guerra y hacer balence final: ¡Qué aparatosa es la sangre en la cabeza herida de un tonto! Por supuesto a la monja de guardia le dijeron que se había caído al suelo, mientras lo evacuaban al botiquín a que don Eduardo --un practicante sanitario muy mayor y ya torpe, y del que nadie sabía porqué no lo jubilaban-- con la delicadeza que le caracterizaba --era muy buena gente-- le curara la herida; devolviéndolo después al pabellón donde Kruchev exhibía su herida de guerra en la auforia del héroe, casi con orgullo, riéndose...

Aquel mismo otoño los castañares de Lanjarón --especies arbóreas de gran porte y extensa copa que se prodigaban en abundacia por sus tierras-- dieron una gran cosecha de castañas, ante el alborozo de la madre de Kruchev que no daba abasto recogiendo tan abundante fruto. De seguir recogiendo de aquella manera, aquel noviembre llenaría el saco más grande y voluminoso --pensó la madre-- de los que había llevado al orfanato; y así lo deidió, iluminándosele la cara de alegría al pensar que repartiría más castañas entre los compañeros de su hijo, al que volvería besar; hacía bastante tiempo que no lo veía. Se regocijaba en el feliz encuentro por lo que no reconocía obstáculo alguno para transportarlo hasta el orfanato; ni siquiera la enorme distancia. Su esforzada partida hasta Dúrcal --localidad a unos quince kilómetros en descenso hacia Granada-- por la vieja carretera la dejó exhausta. En la capital del valle de Lecrín, la madre subió el pesado saco y se acomodó junto a él en el tranvía que le llevaría hasta la estación de Armilla. Mientras arrastraba a la espalda aquella carga por la carretera que unía la parada con el orfanato se daba ánimos en sus últimas fuerzas y en la proximidad del final del trayecto. A punto del desfallecimiento muscular logró la madre, al fin, apoyar el saco que le sacaba tres cabezas en altura vertical, sobre la pared del comedor ante el revuelo y regocijo de los internos, que comían en ese momento: ¡Bieeeeennn!... y ahora al juntar las caras ella se apercibió de la herida ya seca en la frente del hijo, y sacando un arrugado pañuelo de un bolsillo de la negra falda, mojándolo en su saliva, lo aplicó amorosamente sobre la huella de la reciente pedrada en la frente, en el agrado y complacencia del hijo: agradeciendo aquella muestra de amor... y aquel año hubo más castañas para sus desagradecidos compañeros que continuaron con sus indolencias hacia él.

Después del feliz encuentro y ya sentado Kruchev en el banco de su mesa del comedor, su cara en la que persistía la misma fealdad de siempre era, sin embargo, un poema de felicidad, hasta que alguien pasando junto a él y dándole una colleja en el cogote le increpó con burla: ¡¡¡Tu madre es más fea que tú!!!..., ¡¡¡tu madre es más fea que tú!!!...; congelando de golpe la sonrisa de dientes sucios de su cara... la que se fue apagando, lenta e inexorablemente, conforme viajaba en el torbellino del agujero negro de una inmensa pena interior que reflejaba, al exterior, una bloqueada expresión de desorientación y desconsuelo, con la mirada triste, pidiendo auxilio como naúfrago en borrascosa tormenta... y en el acto una contenida lágrima se abrió camino en aquel ojo semicerrado, y en el misterio del fluir cristalino del sentimiento humano más antiguo que se manifestara ahora en aquel ojo seco del que nadie vio alguna vez brotara lloro..., mientras las lágrimas brillantes recorrían silenciosas las mejillas..., afloró en aquel rostro "imperfecto" su escondida belleza.



FranciscoMolinaGómez
(... después de algún tiempo juntos en el pabellón de menores te pasaron al otro pabellón, al de mayores, y te perdí la pista --como la de tantos otros--, y en mi afán por recuperar "nuestra" memoria he hallado una fotografía donde estás y he reflexionado sobre aquella "canallería juvenil" de la que no teníamos toda la culpa: éramos, al igual que tú, víctimas en sufrirla también, y hoy no me duelen prendas haber escrito esta justa historia con detalles fabulados, en la que hay muy poco de ficción y mucho de verdad... y en ella me he redimido... ¡hasta siempre Juan!)


















sábado, 15 de noviembre de 2014

EL TÓTEM DE LA MANADA











Dice la vieja cartilla de lobatos:
El tótem es el símbolo que le da un sentido de pertenencia a la manada...
El tótem es único, un símbolo de identidad que acompaña a los lobatos en sus actividades...
El tótem es una representación viva del honor y tradiciones de la manada...
El tótem no debe faltar nunca en las reuniones de manada y en las ceremonias...
El tótem sirve para diferenciarse de las otras manadas...

... y lo que empezó siendo un juego fue derivando, para algunos, en doctrina y en cerrazón de pensamiento de grupo que les llevó a la intransigencia: necesidad de imponer su ideología a los demás... y ahora no sólo profesaban odio a lo diferente sino que exhibían con orgullo aquel rencor que incluso habían transmitido a las anteriores nobles mascotas --el lobo y el águila-- que de esta forma lucían ahora con fiereza en la tela de los estandartes.









Fulgencio de la Calle es Mía, era el guardián del tótem de su manada y lo exhibía muy orgulloso en un rincón del despacho que, como alto ejecutivo de inversiones en bolsa, ocupaba en un conocido y admirado edificio tecnológico a cuya privilegiada situación le había aupado el supremo Jefe Azul de la Manada en un gesto de agradecimiento por los serviles servicios prestados a la causa azul. Constantemente lo miraba intentando inspirarse en aquel emblema: la guía de todos los actos de su vida, su particular talismán en los momentos bajos. Lo contemplaba largamente extasiado de su poder; y allí resguardado en el rincón del despacho que ocupaba en una de las plantas nobles del acristalado rascacielos --cerca de su mesa para no dejar de percibir sus fascinantes buenas vibraciones-- se alzaba sobre delgado mástil el banderín de fondo azul con la figura de una cabeza de águila en mancha negra. Lo amaba, lo adoraba, hasta el punto de que en varias ocasione había proclamado su alabanza en clave lírica; versos que después adaptó a la letra de su himno: "El Gran Águila", cuya interpretación en convocatoria previamente anunciada, presidía el inicio de las habituales reuniones de toda la manada azul, sus seguidores: "El Gran Águila nos guía, somos los mejores; ya viene el águila, ya viene el águila, ya viene el águila, ya está aquí..."; el gran clamor se podía oír allende los confines de la gran manzana, el centro económico de la ciudad.

A Armando Guerra de Rojo, su antónimo, también alto ejecutivo aupado por el supremo Jefe Rojo de Manada en pago a rastreros servicios, no le gustaba ocupar el despacho inmediatamente inferior, por aquello de que le pisara, aunque sólo fuera simbólicamente, Fulgencio el jefe de la manada rival; su peor enemigo. Como jefe de la otra manada poseía también en su cubil el tótem de ésta: un banderín de fondo rojo con figura de cabeza lobo aullando al que en el dibujo se le había ausentado los matices de color del pelo del animal a favor de una amenazante silueta negra. Como no podía ser menos que su contrincante la manada roja también tenía su himno: "El Gran Lobo", cuya letra y música para gloria de la mesnada la había compuesto un "intelectual": reconocido cantautor cuyo glorioso nombre colgaba en cinta del banderín junto al de un furibundo secular y otra fauna del vademécum rojo: los anti... anti esto... anti lo otro...; y de la que se vanagloriaban su seguidores a la llamada de Armando para círculo de reunión, cantando voz en grito, y así acallar los cánticos de sus rivales: "El Gran Lobo nos alumbra, somos invencibles; ¡aúúúh!, ¡aúúúh!, ¡aúúúh!, el lobo aulla aquí...", al tiempo que los lobeznos --iniciados simpatizantes sin oficio en su primera reunión de manada-- hacían su juramento: ¡Obedeceremos ciegamente al Gran Lobo!, dando todos un pequeño salto hacia delante, quedando en cuclillas sobre las puntas de los pies, separando las rodillas, manteniendo la cabeza levantada, los brazos entre las piernas y apoyando la yema de los dedos índice y medio contra el suelo, con los dedos separados. En esta postura de sumisión animal repetían: ¡Obedeceremos ciegamente al Gran Lobo!, para luego saltar todos poniéndose de pié, levantando los puños cerrados de ambas manos a los lados de la cabeza, para desplegar, más tarde, los mismos dedos referidos, simulando las dos orejas del lobo. Al final el jefe de manada Armando saludaba a los nuevos lobatos y les felicitaba por su incorporación a la manada, al tiempo que les regalaba el libro de oro de caza: "El camino del lobo". A partir de entonces ya podrían ir de cacería: ¡¡Muerte al Gran Águila!!

¡¡Muerte al Gran Lobo!!, se oía en el piso de arriba a los aguiluchos ya convertidos en águilas mientras saludaban al jefe de manada Fulgencio al que juraban fidelidad ciega, desplegando los brazos rectos--abiertas las manos al frente--, luego girándolos a los lados simulaban un poderoso planeamiento en el aire; después de que éste le diera la bienvenida al nido: Pronto iremos de caza y sorprenderemos al lobo en su guarida. La gran batalla se mascaba en el ambiente del edificio; es de lo único que se hablaba en los vestíbulos, en los ascensores, en los despachos... con cierto temor de la mayoría silenciosa: clase laboriosa del edificio a las que las dos manadas ignoraban salvo las ocasiones en las que su abnegada y profesional labor les sirviera de trampolín para seguir aupándose sus miembros a los puestos de poder y a los nombramientos directivos de aquella empresa multinacional, especialista en burbujas especulativas de inversión: un gran negocio de pingües beneficios para directivos y altos ejecutivos.

Pronto se tocó a rebato: Convocatoria del Consejo Asesor, en la que bajo la dirección del presidente de la empresa que representaba a los accionistas, dando la palabra a los representantes de los Grandes Señores Azul y Rojo y al más insignificante de la mayoría silenciosa --por aquello de guardar las formas-- se trazaban las directrices futuras de la empresa. En el aire de la convocatoria de la reunión se mascaba la presión de los Grandes Señores, que no olvidemos de una u otra forma con este o aquel matiz gobiernan --o mejor desgobiernan-- el mundo.

Fulgencio despegó de la base donde se clavaba el banderín azul con la cabeza del águila y lo alzó con orgullo delante de su manada reunida de urgencia en su despacho, como pendón que anunciara día de caza, y del que colgaran cintas y cintas de colores con los nombres de "ilustres bienhechores" de la manada entre los que descollaba un impostado obispo y otra tropa del vademécum azul, los pro... pro esto... pro lo otro..., peregrinando en procesión por pasillos y escaleras hasta la sala de juntas generales, mientras cantaban voz en grito su himno: "... ya viene el águila, ya está aquí...", organizándose un guirigai de cánticos, insultos e improperios cuando en el piso de abajo se encontraron con la otra manada que presidía Armando al que le temblaba el pulso de emoción alzando su banderín rojo con la figura del lobo el que agitaba en el aire al tiempo que sus seguidores voceaban su himno "... aúúúh, el lobo aulla aquí...". Así hicieron su entrada ambas mesnadas a la sala en donde les esperaba, ya aposentados al centro de la mesa, a un lado el presidente y los representantes de los accionistas y enfrente de estos la exigua mayoría silenciosa, dejando libres los extremos del alargado tablero: el fondo norte que ocuparon con notorio ruido Armando y su manada roja, y al otro lado, y con no menos revuelo Fulgencio y su manada azul en el fondo sur, sin darse tregua en la ofensas y calumnias, teniendo el presidente, repetidamente, que llamar al orden a ambos jefes.

Aquello más que una civilizada reunión para estudiar y consensuar la viabilidad de las propuestas de mejora de los negocios de la empresa derivó en una sucesión de pateos, reprobaciones, golpes en la mesa... de los dos extremos antagónicos, forzando los unos imponer sus criterios a los otros, poniéndose de acuerdo ambos sólo en un punto: la deriva de aquel cenáculo en una cruenta batalla, la que comprobando inevitable las partes no implicadas abandonaron precipitadamente la sala de juntas donde ya sólo se oían los aterradores gritos de los cachorros de ambas manadas que subidos a la mesa gritaban: ¡¡¡Muerte al Gran Lobo!!!... ¡¡¡Muerte al Gran Águila!!!, mientras arremetían con violencia unos contra otros. Como no podía ser de otra manera Armando y Fulgencio se enfrentaron a golpes con los palos de los banderines, intentando cada uno apoderarse del tótem del otro, en una lucha feroz, sin cuartel, sacando de dentro todo el odio que se profesaban --por momentos era el Gran Águila el que despedazaba con sus poderosas garras y su enorme pico la cabeza del lobo... para en otros ser el Gran Lobo el que clavaba sus poderosos dientes en el cuello del Águila-- hasta caer ambos desfallecidos entre los estertores del dolor de las heridas.

Cuando cesaron los ruidos y calló el último grito y entraron en la sala de juntas las primeras asistencias que avacuaron a todos con heridas de consideración, el presidente comprobó con horror cual tenebroso es el odio que hasta se propaga a los objetos: de ambos banderines se habían escapado sus protagonistas, yaciendo el lobo al lado del cuerpo del águila en un gran charco de sangre --las fuerzas del mal también tienen poderes y pueden hacer que se produzcan tétricos sucesos sorprendentes--. Debido al gran revuelo mediático que los graves sucesos habían producido en la opinión pública, y para evitar que el escándalo salpicara más arriba, todos los componentes de las dos manadas fueron despedidos y sus emblemas quemados hasta desaparecer.

El tiempo que siguió a la feroz batalla, en el que la mayoría silenciosa sin adscripción a color específico alguno se hizo oír, fue un tiempo de paz, de prosperidad para la empresa, de consensos... en la esperanza y confianza de que se difuminaran para siempre aquellos dos colores en un degradado violeta hasta desaparecer, hasta no quedar testimonio de los que niegan el resto del espectro físico que produce la reflexión de la luz natural sobre los objetos... muchos colores... irisaciones de mezclas de colores entre ellos...; vanos deseos pues vinieron otra vez tiempos de radicales disensos, de lucha otra vez por apropiarse del pensamiento de los otros que disentían, de apoderarse con la fuerza, la mentira y el engaño de la voluntad ajena... y así las maliciosas y conspirativas fuerzas que concentraban los ilimitados poderes de los Grandes Señores Azul y Rojo consiguieron "restablecer el orden" en el edificio. Obligaron al presidente a que se nombraran nuevos jefes de manada que por supuesto entraron triunfantes al gran hall del rascacielos con sus jóvenes mesnadas, ante el estupor en las miradas de la mayoría silenciosa que les observaban temerosos su llegada, pues en los tótems que portaban de reconocidos colores y simbología de animales había un pequeño detalle que los diferenciaba de los anteriores: en lo alto de los estandartes, donde colgaban los banderines rojo y azul, con la figura del lobo aullando y del águila en acecho, respectivamente, lucían brillantes a la luz de los potentes focos del vestíbulo, y clavados al final de los mástiles: afilados estiletes de fino acero toledano.

¡¡¡Úúúúúúfffffff!!!, qué miedo.



FranciscoMolinaGómez
(A esos lobeznos y aguiluchos que por no haber vivido tanto se creen que el mundo es una agrupación de scout con divertidos símbolos: cuán peligrosas son muchas veces esas llamadas; esos gritos de "manada" y esos estandartes)










sábado, 1 de noviembre de 2014

ALLÍ DONDE LO INERTE SOBREPASÓ AL SER










Recién llegado intentaba hallar algún compañero..., había mucha gente pero nadie conocido, sólo el lugar... y un montón de fotos expuestas en unos caballetes de madera...



El día dieciocho de septiembre de dos mil cuatro, a las cinco de la tarde (hora de duelo lorquiano), en mi primer reencuentro oficial con el pasado se me reabrieron las antiguas heridas que creía ya cicatrizadas, aprisionado por los mismos muros de antaño, esta vez con claros indicios de abandono. Casi nadie me reconoció. Casi nadie me esperaba. Ese día dije definitivamente adiós al tiempo real que me vinculó a aquél lugar, trasladándolo, quizás por un mecanismo de defensa, al terreno de la creación literaria; un alegato a la verdad de una afrenta cuya triste historia he comenzado a escribir.
Porqué empezar escribiendo sobre un lugar. ¿Es eso importante? Un lugar puede ser sólo un recuerdo borroso en la memoria; ¿pero en qué memoria?, quizás en la del alma, si ésta acaso la tuviera. ¿Porqué evocamos su realidad con imágenes que se pierden en el mundo de los sueños?. Quizás habría que comenzar escribiendo sobre el universo que encierran esas palabras: memoria, imágenes, sueños; pero ¿dónde queda el testimonio de los sentidos? Porqué no escribir acerca de un lugar atemporal del que sólo quedan las emociones y los sentimientos, experiencias que no tienen tiempo.
Porqué no comenzar simplemente describiendo un lugar desde lo vivido, desde lo sentido...; desde el corazón. Confieso que llevo un lugar en mi corazón, a mi pesar... donde la deformidad de lo inerte sobrepasó a la inmensidad del ser








En los confines de Armilla --muy cerca de la ciudad de Granada--, donde el llano se hace campiña en suave ascensión de irregulares huertos hasta la escarpada sierra, en el límite con los Ogíjares, me conjuré con otros antiguos compañeros del orfanato cuando declinaba el verano de dos mil cuatro para exorcizar nuestros propios demonios que aún deambulaban por entre los viejos muros, ahora con claros signos de desidia. Había sido convocado por una inédita Asociación en la que se habían constituido un grupo de antiguos compañeros de orfanato. Las reflexiones de la experiencia vivida aquella jornada avivaron mi pluma hacia el género epistolar. Transcribo la carta fechada el catorce de octubre de dos mil cuatro y enviada a la que en aquel momento era la presidenta de la asociación.

"Estimada Elena, Presidenta de la Asociación de Acogidos del Niño Jesús:

Me presentaré diciendo que soy un acogido, como nos habéis definido desde la asociación de la que eres presidenta, si bien yo me considero un interno del que fuera primero hospicio, después orfanato y por último hogar infantil del Niño Jesús.

El pasado dieciocho de septiembre, con motivo del reencuentro de antiguos internos, al que fui invitado desde esa asociación (lo que agradezco), se me abrieron de nuevo viejas heridas que estaban ya cicatrizadas. Reencuentro por primera vez al que acudí con ansiedad, ilusión y, como no, sobre todo con anhelante curiosidad en las preguntas: ¿Qué emociones brotarán al estar en el mismo lugar donde pasé tantos años... ¿a quién de mis antiguos compañeros iba a ver?... ¿qué aspecto tendrán? ya que a muchos no los veo desde hace más de treinta años... ¿qué monjas irán?... ¿en que estado físico y mental me las voy a encontrar? La realidad fue menos expectante que mi imaginación ya que de entrada me hallé en un sitio relativamente extraño del que han desaparecido los patios de juego de mi infancia y adolescencia. Ya no identificaba los árboles --¿dónde estaban ahora aquellas moreras y acacias que poblaban todo el recinto?--, muchos de ellos grandes ejemplares que no merecieron la tala. Resultaba raro no ver la lámina de agua en el estanque de la patera, el que aparecía raramente cubierto de tierra y plantas...

Sensación que se agudizó cuando, en el transcurso del acto, trataba en vano que mis antiguas tutoras legales (mis monjas) me reconocieran; baldío esfuerzo en mentes saturadas de recuerdos, definitivamente cansadas por efecto del transcurso inexorable del tiempo. Era una cosa extraña: como si al retornar a tu casa --a tu hogar de siempre-- después de un largo viaje, tus padres no te reconocieran. Para colmo de rarezas, cuando de sopetón me encontré con toda aquella masa humana el sistema operativo de mi memoria me daba continuamente "error" pues no reconocía a nadie. Quizás mis "archivos" estaban incompletos. Han sido tantas generaciones, tantos niños, tantos años, tanto tiempo, después, sin vernos que, probablemente, había saturado mi "tarjeta gráfica" e irremediablemente tenía que actualizarla. Pero no acaba ahí la cosa ya que de entre aquella marea humana los compañeros que encontré de mi generación y que nos pudimos identificar, reconocer y abrazar se podían contar con los dedos de ambas manos. Mis expectativas por los suelos.


Me sumergí en todos los corrillos buscando inútilmente más testigos de mi pasado, de mi tiempo...; sólo frustración. Busqué reconocerme y reconocerlos en las exposiciones de fotos. En aquel desorden hallé sólo las mismas caras repetidas..., me aparté de aquellas visiones y busqué el consuelo en los reconocidos aunque algunos eran --o éramos-- difíciles de identificar debido a la avanzada alopecia. Teníamos urgencia de aprovechar cada segundo de aquel momento; posiblemente los últimos que hayamos estado juntos. Tengo que reconocer que reencontrarme con ellos fue muy gratificante; algunos arrojaron de nuevo luz sobre mi memoria, sobre nuestra experiencia de vida colectiva, y hablamos de todo: de lo bueno y de lo malo vivido; de lo próximo compartido y de lo lejano acontecido; de lo escasamente sublime y de lo mayormente mísero de aquel lugar... y en ese debate quedé emplazado con alguno, cuando como protagonistas por ser testigos nos erijamos en autores-creadores del relato de aquel tiempo. Es nuestro deber y obligación preservar el testimonio de aquella historia; de nuestra historia.


Excusa mi atrevimiento por enviarte esta misiva ya que no pertenezco a la asociación, pues lo hago desde el más estricto respeto a las personas que habéis materializado la idea, y al proyecto que habéis puesto en marcha. Mi paso por la universidad de la vida ha marcado mucho mi vocación de ser independiente y la creencia de que cualquier organización debe nacer desde la reflexión y el debate interno. Con ello quiero decir que no entiendas esta carta como crítica al proyecto, sino como mero apunte; reflexión de unos aconteceres que han hecho rebrotar en mí lejanos recuerdos. Y es así, porque no perteneciendo a ningún partido, organización ni idea impuesta desde fuera, sólo soy un espectador de lo que acontece, y como tal me he dirigido a ti. Si algo puedo aportar desde mi voluntaria situación, como alguien que observa desde la barrera, te diré que he apreciado en la dirección de la asociación actitudes personalistas en las formas, centrando la carga emotiva de los actos de aquel día en los que fueron los regidores y dejando fuera al auténtico protagonista: los que fuimos internos; la razón de aquella convocatoria.


Eché de menos que monjas y empleados estuvieran mezclados entre nosotros en animada charla, en un intento de arrojar un poco de luz a su memoria y arrebatarles aunque fuera una sonrisa, un fugaz segundo de reconocimiento a su labor por nuestra parte, e incluso un efímero segundo de perdón por la suya. En cambio en aquella oficialidad y solemnidad del acto, del momento homenaje, del estrado que nos separaba... no pude evitar reconocer cierta indeseable simetría con las otroras rancias representaciones en el salón de actos con las que "agradecíamos su dedicación" a superioras y administradores de turno. En la generosidad y nobleza que venimos demostrando todos los que hemos pasado por allí --¡¡¡pese a lo pasado!!!-- no pongo ningún reparo a los actos de homenaje a las monjas y empleados, sobre todo porque con el transcurso del tiempo han tenido en el pecado la penitencia: porque si bien no se prodigaron en gestos de reflexión, de pedir perdón (hubo mucha infamia entre aquellas paredes), el tiempo --o los tiempos-- les pasó factura. Siempre pienso lo difícil que les resultaría, después, adaptarse a los nuevos momentos; a las nuevas formas; a la pérdida de reconocimiento, de privilegios; a un estado aconfesional; a una sociedad cada vez más laica; a unos nuevos niños que no querían caridad; a unos niños que exigían derechos; al oportunismo, después, de algunos internos que las denunciaron aprovechando el momento álgido de la prensa amarilla --Interviú-- sin reparar en que las responsabilidades hay que encajarlas dentro de su contexto histórico. En fin no entendía el unánime acto de homenaje, aquél día, de los mismos que , casi tres décadas atrás, en la publicación de la revista no le daban el mismo "crédito" a su resignada labor. Así es la hipocresía y miseria humana. Por mi parte, muy alejado de aquellos últimos acontecimientos, siempre he pensado que en aquel tiempo gris les faltó imaginación y les sobró conformidad con el Sistema, con los exagerados procedimientos de disciplina, muchos de ellos violentos; pero por supuesto siempre he reconocido que los factores: lugar y época no jugaron a favor de nadie, tampoco de ellos.


Por otra parte no entendí la presencia de la prensa, antes, durante y después del reencuentro, a no ser por puro protagonismo de quienes la convocaron. Leo los titulares que aparecen en la prensa local --gracias a la generosidad de un compañero que me los ha enviado-- y, respetando las opiniones de cada uno, no reconozco el lugar, ni me reconozco --en las interrogantes que añado-- en muchas de las afirmaciones que aparecen impresas en el papel, manifestadas al reportero por algunos de los convocantes... "en el orfanato aprendimos a ser ¿personas?... sus compañeros son sus únicos ¿hermanos?... ¿el amor? lo recibían de las ¿monjas? y de sus ¿compañeros?... si hay algo que destacar de su estancia en el hospicio son los grandes valores que les inculcaron: ¿generosidad, solidaridad y gratitud?... lo poco que teníamos lo ¿compartíamos? entre todos... llegaron siendo niños, y se fueron siendo hombres con ¿carreras?..."; posiblemente hablaban de otro sitio y yo me había equivocado de convocatoria.

Somos muchos --bastantes de los que no han asistido, creo yo-- los que pensamos que sólo desde la verdad de lo acontecido, desde la necesidad que sentimos de sacar fuera dicha verdad (no es necesaria publicarla en ningún periódico), de exponerla públicamente entre nosotros como terapia reparadora de infancias y adolescencias traumatizadas por el desamor, el desconsuelo, la soledad..., sólo desde esa cura encontraremos nuestra identidad pasada, y lo que es más importante: nos encontraremos a nosotros mismo y, por tanto, ser capaces ya de reunirnos para hablar más del presente y del futuro que del pasado, el que quedará entonces asumido, formando ya parte de nuestras vivencias. Creo que esta es la clave fundamental de futuros reencuentros. Digo esto porque me parece perverso que los auténticos protagonistas asumamos una verdad que no es la nuestra, que nos quieran hacer comulgar con ruedas de molino (practicas ya pasadas pertenecientes a otros tiempos) en ésta época de libertad, en la que afortunadamente estamos. En este punto soy y seré siempre muy exigente. La verdad sólo ofende al miserable.Lo hecho, hecho está. Lo importante es pedir perdón. He aquí la grandeza del ser humano, que como tal comete errores a menudo. Llegado este punto creo que la Diputación, como organismo oficial que nos tuteló, nos debe un gesto de asunción de la culpa de lo que allí se hizo mal, muchas veces con perversidad; de pedir perdón aún cuando sus gestores actuales, obviamente, no tengan nada que ver con los impresentables dirigentes de aquel tiempo. Gesto que debiera hacerse extensivo a reparar, en la medida de lo posible, los casos de extrema necesidad en los que quedaron algunos internos. Les debe una reparación.
¡Cuánta infamia aún se percibe en estos espacios!, susurré en aquel mi primer reencuentro, observando de nuevo, treinta y dos años después, los pabellones.

Me causó gran desasosiego la falta de reconocimiento de la mayoría de las personas allí congregadas, quizás porqué por falta de interés de las generaciones más sufridas --desde los años treinta hasta mitad de los setenta--, abundaba más la gente de las últimas generaciones. Las que vivieron ya en la libertad auspiciada por la etapa democrática en el país. Era lógico ese sentimiento, pues echando la vista atrás, creo que desde mi expulsión (digo bien expulsión) del centro hasta su cierre definitivo pasaron aproximadamente unos veinte años. ¿Cómo sentirnos próximos cuando durante tantos años --treinta hasta el día del reencuentro-- hemos estado por ahí, por esos mundos de Dios intentando remediar las secuelas de lo que nos aconteció en aquel sitio? He tenido que dedicar muchos tiempo y esfuerzo a superar mis miedos, mis traumas, mis complejos..., a formarme personal e intelectualmente..., cayéndome y levantándome a menudo (si algo nos une a todos es que somos grandes luchadores).
El patio de recreo... ¡de recreo: qué ironía!... seguía mostrando la perversidad de los espacios cerrados, pese a que le habían derribado un frente de tapias. La descuidada maleza que brotaba por doquier, paradigma de abandono, no conseguía ocultar su pasado de patio carcelario al que se abocaba a través del sótano: recinto oculto donde pulieron nuestros ángulos más agudos hasta redondearlos. Pude percibir el mismo aire asfixiante de entonces atrapado de por vida en aquel contenedor disciplinario. Me alejé de inmediato a la búsqueda de mis compañeros.  

¿Pero como sentirnos parte de la cadena si allí faltaban eslabones?; los nexos de unión entre las distintas generaciones sólo pueden nacer desde los reencuentros en la verdad, desde la toma de protagonismo por parte de todos. Este protagonismo que con toda buena voluntad se intentó suplir con los reportajes fotográficos y de video --testigos mudos de un tiempo--, debió ser asumido por los que estábamos allí presentes. Faltó ponerle voz a fotos y reportajes. Pero voz viva, no en off. Eché de menos que personas de distintas generaciones hablaran de su tiempo en un intento por conocernos, por sentirnos parte de la misma experiencia vital. A las nuevas generaciones, estoy seguro, les hubiera gustado oír el relato de una parte de la historia del centro; viejas batallas, en algunos de cuyos gestos, a buen seguro, se hubieran reconocido. Y a nosotros nos hubiera gustado oír sus historias, sus anécdotas, las de un tiempo más benévolo pero también complicado en lo personal. Estuvo bien lo del Canto del Loco, pero cuán grato hubiera sido oír aquella música que nos marcó, la de un tiempo que nos robaron --The Beatles...--; en definitiva, como he dicho antes, sentirnos parte de lo mismo aunque en distinto tiempo.

Resumiendo para no aburrir: difícilmente pudo haber reencuentro donde, creo yo, todavía no ha habido encuentro; esa es la asignatura pendiente. Por supuesto entenderé que esta carta pueda acabar en tu papelera, pues parte de su contenido, de lo que viví aquel día, son impresiones de un momento, hechas por un observador que sólo pretende ser veraz con lo que le ha acontecido.

(Época 1956/1972. Francisco Molina Gómez --"Emilio"-- Madrid) "



FranciscoMolinaGómez
(Ahora sin noticias de esta asociación, la misma misiva con las claves de un fracaso constatado es redirigida a quien quiera leerla --carta abierta-- ante la ausencia aún, después de diez años, de contestación)







miércoles, 15 de octubre de 2014

CINCUENTENARIO DE CARTÓN-PIEDRA











Ahora, más de veinte años después, sumidos en una profunda crisis de valores éticos --donde unos pocos con su codicia han empobrecido a muchos-- y estéticos --donde se aplaude a rabiar la zafiedad del mediocre y el necio buenismo de los estúpidos contemporáneos--, con la capacidad de análisis que da distanciarse de los acontecimientos y de las perversas ideologías excluyentes, compruebo con estupor que lo peor que padecemos ahora en este país --profunda y prolongada crisis económica-- tuvo su paradigma contrario en una fabulosa fiesta para la que no reparamos en gastos, aunque para sufragarla tuviéramos que inventar una nueva moneda --el vellón-- y estar muchos años después pagando aquellos dispendios, sin apercibirnos entonces --o sin querer apercibirnos-- que el delirio del pobre sale muy caro.
Fiesta a la que estábamos todos invitados; eso sí, siempre que estuviéramos dispuestos a dejarnos en la ciudad bética --Sevilla-- y en su recinto sagrado por aquellos días --Isla de la Cartuja-- el jornal de un mes y parte del siguiente; pagando doblemente la fiesta.
Sumergidos en aquella histeria colectiva de nuevos ricos, no queriendo dejar pasar la oportunidad histórica de asistir a evento tan importante: Exposición Universal en el año del Cincuentenario del Descubrimiento de América --¡casi ná! nos dispusimos Teresa y yo a viajar aquel octubre de mil novecientos noventa y dos hacia la región del sur, que ya era virreinato del "clan de los sevillanos" --o "clan de la tortilla"-- en un novedoso tren de alta velocidad --AVE-- cuya primera línea: Madrid-Sevilla se había inaugurado para el gran acontecimiento.











El colectivo de viajeros excursionistas del Ministerio éramos fácilmente reconocibles en cuánto nos concentramos en la puerta de embarque del tren de alta velocidad en la estación de Atocha de Madrid, y que aquella tarde nos llevaría hasta Sevilla. Y no es que nos hubieran marcado con una cruz; es que dicha señal la llevan invisiblemente grabada en la frente algunos empleados de lo público, hablando a voz en grito de que están en tal Área del Ministerio, en el que ejercen la jefatura de cual Sección, para que la gente lo escuche alto, para que se enteren que es un privilegiado trabajador fijo --eficiente, por supuesto--; ocupación profesional a la que ahora daba una "merecida" pausa --el descanso del guerrero-- aquél espécimen de funcionario-excursionista, ya en la cincuentena, de mediana estatura y complexión fuerte, mostrándose nervioso sin dejar de resoplar en la fila de espera del embarque al tren, con ese bufido de los cabestros antes del salir a la plaza. Actitud que mantuvo durante el viaje --rá-ca, rá-ca, rá-ca-- muy cerca de los asientos que ocupábamos mi mujer Teresa y yo.



En su verborrea contó a todos los que ocupábamos el coche --su garganta-altavoz no daba otra opción--, y con todo lujo de detalle, la singularidad del futuro alojamiento durante unos días de aquel colectivo de agraciados: unos pequeños bungalows de madera que el Ministerio había construído temporalmente cerca del Guadalquivir y que alguien del Negociado de su Sección ya le había relatado de un anterior viaje-excursión a la Expo: ¡Jájájá!... nos vamos al campamento, como en la mili... ¡¡Tararí!!, ¡quinto levanta tira de la manta que viene el capitán con un peazo pan!... cuando yo hice la mili...blá, blá, blá... Demasiado tarde, eran los últimos días de la Exposición y no íbamos a renunciar a ella con tan asequible alojamiento por no aguantar las desabridas gracietas, los desafinados canturreos y las insufribles experiencias vitales de aquel "cabestro" con el que de forma intermitente nos íbamos a cruzar aquellos días.

La extraña visión, ya de noche cuando llegamos al lugar, de un montón de cajas de madera numeradas --unas contiguas a otras, formando calles-- flotando en un mar de grava blanca, nos produjo cierta hilaridad a Teresa y a mí: ¡Dios santo!, ¡qué es esto!... ¡Jájájá! Dejamos el equipaje en el bungalow asignado, nos aseamos y salimos escopeteados hacia lo que ya suponíamos sería una ciudad mágica; y en verdad no nos defraudó: ¡Jóder!, esto es otro mundo, ¡es un sueño!... ¡qué pasada!; todos los calificativos que proferíamos se quedaban cortos ante la visión de lo que se nos mostraba: un espectáculo de otra galaxia, plagado de extraños edificios tecnológicos de tensados cables y arriesgadas estructuras desafiando las leyes del equilibrio por entre los que se prodigaban todo tipo de artefactos de la historia de los viajes de la era moderna y contemporánea, y que resaltaban fantasmales a la luz de los potentes focos sobre el negro puro de la noche sevillana; negrura de fondo a la que ponía calor, como en un país de ilusión, las luces de todos los colores imaginables que refulgían desde los edificios, desde las amplias avenidas donde, aún de noche, los árboles lucían verdes... fantasías que se reflejaban en las alegres y felices caras de los visitantes... muchas gentes... gentes de todos los sitios del mundo.



Al borde del lago, donde nos sirvieron una deliciosa y muy cara cena, brindamos por aquella oportunidad tan extraordinaria; contemplando durante la extensa velada nocturna todo aquel novedoso firmamento de luces estáticas o las otras en movimiento dejando un reguero brillante: la del tren monorrail que levitaba sobre nuestras cabezas y las de la barcaza que surcaba el lago artificial a cuya rutilante cubierta viajaban también algunos visitantes; descubriendo, a ratos, las siluetas de los edificios que se reflejaban, con seductores brillos, en las aguas de la otra orilla, destacando muy brillante el Pabellón de España; y todo ello mientras degustábamos las ricas viandas que atentos camareros iban colocando en la mesa, a la que se asomaba, indiscreto desde su prolongada altura, uno de aquellos artefactos viajeros de la era electrónica: la impresionante maqueta a gran tamaño del cohete espacial Apolo XI... todo era irreal... todo era fiesta... todo era alegría..., pero aquel mundo ilusorio, como todo lo mundano, tenía hora de cierre: a las tres de la madrugada se fueron apagando los focos, la música fue callando y un telón oscuro se cernió sobre el recinto ferial; eran los últimos días de feria y la fiesta se tomaba una pausa más, la que aprovechamos nosotros para ir a descansar en nuestra reciente casita de madera.

Posando delante del Pabellón de España la misma noche de nuestra llegada

Coger un taxi con todos los visitantes saliendo a la vez constituyó una epopeya en forma de interminable cola de gente en la que esperamos más de una hora hasta que, por turno, agradecimos las chirigotas sevillanas que salían de la boca del conductor sin dejar de sonreír de oreja a oreja; amabilidad que más tarde entendimos llevaba el impuesto de la propina forzosa, al sorprendernos la actitud remolona del taxista a devolvernos el sobrante del pago de la carrera desde el recinto al poblado de bungalows --le habíamos entregado cinco mil pesetas--; el que seguía con las mismas chirigotas y la misma sonrisa sin soltar la guita: ¡Eh, jefe!, dénos la vuelta que tenemos mucho sueño...: ¡Ah, perdón!... Aquello nos previno de que al hilo de todo aquel montaje, se habían agregado toda una patulea de nativos que ofrecían servicios en busca de los pardillos visitantes: ¡Oye!, no te parece que el taxista ha tardado mucho en recorrer este distancia --le señalaba a Teresa en un mapa el recorrido marcado que era manifiestamente más corto que la distancia que habíamos recorrido con el taxi--: sin lugar a dudas habían dado el disparo de salida del "tocomocho" a los visitantes.

Por si esto no fue bastante mal rollo, al entrar en el bungalow de recepción a recoger nuestra llave no nos podíamos creer la escena: el "cabestro" cerca de las cinco de la mañana --aparentemente muy fresco, sin signos de cansancio ni de sueño-- le contaba una milongaza de no sé que historia al sufrido recepcionista de noche, agregándose a nuestra inquietud de prevención ante los nativos, cuando entre nosotros, mientras el conserje buscaba nuestra llave, hablábamos aún de la extraña actitud del taxista: Hay que tener mucho cuidado con toda esta gente; son todos iguales; a mi también me ha pasado esta noche cuando mi parienta se ha empeñado en que la llevara a la Expo, ya sabe usted como son las mujeres... blá, blá, blá..., y en su interminable cháchara nos escabullimos estratégicamente, dejando abandonado y a su suerte al recepcionista que sujetando la cabeza con ambas manos, apoyados los brazos en el mostrador y con cara de hastío, hacía esfuerzos inhumanos por permanecer despierto... blá, blá, blá...; hay trabajos temporales que no están lo suficientemente bien remunerados.

El día siguiente fue el de máximo aforo de todos los días de la Expo y uno de los más calurosos. Ya por la mañana, atravesando a pie el puente nuevo --puente del Cristo de la Expiración-- que comunicaba el barrio de Triana con el recinto ferial, pudimos apreciar el intenso flujo de personas con el mismo destino, al que transitábamos protegiéndonos del sol bajo las lonas de las estructuras tesas que cubrían las zonas peatonales del mismo puente. Al entrar en la artificial ciudad, aquello era distinto: con la intensa luz del día el mundo ilusorio de la noche había perdido su magia, aunque habíamos ganado en perspectiva visual, comprobando la gran extensión de aquel parque temático en donde no sabíamos por donde empezar. Bueno, en principio por un buen desayuno en uno de los numerosos restaurantes que se prodigaban repartidos estratégicamente en improvisadas zonas de encuentro y descanso, y cuando estábamos a punto de acceder al bar un cierto revuelo de personas y coches oficiales cerca llamó nuestra atención: ¡Ánda!, no es aquella la reina Sofía... : ¡Pues sí!

Aquella suerte de que te abrieran preferentemente el paso en cualquier pabellón de los señalados como más interesantes, y que formaban frente en los paseos, avenidas y calles temporales, no era privilegio para el común de los mortales y por ende para nosotros. ¿Cómo evitar las interminables colas que ya, a primera hora de la mañana, perfilaban en largas hileras de personas las entradas a aquellos pabellones que mejor representaban el espíritu de los grandes viajes --Pabellón de la Navegación-- o esos otros que, aludiendo al futuro, presentaban los más recientes adelantos tecnológicos --el de Canadá que exhibía en su sala de proyecciones para quinientos espectadores el novedoso sistema de cina imax...y otros--, asistencias muy solicitadas que habían conformado, en los últimos días, dos tipos de visitantes que eran mayoría: los sufridos de a pie y los "enchufados" que entraban por la puerta de atrás, asistidos por sus padrinos con un puesto de dirección relevante dentro del pabellón, y un subtipo, menos numeroso pero muy efectivo, que tenía que ver con el sorprendente aumento en el alquiler de sillas de ruedas en Sevilla y alrededores --según decían--, y en la picaresca nacional: algunos visitantes haciéndose pasar por discapacitados con inmovilidad, tenían entrada preferente en cualquier pabellón; y ¡cómo no!, también el acompañante; sobre todo éste que entraba al vestíbulo atravesando la interminable fila y, mientras empujaba la silla, mirándote de soslayo con impostada sonrisa que insinuaba cierta guasa.

Ya no había tiempo: había que aguzar el ingenio para evitar perder las horas de aquel día detrás de las mismas personas, oyéndoles las mismas fútiles conversaciones, pendientes de que nadie se te colara: ¡¡¡Ehh, tú, a la cola!!!, un desastre para el principal día de fiesta programado durante algún tiempo. Después del desayuno y recordando a un conocido que era jefe de seguridad en el Pabellón de España contacté telefónicamente con él desde el mismo recinto: Tú ponte a la cola de las once y queda muy atento; te haré una señal cuando pase junto a tu lado... :Bueno, somos dos, mi mujer también... : ¡Vale! Cuando a la hora señalada nos incorporamos al final de la gente que ya esperaba, aquello no era una fila inteligible sino un barullo de personas, intentando todas colarse para ser los privilegiados seres en ocupar una de las butacas de la novedosa sala de cine que presentaba como exclusiva aquel pabellón.

Y no fue para menos ya que una vez colados por el conocido y después de muchos empujones y algunos suaves codazos conseguimos dos de aquellos asientos --extrañamente inclinados hacia la gran pantalla que cubría la superficie del espacio cupulado--, éstos, con el inicio de la proyección sobre la gran pantalla curva, empezaron a moverse --no sin cierto inicial repullo-- hacia un lado y su contrario, hacia adelante y hacia atrás..., como si la butaca intentara expulsarnos de su mullida piel, al mismo ritmo del trote de los animales que tiraban de una calesa andaluza en la que éramos paseantes protagonistas; invisibles en la enorme pantalla: sólo visualizábamos las cabezas de los caballos que tiraban de ella... ¡íbamos montados en una carroza virtual!... una experiencia única pero desequilibrante, a la que se añadieron otras en las que el desayuno intentaba salir del estómago al girar el asiento hasta ponernos boca arriba mirando al interior de la cúpula para apreciar el cosmos en el fascinante documental de un firmamento estrellado... y así hasta el final de tal suerte que cuando salimos de la sala percibimos cierta desorientación, posiblemente debida al mareo por la falta de costumbre de que te muevan todo el rato tu butaca en el cine; el mismo aturdimiento, creo, que padecían a la salida los demás espectadores; desconcierto que aprovechaban los vigilantes para empujarnos hacia la calle, sin posibilidad de ver los otros espacios del pabellón. En la puerta continuaban las mismas cruentas batallas por entrar.

¿Y ahora qué?, ya no teníamos más conocidos que nos pudieran franquear de una manera rápida la entrada a algunos de los pabellones que ya habíamos señalado con una flecha en la guía que recogimos a la entrada del recinto, y a fin de que no nos sucediera lo mismo --lo de hacer cola me refiero-- a la hora de almozar en uno de aquellos restaurantes, decidimos temprano adelantarnos a toda la turba visitante. Vano deseo, las mesas que no constaban reservadas, ahora ocupadas, estaban apalabradas hasta bien entrada la tarde... un desatino que al empuje del apetito que, debido a toda aquella movida, se había instalado con vocación de permanecer en nuestros estómagos, intentamos solucionar de manera urgente acudiendo a algún coche-chiringuito de perritos calientes que abundaban... no hubo ninguno libre... en todos se arremolinaba la gente, desesperada por conseguir tan codiciado manjar; así que elegido uno hubo que hacer grandes esfuerzos de avance y derribo del más próximo hasta que cerca de una hora después, y algo deshidratados, poder llegar hasta el elevado mostrador donde comprobamos que aquella interminable fila de personas, con la cara pegada a la formica blanca del lateral del coche, querían lo mismo que nosotros, esgrimiendo todos el mismo gesto de súplica en la lástima que mostrábamos también nosotros en la anhelante petición.

- ¡Por favor!... ¡por favor!... ¡por favor!... ¡¡dos perritos calientes y dos botellines de agua!!; conmiseración de gestos que no apreciara el "loco del gorrito blanco" que nos dominaba en altura, el que al contrario con gran desprecio sólo daba voces: ¡No tengo agua ni refrescos, s´hánacabao!... ¿Kéchu o motasa?... : ¡Da lo mismo, lo que tengas!, le suplicamos apremiándole. Salimos como pudimos --protegiendo ambos, sendos tesoros-- dirigiéndonos a continuación a cualquiera de las máquinas expendedoras de bebidas que se prodigaban por el recinto: ¡Inaudito!, todas a las que acudimos desesperadamente sedientos habían agotado las bebidas. Tuvimos que ir marcando en el plano, conforme las íbamos localizando, las fuentes de agua potable que se repartían por el ferial a fin de saciar la sed el resto del día.

La tarde la dedicamos a visitar los pabellones a los que nadie acudía: estábamos casi sólos; un auténtico placer sino fuera por el irrelevante interés de los objetos que exponían, que nada tenían que ver con las grandes epopeyas viajeras de la humanidad; así que durante aquellas horas nos dedicamos a visualizar las cosas más raras que se nos ofrecían a la vista: una extraña escultura erótica de madera en el Pabellón de Jordania --creo--, la maqueta completa de la Meca en el de Arabia Saudí... la estatua de no sé qué dios en el de Singapur... unos extraños capiteles en el de Malasia... una jaima de Emiratos Árabes...; cualquier habitáculo con poca gente servía, incluso el de cervezas "Heineken"... todo muy cuestionable para lo que consideraba gran acontecimiento que justificaba aquella fiesta y el esfuerzo personal y económico de la visita.



Llegada la noche, reventados de tanto andar de un sitio para otro, con los pies descalzos y a remojo para aliviarlos en uno de los estanques que recogía el agua de una de las numerosas fuentes --íbamos de fuente en fuente para intentar calmar aquel insufrible calor--; ésta ya no nos pareció tan mégica por lo que nos fuimos pronto a ver si nos daban de cenar en algún sitio y después recogernos a tiempo para descansar de la intensa y ajetreada jornada. Bueno no todo fueron contratiempos: al recogernos más temprano que el día anterior evitamos encontrarnos con el "cabestro" al ir a recoger la llave del bungalow; la que nos dió un conserje aparentemente cansado, y el que cruzó los dedos cuando le mencionamos la ausencia del que ya temía más que a una vara verde: ¿Hóóómbre?, no está aquí el jefe del Ministerio... : ¡Ánde, calle, calle!, que me va a volver loco... no sé si es humano: nunca duerme, nunca se cansa...¡nunca calla!



Loquito lo tenía ya cuando muy temprano --nos habíamos levantado nada más clarear para aprovechar el día-- le contaba al paciente "Job" que habitaba detrás del mostrador sus andanzas del día anterior: Cuando llegamos la parienta y yo a la Expo ¡ahúúú que colas de gente en todos los sitios!... pues mi menda entró en todo lo que me dio la gana... ¡hómbre!, tengo muchos contactos por mi cargo de responsabilidad en el Ministerio... ¿con quién crees que estás hablando?... no tienes ni pajolera idea... vamos con decirte... blá, blá, blá..., al que interrumpimos con el beneplácito y agradecimiento del conserje al que hicimos una observación al tiempo que le entregábamos la llave: Al ir a ducharnos hemos comprobado que el grifo del agua caliente no funciona bien... :¡Ah, vale!, lo comunicaré... , no dió tiempo a decirnos a quién ya que inmediatamente le interrumpió el "cabestro": Bueno, los grifos de mi bungalow no funciona ninguno bien, ayer al ir... blá, blá, blá...; y con cierta piedad, aunque con la inevitabilidad de dejarle sólo ante el peligro nos despedimos del conserje, el que, en la explicación de la reparación de la grifería, se esforzaba en retenernos aunque fuera algún rato más.

A la vista de lo vivido el día anterior, aquel dia acordamos visitar Sevilla, ¡qué delicia!: mientras todos estaban en la Expo nosostros desayunamos relajados en el intimista y tranquilo ambiente de una recóndita placeta del popular barrio de Triana, entre naranjos; visitamos los alrededores de la Real Maestranza: los tipicos bares con la añeja decoración de azulejería artística, percibiendo el olor a bodega antigua, el de los finos, el de las tapas...; descansamos en la ribera del Guadalquivir saludando a su guardiana más antigua: la Torre del Oro que coqueta todavía a su edad se miraba insistentemente en el espejo de las aguas del caudaloso río, en el que al frescor de una de las orillas almorzamos sin mesas reservadas, sin empujones, sin atropellos, relajadamente felices... para dar paso al programa --ya bien saciado el apetito y descansados después de una apacible siesta-- del resto de la tarde: quemar los últimos cartuchos en la Expo, evitando de nuevo las colas de personas, obviando el interior de los edificios y disfrutando de los exteriores: las excursiones en el tren monorraíl o en la barcaza del lago; posando delante de la estatua o de la barca vikinga... y por la noche, sentados en la misma ribera del artificial lago, éramos uno más de los sorprendidos espectadores en el agrado y disfrute de la colorista proyección de imágenes sobre el invisible chorro de agua descompuesto en infinitas y finísimas gotas que brotaban de la lámina de agua, con el extraordinario efecto visual --al compás sonoro de la música-- de surgir del vacío de la noche, festivamente animado y en grande, el logotipo de la Expo --aquel pájaro raro: Curro-- y todo tipo de sugerentes imágenes en proyecciones de películas ligadas al acontecimiento; y como colofón a la fiesta: la renovada fascinación de siempre, vibrando con la emoción de la pólvora de los fuegos artificiales que explosionaban en lo alto de la oscuridad en cascada de brillantes fuegos rojos, verdes, blancos... y la traca final: todo el arco iris iluminando de fiesta el cielo de la noche sevillana. Una excelente despedida.






A la mañana del día siguiente, mientras esperábamos con los equipajes a punto el autobús que nos trasladaría hasta la estación de Santa Justa, en el centro de la capital sevillana, no nos sorprendió el jaleo de las voces del "cabestro": ¡¡Tararí, tararí!!... ¡se nos acabó el campamento!... ¡nos licencian!... ¡nos vamos para casa!... ¡¡¡¡tararí, nos vamos para Madrid!!!, y que profería en medio de la expedición, despidiéndose a voz en grito con la mirada dirigida hacia el campamento de bungalows de madera, que ahora esperaban a la última remesa de funcionarios. Del viaje de vuelta, muy cerca de él en el tren AVE, mejor no hablar; la misma garganta-altavoz de siempre sobrepasada de decibelios y de estupideces, hiriéndonos los oídos: ¡A ver todo el trabajo que me voy a encontrar ahora en el Ministerio!... cuando llegue seguro que me encuentro todo mangas por hombro... es que estos subordinados son unos mantas... en cuanto falto, la lían... rá-ca, rá-ca, rá-ca...

Pocos días después: el final de la Fiesta. Cuando se retiraron los fastos y se acabaron los fuegos artificiales que durante muchos días habían dibujado de colores la noche, y la luz del día mostró la cruda realidad de país, afloró en el lugar, sustituyendo a aquel mundo ilusorio, toda una ciudad de cartón-piedra.





FranciscoMolinaGómez
(De todo aquello hubo ratos muy buenos, pero lo mejor sucedió después: no hemos vuelto a cruzarnos con el "cabestro")