jueves, 19 de diciembre de 2013

SIGUE LA ESTELA DE LA ESTRELLA...












Hace muy poco releí aquel cuento que había escrito casi treinta años atrás y me he sorprendido a mi mismo por ese lenguaje tan simple, tan directo y tan infantil, y no queriendo renunciar a nada de lo que fue mi inicio autodidacta en el empeño de escribir, he querido recuperarlo como regalo para estas fiestas de Navidad; ¡qué mejor ocasión!
La situación está extraída de la realidad: aún recuerdo aquella paloma que un día nos visitó en el orfanato, quedándose a vivir con nosotros en la torre --entre amigos, adoptándonos mutuamente-- durante una larga temporada. Un día se marchó cuando ya era nuestra mejor amiga y no la volvimos a ver más; ¡qué pena!
En los días siguientes, recordándola, ansiábamos poder volar como ella y así evadirnos de aquel cerrado y opresivo recinto; sólo un sueño.

Dedicado a los niños que fuimos y a todos los que ahora son, en especial a mis nietos: Inés, Pablo y Daniel











- ... cuarenta y uno..., cuarenta y dos --Gafosito iba contando los escalones que conducían a la torre, mientras los subía tan deprisa como sus pequeñas piernas le permitían--... cuarenta y tres... y ...¡cuarenta y cuatro!

- ¡Uff, al fín!! --dijo una vez alcanzado el suelo de baldosín de color tostado.

Toc, toc, toc, toc..., como el galopar de un caballo desbocado, intentando salirse de su pecho parecía su corazoncito que se palpaba con una mano, mientras que con la otra se sujetaba las gafas, siempre a punto de caérsele.

Desde muy pequeño Gafosito usaba unas enormes gafas que apenas dejaban ver la cara y que cuando corría le bailaban en la nariz. Sus gafas era lo primero que se apreciaba de su cara, de tal suerte que los demás niños del "Hogar" le llamaban por aquel mote: Gafosito, lo que no sólo no le importaba, sino que, al contrario, le parecía divertido.

A simple vista nadie diría que era distinto a cualquier otro niño de la calle, pero mientras éstos vivían con sus padres, Gafosito ni siquiera tenía conciencia de haberlos conocido. Una desdichada enfermedad agravada por la penuria económica había acabado con sus vidas cuando él apenas apuntaba dos años de edad. Desde entonces vivía recogido con otros niños huérfanos en el "Hogar" --como le llamaban-- al cuidado de la hermana Isabel.

Gafosito fue creciendo entre el cariño de la hermana Isabel y el juego.

Pero hay una edad en la que el niño deja de serlo un poco porque a su alrededor se va desmoronando el mundo mágico que ha fabricado. Empieza a adentrarse en los preliminares de la pubertad y a hacerse preguntas; algunas sin respuesta. Para cuando Gafosito cumplió los siete años, no había duda que su mundo de ilusión había terminado. Hasta ese momento había sido un niño extrovertido, alegre y hasta divertido; pero a partir de entonces se recluyó en una coraza en su preocupación por saber donde estaban sus padres.

La hermana Isabel, que era como una madre para Gafosito, le explicó que sus padres vivían pero no en la tierra sino en otro lugar más maravilloso llamado: cielo. Gafosito insistió una y otra vez, ante la hermana Isabel, en querer saber de ese sitio, para algún día poder ver a sus padres.

Una de estas veces la hermana Isabel cansada de la insistencia de los ruegos de Gafosito le dijo.

- Hijo mío, el cielo está muy alto, tan alto que es imposible llegar a él.

Esa imposibilidad de ver y alcanzar el cielo es la que obsesionó a Gafosito con las alturas y, desde entonces, siempre que podía subía a la torre tan deprisa como sus pequeñas piernas le permitían y contando todos los escalones.

Uno de esos días, una vez alcanzada aquella altura, y como se aburriera, se acercó a uno de los huecos de la torre y se quedó mirando fijamente arriba, a lo que creía era posiblemente ese cielo del que le había hablado la hermana Isabel y se quedó escudriñando cada rincón del mismo, deseando que alguien le saludara o le hiciera una señal. El cielo aparecía más azul que nunca, contrastando con el ocre del ladrillo del ventanal, perdiéndose en la serranía del fondo aún con algo de nieve aunque se estaba acabando el verano, y de repente gritó a viva voz, dirigiendo su mirada hacia lo más alto.

- ¡Por favor!... ¿¡hay alguien ahííí!?

Desde abajo un grupo de tres niños que jugaban en el patio, advertidos por el grito, le increparon.

- ¡Gafosito... estás chiflado --le decía a grito pelado el mayor del grupo.

- ¿Pero que hará ése siempre subido a la torre? --preguntaba el más pequeño.

- ¡Estás como una cabra! --le gritó el tercero, disponiendo las manos como un altavoz.

Gafosito se tapó los oídos, y como el grupo de niños fue aumentando y éstos persistían en su ánimo, vociferando cada vez más fuerte, se volvió hacia el otro lado de la torre.

Desde esa posición nada se oía, ningún ruido le molestaba; todo permanecía aparentemente inmóvil: la sierra al fondo; la campiña más cercana; y entre medias la ciudad.

Aquella paz: la tranquilidad que se respiraba a raudales, el olor de la mies que se esparcía por el campo y que ascendía hasta la misma torre, provocaban en Gafosito un sentimiento de confianza inspirado en la naturaleza, más fuerte que el que le inspiraban las personas. Todo era como un presagio de que algo iba a ocurrir; algo bueno, no sabía qué, pero lo presentía --en la forma en que un niño puede presentir un suceso--, o más bien lo deseaba --con la fuerza que un niño desea una cosa--, y con ese esperanzado presentimiento se entusiasmaba observando la alta sierra, con su cambio de color conforme el sol la iba recorriendo, y se decía para sí.

- Algún día cuando sea mayor escalaré esas montañas y desde lo más alto llegaré al cielo y veré a mis padres y ... --no acabando la reflexión de aquel agradable propósito pues en ese instante, sobresaltado por un ruidoso aleteo, se distrajo de sus montañas, de su cielo y del feliz encuentro con sus padres.

Asustado Gafosito miró hacia atrás, hacia donde había escuchado el ruido, comprobando que una paloma se había introducido, con gran alboroto, por el ventanal abierto de la torre que daba al patio.

No había visto nunca tan de cerca una paloma, por ello, con el animal enfrente mirándole fijamente, no se reponía aún del susto.

Lentamente sin dejar de darle la cara al ave se deslizó por la pared hasta el rincón donde guardaba una espada de madera y esperó en el mismo, esgrimiendo ésta en actitud amenazante, a que aquella atacara.

La única acción de la paloma fue hurgarse con el pico, repetidamente, el denso plumaje, cayendo un resto de plumón blanco al suelo. Después permaneció quieta y majestuosa. A la vista de ello Gafosito soltó la espada y se acercó lentamente al animal. Cuando estaba tan cerca que casi podía tocarle, el ave alzó un corto vuelo para posarse en el alféizar de ladrillo del ventanal por donde había entrado. Gafosito creyó que la había espantado y que, irremediablemente, iba a emprender vuelo.

Pensó que no debía acercarse hasta donde estaba; luego empezó a requerir sus atención haciendo extraños sonidos con la boca, como si la estuviera besando.

- ¡Muá!, ¡muá!, ¡muá!... --repetía disponiendo los labios a modo de pequeño hocico.

La paloma después de observarle un rato, bajó hasta el suelo de baldosín emitiendo graves sonidos, mientras su vientre se contraía y dilataba, muy cerca ya de donde estaba Gafosito. Éste se agachó y, como quiera que no apreciara desconfianza en el ave, le pasó su mano por el rechoncho cuerpo comprobando la suavidad de su plumaje entre blanco y moteado ceniza, recogido todo él en una redondeada cola.

Entonces la paloma empezó a bajar y subir repetidamente la cabeza en un además de picotear el suelo; lo que le produjo gran risa.

-¡Já!, ¡já!, ¡já!..., ¿pero que te pasa?..., ¿es que quieres hacer un agujero en el suelo?..., ¡ah!, ya sé, lo que tienes es hambre ¿verdad?

En un rincón de la torre había almacenados varios sacos de granos de maíz y de pipas de girasol que se guardaban como semilla. Gafosito no dudándolo un segundo, abrió uno de los sacos e introduciendo sus pequeñas manos cogió un puñado de maíz que puso delante de su pico. La paloma, no estando quizás acostumbrada a tanto festín, se quedó por un momento olisqueando el grano que seguidamente fue engullendo con gran fruición.

- ¡Anda que no tienes hambre! --le hablaba Gafosito a la paloma, como si fuera una persona.

- Oye..., si quieres puedes quedarte y ser mi amiga. Porque, la verdad, ahora tengo muy pocos amigos. Los otros niños creen que estoy loco porque me gusta subir sólo hasta aquí, en vez de jugar con ellos --le seguía hablando Gafosito, sin dejar de acariciarla.

- Oye... sabes..., no siempre estoy sólo aquí; tengo un montón de otros amigos que me visitan..., mira todos esos gorriones --le decía señalando a los pájaros que revoloteaban desde las ramas de las moreras hasta el tejado--..., yo creo que me conocen y me saludan. ¡Sabes?, algunas veces se meten aquí en la torre pero ninguno se queda, cuando voy a acercarme se espantan.

- También sé donde hay un nido de golondrinas --Gafosito se levantó y se dirigió a uno de los abiertos ventanales señalando un nido de barro que había debajo del alero del tejado--..., ahora no están. Son dos, pero no sé si son mis amigas porque siempre están ahí arriba y nunca bajan a verme.

A Gafosito se le hizo de noche jugando y hablando con su ya amiga la paloma. Entusiasmado por la visita, no se había apercibido que los días eran más cortos. Posiblemente fuera aquel el día más btreve de su vida.

- ¡Andááá, la hermana Isabel! --exclamó echándose las manos a la cabeza.

Acomodó a la paloma en un rincón y rogándole que no se marchara y se precipitó escaleras abajo, más deprisa que lo que sus pequeñas piernas le permitían.

Se podría decir que la hermana Isabel era todo bondad envuelta en hábito religioso. A Gafosito, y desde muy pequeño, le había intrigado aquella forma tan rara de vestir, y sobre todo le hacía mucha gracia aquel gorro tan raro, con dos alas, como si en cualquier momento pudiera echar a volar. También le divertía mucho cuando entre los densos ropajes hacía aparecer: rosarios, crucifijos, tijeras, silbatos..., como si de un prestidigitador se tratara.

Pero cuando encontró a la hermana Isabel, ésta vez, no le pareció tan divertida y menos aún después de castigarle sin subir a la torre por haber llegado tarde a la cena, amenazándole con cerrar la puerta con llave.

Cuando Gafosito se fue a la cama esa noche estaba muy disgustado y preocupado por su reciente amiga la paloma. Como no podía conciliar el sueño se fue hasta la cama de su amigo Sabiote, algo mayor que él, y le despertó. Quería que le contara cosas sobre las palomas que tenía su padre en la casa del pueblo, de las que le había referido alguna que otra vez.

Su amigo Sabiote con signos evidentes de sueño y no saliendo de su perplejidad se negó, dándose media vuelta en la cama e intentando dormirse de nuevo. Gafositó insistió.

- ¡Anda!, cuéntame aunque sea un poco, ¡por favor!... sólo lo de los mensajes, ¡anda!

Su amigo, algo más despierto y sabiendo de la terquedad de Gafosito, le contó que su padre había sido un gran aficionado a las palomas; dándole, a continuación, detalles de cómo amaestró a una de ellas, la más grande y fuerte, como paloma mensajera.

Como Gafosito mostrara mucho interés por el relato de su amigo, éste acabó por despertarse del todo y, entusiasmándose en sus recuerdos, prosiguió el relato, iluminándosele la cara.

- Mi padre me dejaba la paloma mensajera a veces, para que yo practicara; llevándomela hasta el palomar que tenía en la terraza de su casa un amigo mío que vivía en el pueblo de al lado... ¡no te creerás!... pero aprendió el camino de vuelta a mi casa... y el de la casa de mi amigo. Un día la solté con un mensaje para mi amigo enrollado en una de sus patas y ... --Gafosito no le dejó continuar, deseoso de que le contara lo que realmente quería saber sobre todo lo demás.

- Sí, ¿pero como hacías lo de los mensajes? --le apremió muy interesado.

- Bueno, lo escribes en un papel que no sea muy grande, lo atas con un hilo a una de las patas de la paloma, procurando no apretarle para no hacerle daño y la sueltas desde un sitio alto... --entusiasmado Gafosito no le dejó terminar.

- Por ejemplo desde la torre del Hogar, ¿no te parece? --le instaba Gafosito a quién se le notaba muy feliz.

Los pasos de la hermana Isabel que se oyeron al final del pasillo hizo que Gafosito se fuera rápidamente a su cama. Aquella noche se durmió pensando que es lo que había que decir a unos padres con los que nunca había hablado.

Al día siguiente después del desayuno contó los cuarenta y cinco escalones hasta alcanzar el suelo de baldosín de color tostado. No hizo falta casi ni empujar la puerta.

- Gracias, hermana Isabel --fue lo primero que dijo cerrándola de nuevo.

Los incipientes y madrugadores rayos de sol acariciaban a la paloma que arrojaba sobre el suelo una alargada sombra, la que se movía continuamente, al mismo ritmo que ésta picoteaba los restos del festín del día anterior. Gafosito después de saludarla, dándole los buenos días, sacó del bolsillo del pantalón un trozo de pan de hogaza de su desayuno y partiéndolo en diminutos trozos los dio a comer a su amiga. Quería que estuviera muy fuerte para llevar el mensaje a sus padres hasta el cielo.

Aquel día la paloma efectuó un corto vuelo hasta el tejado de una granja vecina, ante la expectación de Gafosito, quién la había lanzado desde uno de los huecos abiertos para que se familiarizara con el entorno y comprobar, de modo propio, si después volvía a la torre, tal como le había dicho su amigo Sabiote.

La paloma volvió, ante el regocijo de Gafosito, con el mismo alboroto de la primera vez. A partir de entonces efectuó muchos vuelos, posándose siempre en los tejados de los caseríos próximos al "Hogar"; volviendo siempre a la torre.

Pronto empezó el nuevo curso y Gafosito aprovechaba las salidas de clase para visitar a su cada vez más amiga. Se entretenía observando como la paloma iba de un lugar a otro con ese andar tan gracioso, como si estuviera dando saltitos; lo que le divertía un montón imitándola. Éste le contaba muchas cosas de la escuela.

- ¡Oye!... ¿sabes que estoy aprendiendo mucha geografía?... he leído en mi libro que el pico más alto del mundo es el Everest, que tiene nada más ni nada menos que..., bueno ahora no me acuerdo..., pero más de ocho mil metros. Eso es mucho ¿verdad?..., ¿cuánto tiempo se tardará en subir al Everest?, ¡eh! --le decía Gafosito a la paloma, haciendo una ademán de subir por una cuerda muy tensa.

Todos los días conforme transcurría el otoño Gafosito le hablaba al tiempo que jugaba con su amiga. Como ya hacía frío le había fabricado a ésta un pequeño habitáculo con una caja de cartón que rellenó de hojas secas de morera. Durante todo este tiempo la hermana Isabel no volvió a amenazarle con castigo alguno, ya que siempre bajaba antes que anocheciera.

Conforme se acercaba el invierno la torre de ladrillo del "Hogar" se convertía en un lugar muy solitario y gélido. Desde sus ventanales en arcos, abiertos a la intemperie, ahora Gafosito visualizaba un paisaje gris, alfombrado con las hojas caídas de los árboles por efecto de los vientos --los mismos que cruzaban rápido los desprotegidos huecos de la torre-- que dejaban al descubierto, en las copas de los árboles, los nidos vacíos de los pájaros. Hacía muchos días que éstos habían emigrado a lugares más cálidos para pasar el invierno. Golondrinas, vencejos y otras aves más grandes se habían marchado, como hacían todos los años, en un largo vuelo estimulado por el acortamiento de los días, y guiándose sólo por el sol y las estrellas.

Gafosito se puso muy triste por la partida de todos sus amigos y sólo la presencia de la paloma le devolvía la alegría.

- ¿Anda!, si ya estamos en Navidad y aún no he escrito el mensaje para mis padres --dijo un día Gafosito, acurrucado entre los sacos de maíz y pipas de girasol, que había dispuesto a modo de refugio, dirigiéndose a su amiga.

Los días sucesivos hasta la Navidad Gafosito se aplicó en escribir en un pequeño papel sobre su pupitre ese mensaje para el que nunca tenía las palabras adecuadas.

El día de Navidad amaneció nublado, si bien el cielo no amenazaba lluvia. Acurrucado en su rincón de la torre, junto a su amiga, recordaba otras navidades y su mente evocó días de intensa soledad en el corazón, pero, a su vez de esperanza; días de montañas plateadas y de frío viento de sierra colándose por entre las rendijas de los balcones; días de lluvia con las gotas de agua jugando a componer sorprendentes dibujos en los cristales de las ventanas..., mientras escribía algo.

Sin darse cuenta había escrito en un papel: "Papá y mamá, siempre me he acordado de vosotros y os he echado mucho de menos. Me gustaría veros para daros un fuerte abrazo y muchos besos. Os quiero".

Lo leyó una y otra vez y le gustó. Sólo del corazón de un niño podía haber salido mensaje tan maravilloso. Mientras le ataba el mensaje a una de las patas, la paloma permaneció quieta, sin inmutarse, con la mirada brillante fija en la suya presagiando la partida. Después de acariciarla repetidamente y de arreglarle el plumaje Gafosito se colocó enfrente del ventanal por donde entrara hacía ya unos meses y aupándola hacia el cielo la soltó.

- ¡Por favor!, tienes que llegar hasta mis padres..., ¡sube!..., ¡sube hasta el cielo! --le rogaba Gafosito, mientras le resbalaban por sus mejillas dos gruesos lagrimones.

El incipiente llanto se convirtió en un mar de sollozos. Gafosito no sólo estaba llorando el adiós a su amiga, sino también y por primera vez la falta de sus padres que ahora la sentía más que nunca. La paloma no se posó en ningún tejado próximo, sino que voló... y voló... y voló..., hasta hacerse un punto en la lejanía, donde desapareció. Gafosito se dio cuenta en ese momento que no había puesto nombre a su amiga.

El estado de tristeza y esperanza que siempre le embargaba cuando llegaba la Navidad lo tenía más acusado esa noche --Nochebuena-- No queriendo conciliar el sueño se quedó observando el cielo encapotado a través de los cristales del balcón que quedaba junto a su cama. Estaba seguro que sus padres le harían una señal; pero a pesar del esfuerzo por mantenerse despierto se quedó profundamente dormido, presa de agotamiento y soñó con ella, con su amiga la paloma, la que ahora, cuando entró de vuelta a la torre donde la esperaba, tenía otro papel con un mensaje enrollado en la misma pata donde dejó el suyo. Lo desenrolló con ansiedad y se le dibujó una gran sonrisa en el rostro cuando lo leyó: "Sigue la estela de la estrella y hallarás la auténtica Navidad". Después en el sueño dejó marchar para siempre a su amiga.

Despertó casi al alba, iluminada su cara por una extraña luz que penetraba por el balcón; la que se fijó provenía de una estela luminosa como polvo de estrellas, y que siguió con la mirada haciendo caso a su mente que le decía y repetía: ¡Síguela!... ¡síguela!... hasta su origen: un enorme lucero que tintineaba, muy perceptible, haciendo señales luminosas, destacando los guiños muy brillantes sobre la negrura de fondo. Era sin duda la señal esperada. La alegría que experimentó Gafosito en ese momento, sería la mayor de su vida.

Gafosito volvió a ser otra vez el niño extrovertido que era antes. Dejó de subir a la torre y se le podía ver todos los días jugando con los demás niños en el patio. En las noches estrelladas mirando al cielo, decía.

- Papá y mamá, os quiero.

Gafosito ya no tenía obsesión por las alturas, ni quería ser alpinista. Ahora cuando alguien le preguntaba qué quería ser de mayor, respondía que deseaba ser cartero y agregaba ... para llevar mensajes de cariño a los padres que estén muy lejos.



A mis tres debilidades --mis nietos: Daniel (el más pequeño), Inés y Pablo--: Que esa alegría que me regaláis siempre, sea una constante en vuestras vidas. ¿Que si os quiero?: Os quiero hasta el infinito... y más..., como me decís vosotros a mí

FranciscoMolinaGómez
(cuento presentado a concurso en noviembre de mil novecientos ochenta y cinco; aún estoy esperando noticias de su fallo ???)

martes, 10 de diciembre de 2013

A PROPÓSITO DE ARQUITECTURA. II: LA CABAÑA PRIMITIVA













"(...)
Al principio plantaron horcones, y entrelazándolos con ramas levantaron paredes que cubrieron con barro, con terrones y céspedes secos, sobre los que colocaron maderos cruzados, cubriendo todo ello con cañas y ramas secas para resguardarse de la lluvia y del calor; pero para que semejantes techumbres pudieran resistir las lluvias invernales, las remataban en punta y las cubrían de barro para que, merced a los techos inclinados, resbalase el agua.
(...)
Pero como en el diario trabajo los hombres fueron haciendo sus manos más ágiles en la práctica de edificar y, perfeccionando y ejercitando su ingenio, unido a la habilidad, llegaron con la costumbre al conocimiento de las artes; y algunos, más aplicados y diligentes, se llamaron artífices de la edificación.
(...)
Después merced a continuas experiencias y a estudiadas observaciones, pasando de los juicios vagos e imprecisos hasta llegar al conocimiento de ciertas proporciones de la medida en los edificios, y dándose cuenta de que la Naturaleza le suministraba con manos espléndidas madera y toda clase de materiales de construcción, se sirvieron de ellos, los aumentaron con el cultivo, y de este modo acreecieron con el auxilio de las artes las comodidades de la vida humana.
(...)"
Del Libro II del "De Architectura de Vitrubio"










Del mito de la cueva al mito de la cabaña primitiva



Y del mito de la cueva --del que he escrito a raíz del fabuloso descubrimiento en mi jardín de una huella circular de piedras blancas-- al mito de la cabaña primitiva, como el "edificio primigenio" en el que se encontrarían ya resumidas las reglas naturales de la arquitectura. Esta idea que teorizaron modernamente los filósofos y pensadores de la Enciclopedia en el siglo dieciocho --postulados que abrazaron incondicionalmente los nuevos arquitectos de la Razón-- era ya reflexionada por Vitrubio --ingeniero militar romano-- en el siglo uno antes de Cristo. Pero no es mi propósito el hacer una sesuda exposición de la cuestión del inicio del arte de la arquitectura; ni imaginarlo siquiera, para esto ya existen otros blogs y webs especializadas; sobre todo teniendo en cuenta que para algunos autores contemporáneos la idea del edificio primigenio (aquella primera cabaña) no es original ni privativa de estos tratadistas y pensadores, sino que está presente de modo ancestral en la mayor parte de las culturas históricas, y como tal patrimonio éstas imágenes han pervivido siempre en la memoria colectiva en el discurrir del tiempo. Quizás también en la mía.

Las entradas del blog tienen, en una visión general, modesta pretensión en lo intelectual, con más énfasis, sin embargo, en transmitir emociones, y con ello --a través de la obra creativa del relato-- motivar, aunque fuere un poco, a la reflexión. Entiendo que los titulares con letra mayúscula están implícitos en leyendas con letra minúscula, lo que sucede es que están escondidos y como andamos algo despistados no somos capaces, a veces, de descubrirlos. Quiero decir que los grandes temas que nos asombran a los humanos están reflejados, muy a menudo, en las cosas ordinarias, en los sucesos cotidianos; muy cerca. En este caso en las propias experiencias personales a propósito de la imagen de esa cabaña primitiva. ¿Quién no ha deseado alguna vez construirse su cabaña? Afortunadamente yo conseguí materializar ese deseo. Creo que al igual que llevamos un eficaz colonizador dentro, también portamos con el inmenso bagaje recibido el de un efectivo constructor, aunque sólo sea en potencia.

Cuando firmé el contrato de compraventa del escarpado terreno que adquirí en la "Ciutat del Remei", de Santa Coloma del Cervelló en Barcerlona estaba haciendo un mal negocio; situación desfavorable de la que en aquel momento no me apercibí --para los asuntos del dinero soy poco espabilado; nunca me han interesado-- ni puse empeño en ello, pues lo realmente importante es que ya tenía un suelo rodeado de viejos y altos ejemplares de pinos, en una parcela de roca y tierra en pendiente, como privilegiado mirador en plena naturaleza de montaña, donde erigir ese sueño que todos llevamos dentro de hacernos nuestra primera casa: al principio esa cabaña de madera que desde siempre habíamos visualizado construir a los colonos vaqueros en las películas del viejo oeste americano.

En una de las secuencias cinematográficas: sólo una futura ilusión cuando el joven aventurero protagonista, abrazando tiernamente a su lozana esposa, señalaba un altozano del terreno virgen conquistado, fabulando ambos una vida de hogar con hijos correteando por los alrededores de la casa, cuya silueta con recia chimenea de piedra dominaría toda la pradera: "Te haré la casa más bonita que jamás hayas podido imaginar", y ella sonreía mirándole amorosamente a los ojos. Durante el transcurso de la proyección, ignorando un poco la trama del film, me entusiasmaba con las escenas de los duros pero ilusionantes trabajos del montaje de las escuadrías de madera para las estructuras y el de los tableros para los cerramientos...; escaleras, suelos, cubiertas y porches se sucedían en una vorágine constructiva que me impedía visualizar los detalles. Al final en otra secuencia ambos sonreían abrazados alzando la vista hacia la casa ya terminada con el humo del hogar expandiéndose por todo el valle. Una de mis fantasías a realizar cuando pudiera. Casi una obsesión.

Si no lo mismo algo parecido le dije a Teresa, el amor de mi vida, enseñándole unos dibujos. Yo tenía veinticuatro años --ella veinte-- y hacía poco que nos habíamos conocido. Teresa había viajado desde Jaén a Barcelona para estar juntos unos días y la llevé al terreno: "Primero construiré una cabaña allí, en lo alto...", en el sitio justo donde luego nos sentamos para contemplar el hondo paisaje mediterráneo que desde aquella altura se nos abría inmenso, inabarcable, saturado de pinares donde la decreciente luz solar de aquella tarde de principios de verano ponía pinceladas de verde cambiante en razón a la orientación de los pronunciados faldones vegetales: de suaves sombras de verdes azulados en los fondos y de brillantes verdes amarillos en las cimas: ¡qué delicioso cuadro impresionista!; para oír en el silencio del lugar la misma quietud de fondo de valle que nos envolvía, sólo el gorjeo de los pájaros y los suaves y dulces sonidos de los arrumacos que nos prodigábamos nosotros, aprovechando las ventajas a nuestro favor de todo aquel inmenso canto de la naturaleza: "Tendrá dos habitaciones, una más grande con chimenea y otra más pequeña; las dos con salida a un porche". La siguiente vez que llevé a Teresa a la parcela a finales del otoño siguiente ya la criatura mostraba su esqueleto y parte de su piel de tal suerte que ya podía asomarme a través de lo que sería una de las ventanas... gesto que quedó inmortalizado en la película de mi pequeña "Agfamatic", en un instante captado por el ojo de ella; hubo muchas más fotos, sin más intención que la de recordar aquellos momentos tiempo después, cuando ojeáramos los álbumes fotográficos.

Hoy constituyen, sin lugar a dudas, un testimonio muy estimable que habla de un tiempo en el que sólo tenía dos ideas, dos fijaciones por este orden: la chica que amaba y la cabaña que deseaba para ambos... y en este último empeño me pasaba las horas de todo el tiempo libre de que disponía... como improvisado moderno fundador clavé las picas de madera delimitando el espacio ilusionante, sobre un suelo ya allanado de tierra sobre rocas. Aquella mañana después de marcar las trazas de nuestra futura cabaña me quedé contemplando un buen rato el paisaje, y ya relajado regalé el siguiente pensamiento a Teresa que se hallaba muy lejos.
Sólo un empecinado fundador puede valorar lo extraordinario de acto tan simbólico. ¿Y ahora qué?, entonces no tenía los suficientes conocimientos de construcción. Casi todo era intuición. Aún quedaba muy lejos mi sueño de arquitecto, el que dormía aplazado pero seguro, esperando oportunidad. No había planos, sólo imágenes que estaban ahí, desde Dios sabe cuándo... tampoco especificaciones de materiales... no hacía falta: sería de madera como todas las cabañas.

Los meses siguientes me divertí como nunca lo había hecho en mi vida, evocando las escenas centrales de aquellas películas con el joven protagonista en plena turbulencia de los trabajos de construcción, imitándole en su soledad de colono y en los pasos lógicos que él mismo había dado: hincar primero los recios postes de la estructura que configuraría la osamenta del habitáculo, después mucho trabajo manual de sierra para proporcionarle a la recién nacida una piel de tableros de madera que fue atrapando dentro el aire conforme iba clavando todas las tablas, el que quedó definitivamente atrapado cuando estructura y cerramiento quedaron rematados por una cubierta inclinada. ¡¡¡Qué estampa!!!, desde abajo. ¡Ah! en uno de los lados menores del espacio más amplio, lucía vertical una chimenea de piedra del lugar, justo a tiempo para probarla recién iniciado el invierno: los dos acurrucados frente al fuego oyendo absortos el chisporroteo al arder la resina de los troncos de pino; ensimismados con los movimientos de agitación de las llamas jugando con el aire que le circundaba, iluminando el ambiente de color fuego, fuego pasión como la que nos embargaba a nosotros dos, mientras con mucho amor le dábamos salida a los sentimientos normales de final de adolescencia. Afuera las gotas de lluvia cayendo sobre el terreno ponían música en una inagotable sinfonía de sonidos. Todavía evocamos aquellos tiempos como los más intensamente vividos pese a estar uno muy separado del otro. No importaba, en cuanto podíamos reunirnos marchábamos a nuestro singular refugio: sólo nosotros. ¡Qué remembranzas más gratas las de aquellos días!

Era asombroso, había escenificado sin proponérmelo, miles de años después, el paso de la cueva a la cabaña; el que relata el abate Marc-Antoine Laugier en su "Essai sur l´Áchitecture": "... El hombre mal cubierto al abrigo de sus hojas --de los árboles--, no sabe como defenderse de una humedad incómoda que le penetra por todas parte. Aparece una caverna y se introduce en ella, encontrándose a resguardo. Pero nuevas desazones le disgustan también en este refugio. Se encuentra en tinieblas y respira un aire malsano y se decide, por ello, a suplir con su industria la falta de atención a las negligencias de la naturaleza. El hombre quiere hacerse un alojamiento que le cubra sin sepultarlo. Algunas ramas caídas en el bosque son los materiales propios para su designio. Escoge cuatro de las más fuertes y las alza perpendicularmente disponiéndolas en un cuadrado. Encima coloca otras cuatro de través, y sobre éstas coloca otras inclinadas que se unen en punta por los lados. Este especie de tejado está cubierto de hojas lo bastante apretadas entre sí como para que el sol ni la lluvia puedan penetrar a través de él; y he ahí al hombre ya alojado. Es cierto que el frío y el calor le harán sentir su incomodidad en esta casa abierta por todas partes, pero entonces llenará los espacios comprendidos entre los pilares y se encontrará guarnecido..."

Igual que la cabaña de que hablara el abate Laugier, la nuestra también había quedado solidariamente implantada en el paisaje natural, del color de los troncos de los árboles que la rodeaban, discreta sin destacar sobremanera sobre el fondo de roca y vegetación pero dejando su impronta en el terreno, marcando lugar como centro de atención donde gravitaban nuestros ociosos fines de semana. Casados ya Teresa y yo, fue lugar de repetido peregrinaje a los ansiados momentos felices, en innumerables viajes que nos llevaban siempre al mismo sitio de la montaña...; hasta aquel último.


Teresa que ya estaba embarazada de nuestra hija Elena,
posa con la cabaña al fondo casi perdida en el paisaje

Había que proveerse de leña para que el fuego del hogar
no se apagara y en ello me empleo con fuerza


Más que un viaje de ida, era un viaje de vuelta, intentando retener por siempre, primero en la retina y luego en la memoria los últimos momentos. Las imágenes de los lugares que atravesábamos, aquel final de primavera, desde Castelldefels, donde vivíamos, hasta pasado el pueblo de Sant Vicent dels Horts en donde acababa el asfalto de la carretera dando paso a un camino de tierra y grava por el que se subía a la montaña para llegar hasta "la cabaña" --como la llamábamos-- eran las mismas de siempre, pero los ánimos eran muy distintos a los de otras veces; y no sólo durante el viaje, sino durante las horas de aquella jornada en la propia parcela: presentíamos que eran el viaje y la estancia de la despedida. Así ha sido; no hemos vuelto más pues, además de cambiar nuestra residencia a Madrid, todavía entonces diez años después de adquirir el terreno persistían los problemas de legalización urbanística del monte, antiguos predios donde había implantada una ermita consagrada a la Virgen del Remei. La especulación y la falta de escrúpulos de gente abyecta acabó con el sueño. Pero que importaba el mal negocio, ni el dinero: temas triviales... lo realmente importante, vital para mí, era que no solo había cumplido mi fantasía deseada sino que, además, habíamos disfrutado durante casi un decenio de su amparo; pero no sólo nosotros tres --fruto de aquel amor había nacido nuestra hija Elena-- sino también de otras personas allegadas, convirtiéndose la cabaña en el punto de encuentro de gozosas jornadas de campo, compartiendo con familiares y amigos: vivencias, risas y complicidades mientras degustábamos un delicioso arroz hecho allí mismo en el hogar de la chimenea. Las recordaremos toda la vida.

Hoy, treinta y cinco años después, la pregunta obligada: ¿Qué habrá sido de nuestra cabaña?... ojala le haya servido de refugio a alguien.


FranciscoMolinaGómez

lunes, 2 de diciembre de 2013

LA SALIDA EQUIVOCADA











Salió al andén y no lo reconoció... habían desaparecido las vías de hierro y ya no habría más trenes... se lo habían advertido hasta la saciedad... después la esperó sentado en el banco de aquella estación abandonada durante varios días... inútil esfuerzo: había tomado la salida equivocada


Un tercio de nuestra vida es una sucesión de sueños en donde se mezclan, se amalgaman y se funden las personas, los objetos y las situaciones vividas...; un tercio de nuestra vida la pasamos, engañados por el subconsciente indicándonos las salidas equivocadas que nos abocan a extraños mundos...; o quizás las tomamos conscientemente escudándonos en los sueños y engañándonos a nosotros mismos.
Dos tercios de nuestra vida los pasamos justificando en los actos de los demás nuestras equivocaciones, los engaños, las mentiras...; ¿condición humana?... de cualquier forma es parte de la existencia.













Pedro conducía el auto resguardado en la penumbra de los altos ejemplares de plátanos que orillaban la avenida principal. Al detenerse en el semáforo se sorprendió al observar a la gente que esperaba el autobús, creyendo reconocer a Marta en una de las jóvenes que parecía no quitarle ojo durante unos segundos, para luego desaparecer en el interior del alargado vehículo. Conducía de nuevo hacia el centro a través del verde bulevar que lideraba la modernidad de su ciudad, una amable capital de provincias, intentando retener en su memoria aquella imagen, su inconfundible cara, su penetrante mirada; sí, era sin lugar a dudas Marta, la última chica que había conocido a la que esos días embelesaba en periodo de seducción pendiente de asalto a su cama, y en cuyo pensamiento ahora se regodeaba, para de repente rechazar tan placentera secuencia y recordar sólo a María, su novia, la que no había visto desde hacía dos años y casi tres meses, cuando ésta se ausentara a otro país y a cuyo reencuentro iba queriendo sorprenderla.

Ralentizó la marcha a que le obligaba las estrechas calles del casco urbano hasta confluir por una de ellas a la estación del tren, cuya vieja fachada presidía una recóndita plaza configurando un atractivo lugar de descanso y ocio de sus conciudadanos que, en aquel momento del día, abarrotaban las mesas de las terrazas, brillando metálicas, salpicadas entre el verde esplendor de las acacias, bajo una de cuyas sombras aparcó el automóvil. Se bajó del coche y se fijó, una vez más de tantas, en el antiguo y descolorido cartel que anunciaba el edificio. Su alargada y blanca portada, con la luz del sol mostrando la imperfección de sus revocos, le condujo al interior de la estación, en semipenumbra, enmarcando a contraluz unos grandes y luminosos ventanales, desde donde pudo observar cómo, en ese preciso instante y lentamente, hacía su entrada un tren hasta detenerse con un fuerte chirriar de ruedas metálicas. Su reloj de agujas doradas marcaban las doce horas y diez minutos y salió al andén en busca de María sin que ésta diera señales de vida entre los pasajeros que, minutos después y entre efusivos saludos, bajaban de los vagones y se amontaban frente a las salidas, por donde desaparecían más tarde.

La hora de espera, sentado en el banco de madera que amueblaba en solitario el exterior resguardado por la marquesina, le pareció una eternidad hasta vislumbrar como otro tren se aproximaba a los lejos. El corazón le dio un vuelco y como un resorte Pedro se dirigió al jefe de estación y le preguntó en que andén se iba a detener, señalando hacia la locomotora que se acercaba con agudo silbido advirtiendo su entrada. Pedro tomó la salida equivocada, que sin embargo le indicara el hombre con uniforme oscuro y gorra de color rojo, y abocó a un lugar extraño en el que no veía edificio alguno, ni avenida principal, ni arcén central, ni a Marta, ni a Paula, ni a Yolanda, ni a Regina, ni a María... sólo oscuridad de un interminable túnel donde circulaban velozmente y sin detenerse otros trenes como saetas cortando aquel aire enrarecido; caminando angustiado hacia el lejano foco de luz que vislumbraba al final del agujero negro, que era la salida del suburbano, y en Pedro anidó la congoja de no haber encontrado el tren que le traía a María.

Buscando el aire fresco subió hasta la calle dejándose arrastrar por la tracción mecánica de la escalera eléctrica que le expulsó, casi violentamente, a la negrura del exterior --del mismo color oscuro como pintan las noches muy cerradas--, mientras se preguntaba porqué el hombre de uniforme le había mentido, o es que tal vez él no entendió la correcta indicación del experto en salidas. A Pedro le asaltó inmediatamente la culpa de la deslealtad y pensó que , actuando preso de un profundo estado de ansiedad, se había precipitado hacia la salida que no era, y ahora, como castigo, habitaría de por vida aquel lugar oscuro por el que transitaba a tientas sin reconocer el sitio, con los edificios recortados en el tibio y macilento alumbrado urbano como masas grises alineando la semioscuridad de las calles sin nombres, sin números, sin árboles...; sin gentes, sin Paula, sin Yolanda, sin Regina, sin Marta, sin María.

Marchaba con gran desasosiego rozando las texturas de los edificios hasta dar con la puerta abierta de uno de ellos. Entonces suspiró aliviado pues necesitaba acogerse en algún sitio para descansar. Subió a tientas guiándose por el pasamanos de la barandilla anclada a unos desgastados escalones de madera hasta la luz que salía de una de las viviendas: una luz intensa, cegadora que incitaba a penetrar en ella. La recorrió hasta descubrir un escritorio antiguo de maderas nobles en donde en el tablero levemente inclinado había dispuesto papel y tinta. Se sentó frente a él y en un impulso automático, necesitando dar testimonio del otro lado de la salida equivocada, escribió sobre ese mundo ahora perdido; un mundo todavía recordado con muchos momentos de éxtasis retozando en los lechos de sus amantes Paula, Yolanda y Regina, en ausencia de María; con la última conquista femenina --en fase de abordaje a su tálamo-- esperando el autobús en la parada del arcén central; con antiguas estaciones de fachadas soleadas a mediodía; con otras estaciones que lo parecen pero no lo son; con gente dispersa en terrazas que relucen metálicas al sol; con trenes que se observan a lo lejos pero que nunca arriban a la estación; con trenes que no van a ninguna parte; con jefes de estación que mienten señalando salidas equivocadas... obviándose a él mismo, a las personas que justifican sus propias mentiras, sus infidelidades. Escribió obsesivamente intentando encajar todos los elementos de aquel universo para entenderlo, pero fue inútil; no halló ninguna relación.

Avanzada la noche, ya cansado, ordenó y guardó en el cajón del escritorio las hojas escritas, quizás como arrepentimiento para contarle todo a María o simplemente como argumento para autoconvencerse que los sucesos de aquella jornada no habían sido un sueño, que no estaba levitando fuera de la realidad percibiendo un mundo virtual de sombras, y se quedó profundamente dormido agrupando brazos y cabeza encima del escritorio, cuando... súbitamente despertó sudoroso y angustiado,reconociendo aliviado las paredes de su propio dormitorio, y recordando ahora ya calmado que su novia María, a la que no veía desde hacía dos años y tres meses, tiempo que la había estado negando, llegaba al día siguiente en vuelo regular desde Brasil.

Se asomó al balcón de su casa que flotaba sobre una extensa alfombra de hojas verdes, las que brillaban con los primeros rayos de sol de la mañana. Extendió la mano hacia la luz percibiendo el calor de la vida. Se alegró por él más que por María.



¿Qué vía tomar en las encrucijadas de la vida?... es decisión de cada uno

FranciscoMolinaGómez